Notas sobre los (no) Balcanes

I

Quiero escribir las memorias de un viaje que aún no empieza. Hago el repaso de los últimos años  –frenéticamente, a veces– y mi destino geográfico concuerda como si lo hubiera planeado a propósito para seguir con una línea muy fija y muy clara de mi vida.

Sin embargo, más o menos todos mis planes son una nebulosa ahora. Este verano de 2016 voy a los Balcanes como se da un manotazo a ciegas esperando topar con algo, aunque lo cierto es que hace tiempo que esta parte del mundo me atrae. Quise leer, y hace muchos años empecé El puente sobre el Drina. No lo terminé, pero se me quedó mucho tiempo en la cabeza la imagen de la estructura de piedra sobre el río en una ciudad cuyo nombre nunca he sabido pronunciar. Decido volver al texto ahora, pienso que es justo. Veremos cuánto habré alcanzado a avanzar la lectura cuando me vaya.  

II

Me imagino a dos estudiantes dando su primera vuelta a Europa en coche. Han escogido la ruta del este con un poco de nerviosismo: si hay algo en el viejo continente que se asemeje a lo que han dejado atrás en México quizás sea los Balcanes. Se habla –se sabe– de conflicto. Pero ellos preguntan al policía en la frontera de Yugoslavia si hay peligro y él se ríe. Así es aquí. Siempre es unos contra otros, incidentes terribles, sí, pero que nunca pasan a mayores. Es 1991 y mis padres deciden cruzar.

A los tres días, acostados sobre la playa, ven pasar aviones de guerra en agrupación, cargados de misiles y volando bajo. Toman sus cosas y, aconsejados por el conserje de su hotel, salen del país a toda prisa.

Algunos meses después y a bastantes kilómetros de aquella costa, nazco yo.

III

La historia me la cuentan de vuelta en Croacia, en 2012: hace muchos años que terminó la guerra. Dubrovnik es una ciudad como nunca he visto antes, que al mismo tiempo tiene la perfección de los grandes sitios turísticos y agujeros de balas en ciertos muros. El relato de mis padres me permite pensar que de alguna manera extraña estoy volviendo, que hay algo no aparente que me ata a aquel país. Al mismo tiempo, sé que yo misma me invento esa relación, que las únicas veces anteriores que pensé en la zona era por relatos de una amiga que años antes decidió ir a viajar sola por los Balcanes. Pero me gusta encontrar líneas imaginarias que me unen a los lugares que he conocido. Me entusiasmo y voy a la librería a buscar algún volumen en inglés. Compro El puente sobre el Drina.

IV

–Pero entonces, ¿Turquía es parte de los Balcanes?

Mis interlocutores, un búlgaro y un chico de Turquía –que siempre rechazó el apelativo de ‘turco’– responden al mismo tiempo que sí y que no. Luego se miran. Me doy cuenta en seguida que mi pregunta ingenua va a desencadenar una discusión, y así sucede. Después de un rato, ninguno de los dos ha logrado convencer al otro, y han sacado a la luz años de historia, de teoría política, de conflicto. Ambos están enojados.

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Estimo que no hay polémica sobre la “balcanidad” de estos países, pero no puedo saberlo de antemano

Al final, los otros amigos en la mesa logran disipar la tensión y el asunto de los Balcanes acaba convertido en una broma.

Ahora, que digo que voy a los Balcanes, pienso en esa conversación. No voy a Turquía, territorio de la disputa –aunque quisiera, sin duda– sino un poco más al norte. Estimo que no hay polémica sobre la “balcanidad” de estos países, pero no puedo saberlo de antemano (¿Existe tal cosa, para empezar?). No sé cómo nombrar los lugares que visito sin explicar mi ruta. Quitemos la denominación: visito lo que visito. Quizás cuando vuelva me atreva a llamarlos de alguna manera sin dudar, aunque si eso no dificultara la escritura de este relato, preferiría que se quedaran así: sin nombre, sin fronteras.

V

Hoy hubo un atentado en Estambul. Los meses pasados han habido varios en esta ciudad, así como en Ankara, y en el sureste de Turquía, en el Kurdistán. En Siria e Irak, en Yemen, en Libia, en Somalia llegan reportes semanales, a veces diarios, de muerte y violencia. No se puede pensar en la Europa de ahora –de nunca, quisiera creer– sin considerar esto. De la misma manera que no se puede pensar en el norte de América sin considerar el Sur. Pienso en una aplicación que vi hace poco en Facebook que te permite mover las áreas de los países por el globo y localizarlos sobre otros territorios para comparar tamaños. Jugando con la extensión de México, me di cuenta de algo. Si colocas la península de Yucatán sobre Siria, entonces la frontera de Sonora con los Estados Unidos se sobrepone con Alemania. No es que las rutas sean iguales, que los obstáculos que enfrentan sean los mismos, que la vida de la gente se pueda abstraer. Pero hay ecos muy importantes entre una crisis migratoria y otra, mucho más que los geográficos. La violencia de la que los desplazados buscan escapar. La violencia que encuentran en el camino. El miedo de la gente que los ve pasar o que les bloquea el paso, que piensa que traerán el mismo mal del que huyen. Que no ve, o que acepta, la violencia de las fronteras.

Por Guadalajara pasa un tren de carga en el que los migrantes se suben para cruzar el país. Lo llamamos La Bestia, porque es como si fuera un animal salvaje que no se percata de aquellos que viajan aferrados a su pelambre: no mira atrás y no espera a nadie. Subirse es difícil. Caer suele ser fatal. ¿Cuáles serán “las bestias” de la migración hacia Europa? Sin duda las barcas sobre el Mediterráneo son una, quizás la peor.

No puedo pisar el sureste europeo sin pensar en esto. No puedo pensar en esto sin voltear a casa. Y al final, mirar a mi ciudad natal me hace pensar hacia afuera. Quizás lo único que tengo es la posibilidad de abrir bien los ojos.

VI 

Sofía no es como ninguna ciudad que haya visitado antes.

Una de las imágenes más comunes de los países que vivieron el socialismo en la segunda mitad del siglo pasado es la de los edificios como bloques gigantes de concreto, llenos de departamentos pequeños y colocados uno al lado del otro. Es verdad en Belgrado, y me doy cuenta en seguida cuando el avión sobrevuela la ciudad. Es verdad en Sofía también. Sin embargo, en esta ciudad son los espacios entre los edificios lo que me sorprende. Los que alcanzo a ver están llenos de vegetación. Seca, muchas veces, descuidada y creciendo salvaje, como si de alguna manera el ecosistema invadiera la ciudad y recuperara poco a poco su terreno.

Un chico me recibe en su casa y me invita a reunirme con sus amigos en uno de estos espacios, a tomar cervezas y pasar el rato.  Recogemos unas tablas que están ahí y nos sentamos sobre ellas. Alrededor de nosotros los edificios grises, todos del mismo tamaño y a la misma distancia, parecen mirarnos. El parque inhóspito –que no es un parque, me corrige mi amigo cuando lo digo, es otra cosa– nos recibe. Después de un rato, uno de los departamentos se ilumina y suena una detonación. Brinco, pero nadie más se inquieta. Me piden disculpas, son cohetes; les digo que eso ocurre también en México. La escena se repite un par de veces más.

De regreso a casa, el chico me guía cortando camino entre parques, bosques, arbustos y callejones oscuros sin inmutarse. Me enseña un tipo de árbol frutal que sigue creciendo por toda la ciudad, del tiempo en que la gente tenía sus casas con huertos y las primeras se demolieron para construir departamentos. Parece que hace falta sólo extender la mano para encontrar fruta. En un pequeño, quizás insignificante aspecto ante otras carencias, la ciudad provee para sus habitantes.

VII 

Los Viajeros por los (no) Balcanes me parecen distintos a los que he conocido en otros países. El primero con quien me encuentro hace conmigo el trayecto en camión de Sofía a Belgrado. Me dice que viene en ese medio desde Armenia, y que irá así hasta el Reino Unido. Unos días más tarde, en un hostal en Sarajevo, comparto cuarto con una pareja de chinos que lleva en su computadora una calcomanía en apoyo a la CNTE. Les pregunto al respecto, y me cuentan haber estado en Oaxaca en 2014 entre las protestas. En las salas comunes que visito se suceden conversaciones sobre otros países y otros recorridos.

La abstracción que se me ocurre –siempre incompleta y un poco absurda– es que los Viajeros de los (no) Balcanes parecen haber asumido justamente la etiqueta de esta palabra: a juzgar por lo visible, se dedican a pasar fronteras, y pagan la renta y la comida con anécdotas de aventuras. Sus historias me fascinan y trato de escuchar –incluso a escondidas– lo que puedo. Hay un tema que resurge con frecuencia: el fallido golpe de Estado en Turquía, apenas unos días antes. Varios estuvieron ahí: la ruta de los (no) Balcanes, para muchos, inicia o termina en Estambul.


La noche del 15 de julio, una parte del ejército turco se movilizó, principalmente en Ankara y en Estambul, para tomar control del gobierno. Ocuparon varios edificios importantes de éste, dos puentes sobre el Bósforo que unen las mitades de la ciudad que se sitúa entre Europa y Asia, y el aeropuerto Atatürk. Sin embargo, sólo duró unas cuantas horas. El partido en el poder, el AKP, retomó el poder esa misma madrugada.

Para algunos Viajeros, el golpe no fue más que una, si bien quizás la más grande, de las aventuras. “Pasé el puente justo antes de que lo cerraran,” dice uno, “vi llegar a los tanques”. “Estuve en el golpe de Estado,” comenta otro, abriendo la conversación, y luego, tras una breve pausa, “vi varias explosiones”. Sin embargo, entre la gente que me cruzo, los que viven ahí y tienen que volver apenas lo mencionan. Escucho a una chica comentar que las cosas en su país están “un poco mal”. Pero no mucho más.

Superficialmente, podría parecer que todo quedó en el golpe fallido, pero esa noche hubo más de doscientos muertos
Y es que no es un tema fácil. Superficialmente, podría parecer que todo quedó en el golpe fallido, pero esa noche hubo más de doscientos muertos. En los días siguientes, Erdoğan declaró estado de emergencia, y hasta ahora ha lanzado orden de arresto para más de diez mil personas; varias decenas de miles han sido despedidos. Si todos ellos hubieran participado, en vez de los dos mil militares que se estima tomaron parte, el resultado habría sido probablemente distinto, como bien apunta Témoris Grecko. Sin embargo, el evento le ha servido a Erdoğan para iniciar una purga –no por nada lo llamó, literalmente “un regalo de Dios”– y además construir una narrativa en donde se coloca como luchador por la democracia. De acuerdo a Deniz Yücel, al llamar a su pueblo a salir a la calle a través de una llamada de Facetime, el presidente turco no actuaba por necesidad militar (ya se sabía entonces que el golpe no tendría éxito) sino para legitimarse: ahora puede hablar de sí mismo no sólo como el líder que el pueblo eligió, sino como aquel por el que alguna gente incluso dio la vida.

Todo esto, considerado en contexto con el autoritarismo, la situación política, de derechos humanos y de terrorismo en el país, el panorama parece en efecto “un poco mal”. A pesar de algunos análisis más optimistas, no es de extrañar el silencio de los que se ven afectados directamente. Haciendo un paralelo, pienso que explicar el estado actual de México es también confuso. ¿Se puede abstraer el país a las historias del narcotráfico y violencia que llegan de vez en cuando a los periódicos europeos? Seguramente no. Pero estas historias, abordadas de modos en ocasiones cuestionables, son realidad para muchos de nosotros y no pueden ser omitidas. ¿Se puede explicar un país en lo absoluto, en realidad? La pareja de chinos con su calcomanía de la CNTE sólo puede decirme (quizás por razones lingüísticas) que cuando fueron a Oaxaca había muchas protestas. Pero no parece quedarles claro de qué se trataban.


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Hay algo que me causa conflicto desde un inicio con cierto rol del Viajero. Tan poco tiempo casi nunca basta para penetrar la cubierta superficial de la información, la de la guía de turistas y, si acaso, los periódicos internacionales. O quizás no sea cuestión sólo de tiempo, sino de llegar a un sitio dispuesto a ver sólo lo que está preparado para que lo veas. He caído en eso mil veces, sin duda. Pero seguiré intentando desprenderme de este tipo de piel de Viajero. Tal vez a una de las claves –si es que hay tal cosa– se acerque la pareja de la calcomanía: mirar hacia la gente que protesta abre muchas preguntas. Si no, al menos buscar diálogos. De Turquía, que nunca he pisado, tengo bastante menos de lo que quisiera. Sé que detrás de ese “un poco mal”, y la afirmación que vino después (“pero lentamente, mejorará”) se esconde mucho más de lo que puedo ver.

VIII

En la frontera de Serbia, mis compañeros de viaje y yo comentamos nuestra experiencia en pasos de país a país. El hombre irlandés que se ha unido a nosotros tiene una historia relevante a cada anécdota nuestra. Le pregunto si ha estado en todas partes y responde que sí, que casi. Una ucraniana habla de las visas que tuvo que sacar para ir por tierra hasta Belgrado, y un chico de Egipto agarra con fuerza su permiso de residencia en España y me mira con espanto cuando le digo que hace unos días perdí mi pasaporte y tuve que sacar uno nuevo.

Escuchando sus historias, pienso en los cambios de frontera tras las guerras de los Balcanes a principios de siglo, y en los musulmanes del Visegrado de Ivo Andrić que fuman y miran el mapa, que en el verano de 1913 tratan de entender cuáles estados se han quedado con cuáles ciudades.  Y en 1991, tras la salida apresurada de mis padres de aquel país que ya no existe, otra guerra para la que me faltan palabras.

Luego, más cambios. Montenegro se independizó en 2006: es un país más joven que yo –y al mismo tiempo no, al mismo tiempo existía ya desde antes, ya había sido antes–.

De vuelta al puesto de control serbio, un hombre sella nuestros pasaportes casi sin mirarnos. Volvemos a subir al camión y desde ahí, podemos ver que el inicio de la carretera que va a Belgrado está lleno de pequeños restaurantes con el menú escrito en turco.

IX

[Croacia, 2012, diario de viaje]

“Me detengo frente a unas escaleras de piedra que suben la ciudad a los hombros del cerro.

Dubrovnik parece solemne con sus murallas golpeadas por el mar y por casi todo, con sus heridas mal parchadas, con su arquitectura de hace tiempo y de ahora…Sin embargo, estoy convencida de que las escaleras que me miran ahora tienen un ánimo distinto. Se burlan poquito mientras se tuercen y se elevan porque tengo que seguirlas, aunque sea con la vista o con la nostalgia.

Entonces, empieza. Veo caer desde el escalón superior un agua veloz y oscura que se dirige hacia mí con fuerza. Va a alcanzarme en unos segundos. No puedo protegerme. Justo en el instante en que debería golpearme y ahogarme, pasa de largo, se vuelve un pequeño río a mis pies que continúa su camino sin prestarme atención.

Miro hacia arriba. Llueve. Las calles de la ciudad se llenan de riachuelos silenciosos.

Sé que es por eso. Sé que es esa lluvia la que, a pesar de la amargura y el dolor, mantiene limpio el rostro infantil de Dubrovnik.” 

X

Hace un tiempo no me hubiera imaginado haciéndome tantas preguntas acerca del yogur. ¿Cómo debe ser? ¿Cómo debe tomarse? ¿Es una comida, o una bebida? ¿De dónde viene?

Bulgaria, dicen, –o al menos dice mi fuente, sentado junto a mí en un parque en Sofía– es el único lugar donde puede hacerse el verdadero yogur. Los cultivos que lo integran, por cuestiones climatológicas, sólo pueden hacerse allí –y pienso en la historia tan difundida de nuestro bolillo salado tapatío–. Para algunos, eso sitúa indudablemente la invención del lácteo en este país: en el resto del mundo serían imitaciones. Sin embargo, puede dudarse de esto: al menos, Grecia y Turquía también reclaman el origen. Algo sí sabemos: la palabra viene del turco yoğurt, que designa al mismo producto. Pero la etimología es engañosa.

De las pocas horas que paso en Sarajevo, una se me va en descubrir de qué se trata el bosanska kafa o café bosnio, en un lugar para turistas al que voy a dar en busca de una vista a la ciudad. No estoy segura todavía de que sea lo mismo que el café turco, pero al menos, para mi paladar que se resiste a la cata de cualquier cosa, se parecen bastante. Ambos se hacen en el recipiente típico con un mango alargado que se escribe cezve en turco y džezva en bosnio, y que adorna muchas de las tiendas del centro histórico de la ciudad.

Según Wikipedia, homogeneizador por excelencia, la bebida es efectivamente la misma en los (no) Balcanes. La entrada para el börek burek, pan relleno que aparece en todas las panaderías que visito, presenta una sección distinta para la variante de cada país, pero esa es toda la diferencia que admite.

No sé nada sobre el origen del yogur, del café o del burek. Pero para suponer que el conflicto es mera gastronomía sería ingenuo. La historia del imperio Otomano y su dominación pulsan detrás de la búsqueda de concretar un nombre y un estilo particular de la comida en los países que alguna vez le pertenecieron. También, quizás, el orientalismo condescendiente con que a veces se mira desde Europa hacia el este marca la necesidad de reclamar para sí el origen de ciertas cosas.

En mi último día en Belgrado, ya en el aeropuerto, compro un paquete de dulces en un lugar de souvenirs buscando salir de un apuro. Se parecen bastante a las delicias turcas. Para entonces, prefiero no preguntar demasiado. Lo que los locales llamen local será local –y los productos de aeropuertos, sobre todo, nunca serán cuestionados–. 

XI

Al estar en Belgrado visito muchas ciudades más. Las que están dentro: el centro, la Kralja Petra querida donde nos hospedamos y alrededor de la cual parecemos rondar aún en el tiempo libre, el parque, con el señor de los helados y el de los cevap a los que seguramente hicimos ricos y volvimos un poco sordos. La Knez Mihailova, la calle comercial donde una turista de Turquía nos contó las desventuras de haber perdido su avión, y donde hay un lugar para bailar salsa –o lo hubo una noche, al menos–. Zemun, una ciudad pequeña tragada por la ciudad grande, sus casas pequeñas y autos viejos, y su vista hacia el río Danubio.

Visito las ciudades de Belgrado en Belgrado, pero también los lugares de origen de los estudiantes que comparten la semana conmigo. Y como paso con ellos casi todo el tiempo, mi visión de la ciudad es muy exterior. Edificios por fuera, sobre todo, calles y explicaciones para turistas.

Hay un momento que se siente distinto, sin embargo. Nos invitan a una fiesta kafana. Nunca he oído la palabra y pregunto un par de veces, siempre con la misma respuesta: es una fiesta típica serbia.

Pienso que lo típico que se ofrece a extranjeros suele merecer sospechas.A veces el folklor se inventa, o peor, se apropia y se vende. Y mientras nos sentamos en un sótano con paredes de piedra y la temperatura agradable que suele asociársele, pienso que estoy por ver algo así.

La gente que nos acompaña se sienta alrededor de mesas grandes, cubiertas con manteles de cuadros blanco y rojo, y espera. Aquí no hay comida. Frente a otros comensales veo vasos de cerveza o de rakija, el alcohol local. Un grupo de música empieza a tocar.

Una kafana, parece, es un tipo de bar común especialmente en Serbia, Croacia, Bosnia y Macedonia. En muchas cosas recuerda a la cantina mexicana: el estereotipo cuenta que es un lugar para hombres que van a beber y olvidar sus penas de amor. En la que yo visito nadie se ve triste, al contrario: conforme avanza la noche y los vasos de rakija se suceden, la gente comienza a ponerse de pie para cantar y bailar. No hay espacio especial para esto, o más bien, el espacio es alrededor de las mesas, pues todo el bar está lleno de ellas.

Al principio, los estudiantes extranjeros, mientras descubren cómo sus formas de bailar pueden aplicarse a la música, se llevan la atención del establecimiento. Pero después de un rato se cansan, y los locales, que son los únicos que conocen las canciones, se apropian del lugar: se juntan en grupos y cantan a coro, o se suben sobre las sillas.

Voy por una bebida y cuando regreso, no puedo encontrar a nadie que conozca. El lugar está mucho más lleno que antes y termino atrapada entre varios hombres que cantan a todo volumen. Entre cientos de palabras en una lengua que ignoro, de pronto escucho una que sí conozco y en la que el coro de voces a mi alrededor se detiene: “Yugoslavia”.

XII

Yugoslavia. Busco la palabra, y no la encuentro. En 1914 es asesinado Franz Ferdinand en Sarajevo, en una de las historias más contadas de la región, bombardean Visegrado junto al Drina y un tendero en la novela de Andrić muere con el puente. Bosnia aún forma parte del imperio austrohúngaro y la idea de los eslavos del sur apenas está por nacer.

Busco la palabra y no la encuentro en las pocas palabras de elogio que tiene Slavenka Drakulić para Josip Broz ‘Tito’ por haber sido parte del movimiento antifacista en el país, por haber luchado contra el ejército nazi desde los partisanos yugoslavos.  

Tampoco la encuentro en Belgrado. No está en la explicación de una chica que me cuenta en la Casa de las Flores, junto a la tumba de Tito, que se le enchina la piel viendo las fotos del funeral del antiguo jefe de Estado. No está en el relato de una guía de turistas que cuenta cómo la calidad de vida de la gente mejoró durante la época socialista y cómo –este argumento sin duda me sorprende– ya que la gente estaba complacida con él no era necesario tener una oposición.

Yugoslavia es una palabra difícil porque parece sencilla.

Drakulić argumenta que el anterior gobierno fue autoritario y paternalista; y sin embargo durante muchos años, en un pueblo en el norte de Serbia, existió un parque temático en honor de Yugoslavia y Tito, donde se reunían personas sobre todo mayores a bailar música tradicional y compartir la nostalgia.

Yugoslavia es una palabra difícil porque parece sencilla. Suena a guerra, para muchos, quizás sobre todo para los que venimos de lejos y sabemos poco. Suena a comunismo soviético, y sin embargo sabemos que Tito se enfrentó a Stalin. Para mucha gente, hay que imaginar, suena a memoria e infancia, empezando por mí misma y la aventura de mis padres.

Aleksánder, un niño que crece en Visegrado en una novela de Saša Stanišić, habla de un regalo que le hace su abuelo: ‘En el sombrero y la varita’, le dice éste último, ‘se esconde un poder mágico; si llevas el sombrero y agitas la varita, serás el mago de atributos más poderoso de los países no alineados. Podrás revolucionar muchas cosas, siempre y cuando lo hagas conforme a las ideas de Tito y en consonancia con los estatutos de la Liga de los Comunistas de Yugoslavia’.

Aleksánder duda de la magia pero no de su abuelo; yo dudo de las historias que escucho pero decido creerlas todas, hasta las que se contradicen y no cuadran. Los países, especialmente los mediados por el tiempo, son siempre criaturas fantásticas.

Busco la palabra Yugoslavia y encuentro un centauro. 

XIII

[Croacia, 2012, diario de viaje]

“En los días subsecuentes descubrí que parte importante del carácter travieso de Dubrovnik está en sus gatos. Los hay de todos los colores, sarnosos o saludables, huraños o amistosos. Están en todas partes.

Hoy fui a Montenegro y me llamó la atención que el primer lugar donde nos detuvimos después de cruzar la frontera estuviera, en cambio, lleno de perros.”

XIV

Sarajevo es una ciudad pequeña escondida entre montañas, con un centro histórico pequeño y poco más de trescientos mil habitantes. Llego de noche; tras varias horas de ruta por la sierra aparecen, al tomar una curva, las luces de las casas brillando frente a la carretera y hacia abajo.

Dicen que los Alpes Dináricos que rodean la capital de Bosnia y Herzegovina son parte de su atractivo, y una amiga que ya ha estado antes de visita me aconseja subir a la mayor altura posible para ver el atardecer. Como tengo apenas unas pocas horas para hacer la visita –la opción del atardecer queda de entrada descartada–, el recepcionista del hostal me recomienda subir a un café al que se puede llegar a pie.

De mañana a primera hora voy, con el mapa en mano, en busca de un bosanska kafa y una vista que, por falta de cámara, en realidad sólo puedo fotografiar con la memoria. Sin embargo, en seguida dejo de encontrarle sentido a las direcciones que marca el papel, y sólo trato de seguir subiendo la pendiente. El lugar al que quiero llegar es bastante visible –una parte de las ruinas de la Fortaleza Amarilla– y veo pronto una ruta que me permitiría llegar casi en línea recta a ella. Sin embargo, decido buscar primero otras alternativas.

Llego a una carretera –o algo que se le parece– que no tiene paso peatonal ni banqueta. La curva cerrada en la que estoy hace que prefiera no seguir adelante por ahí. Regreso sobre mis pasos y me encuentro de nuevo al inicio del camino que antes quise evitar. Es una pequeña puerta blanca, de la que sale un camino que se convierte en unos escalones de piedra, y que llega hasta la fortaleza. A su izquierda y a su derecha, la colina está cubierta de pasto verde y sobre él, hileras e hileras de lápidas. Son todas blancas, con una forma rectangular que termina en pirámide. Mientras camino entre ellas veo grabados de media luna y fechas que se repiten: 1993, 1994, 1995.

Dicen que las montañas que rodean a Sarajevo son parte de su atractivo. Sin embargo, son también ellas mismas las que facilitaron el sitio de la ciudad, mil 425 días que llenaron sus faldas de cementerios.  

XV

Cuando regreso a Guadalajara a varios de mis conocidos les extraña que haya visitado los (no) Balcanes. El tema no causa gran curiosidad, pero sí algunas conversaciones corteses; en una de ellas alguien pregunta: “Y en tu viaje, ¿sí viste bombas?” Le respondo que no porque no sé qué más decir, pero luego me reprocho la parquedad. Debería haberme alegrado traerle la noticia del fin de la guerra, aunque fuera quince años tarde.

XVI

Y claro, la guerra terminó, pero todavía quedan muchas cosas. Entre lo visible para los ojos de un turista en seguida aparece, en el centro de la capital de Bosnia y Herzegovina, el monumento a los niños que murieron durante el sitio. También, ciertos agujeros de bomba en la ciudad han sido tapados con resina roja y forman figuras que fueron bautizadas como “las rosas de Sarajevo”. En los cementerios, el aire se vuelve de pronto pesado.

“Es tan fácil deslizarse a la banalidad,” explica Svetlana Alexiévich en la introducción a sus crónicas sobre Chernóbil, “a la banalidad del horror…”. La frase me resuena en la cabeza mientras subo por el elevador para entrar a la exhibición fotográfica de Srebrenica. Tengo miedo de hacer turismo de guerra. ¿A quién sirve el museo? ¿A los visitantes? ¿A las madres de Srebrenica, algunas de quienes todavía buscan a sus hijos? ¿A la ciudad? ¿Qué hago yo aquí? Al pasar las puertas de vidrio, me recibe la canción icónica de Requiem for a dream y fotos en blanco y negro, de un metro de alto, de huesos. Son de uno de los entierros de víctimas de la masacre, que ocurren cada verano desde 2001. El último fue el 11 de julio de este año, 21 años después de los hechos. En palabras de Leila Guerriero, quizás ese día alguna mujer “al fruto de su vientre lo besó en los huesos.”

En 1993, en plena guerra de Bosnia, el Consejo de Seguridad de la ONU colocó el pequeño pueblo de Srebrenica, a dos horas y media de Sarajevo, bajo la protección de los cascos azules, y lo declaró zona segura. El lugar, cuya población aumentó dramáticamente por la llegada de refugiados bosnios musulmanes de la región, fue atacado en 1995 por grupos paramilitares y el Ejército de la República Srpska (entidad serbia dentro de Bosnia) en un hecho que la Corte Internacional de Justicia reconoce como genocidio.

Sentada en una banca de madera, escucho cómo solloza otra turista que contempla conmigo el documental en el museo. Es difícil verlo sin ser afectado. De este evento solamente, se reportaron alrededor de 8,000 desaparecidos. En uno de los videos de la exhibición se muestra cómo soldados preguntan a un hombre a punto de ser asesinado: “¿Tienes miedo?”. También proyectan las entrevistas a las madres, en cuyos ojos es fácil reconocer a las de la Plaza de Mayo, a las Madres de los Sábados en Turquía, a las de Ayotzinapa, a las de Por amor a ellos en Jalisco. Están los huesos que parecen mirar a la cámara, a la espera de ser identificados.

Por otro lado, sospecho que ponerme a llorar en un memorial es casi frío. Sospecho de la música, las puertas de vidrio y el piso de madera. En una novela de Ernesto Semán, un desaparecido vuelto a la vida en un limbo fantástico acusa a los constructores de un memorial de querer tomar la memoria y “transformarla en un parque de diversiones, con nosotros como principal atracción”.

¿Qué pensaran las propias madres de Srebrenica del museo? Quizás les parezca una frivolidad. Quizás les interese poco. Quizás lo vean como una manera de atraer a extranjeros a su causa, a sus reclamos a la ONU que no supo proteger a sus familiares.

Un poco más tarde, de regreso en la calle, me paseo por el bazar buscando un džezva para llevar de recuerdo y escucho una conversación. El vendedor de un puesto le ofrece en inglés a una mujer junto a mí uno de sus productos: unas plumas metálicas con una forma extraña. “Están hechas con balas de verdad, de la guerra”, le dice. La mujer se sobresalta visiblemente. Su voz se endurece de golpe, y tras hacerle un par de preguntas que no alcanzo a oír, concluye: “No lo entiendo. No entiendo lo que hace usted.” Me acuerdo en seguida del anuncio, a la vez terrible y genial, de un tour por la ciudad que vi buscando información en internet: “Sarajevo historical tour – A total blast!”, decía.

“A la gente de los Balcanes en otros lados nos consideran salvajes,” me comenta con ironía, más tarde, una vecina de asiento en un taxi colectivo. ¿Cuántas veces no se habla de guerras ajenas con condescendencia, como el periodista inglés que menciona Martín Caparrós en su crónica sobre la guerra en Belgrado? El hombre acusa al país de estar atrasado porque “aquí se pelean entre ellos, no es un ejército profesional. Son milicias, gente suelta que se larga a pelear.” Una mujer local le responde: “¿Y eso es estar 50 años atrás? Ustedes en cambio bombardean porque es un trabajo, muy profesionales. ¿Eso es estar 50 años adelante? Con el B-2, por ejemplo, que es el avión de combate más caro que hay, pueden sacarle los ojos a miles de personas con un solo botoncito: la modernité.”

Mientras tanto, en el bazar, la turista mira al vendedor con dureza y se va. Al hombre no alcanzo a verle el rostro, pero imagino que se sonríe. No creo que le falten clientes.

XVI.I

Me sorprende descubrir –y quizás no debería– que, también en julio de este año, la Comisión Internacional sobre Personas Desaparecidas organizó una reunión de distintos familiares de víctimas alrededor del mundo en La Haya. Entre los asistentes que nombra el artículo está Munira Subašić, esposa de Hilmo Subašić y madre de Nermin, asesinados en Srebrenica; y Blanca Luz Nava Vélez, madre de Jorge Álvarez Nava, estudiante desaparecido de la normal rural de Ayotzinapa. Me imagino a las dos mujeres, una frente a la otra. Pelo blanco en un moño, cejas anchas, marcas de edad en la piel. Pelo oscuro y corto, lentes, rostro redondo. Ojos oscuros en ojos oscuros.

XVII

Apenas unos años más tarde de ser convertido, por su abuelo, en mago de atributos de los países no alineados, el Aleksánder de Saša Stanišić debe compartir su comida con los militares que han tomado la ciudad: “Apenas las madres han llamado a cenar, con voz de susurro, los soldados irrumpen en el bloque de pisos, preguntan qué hay para comer y se sientan junto a nosotros a las mesas con tablero de aglomerado. Traen sus propias cucharas y los dedos de sus guantes no tienen puntas. [..] ¿Acaso las madres han llamado a cenar a los soldados? ¿Vengan, que se va a enfriar? [..]No sé cómo es posible que un casco huela a caldo de guisantes.”  

El protagonista de la ficción o el Saša Stanišić fuera de ella (o ambos, sentados lado a lado en el mismo auto) escapa con sus padres a Alemania tras poco tiempo de la toma de Visegrado. El puente sobre el Drina, en su lugar desde más de cuatrocientos años y ya recuperado de las bombas que lo dañaron durante la Primera Guerra Mundial, se vuelve escenario de las matanzas. Desde el lugar donde en el siglo XIX, narra Andrić, la joven Fata Avdagina había saltado para evitar un casamiento, ahora se tiran cuerpos al río.

Las guerras de separación de Yugoslavia son verdaderamente guerras en plural, conflictos distintos, originados tras las declaraciones de independencia de las entidades que formaron parte del país que gobernaba Tito. El que alcanza Visegrado y que termina en 1995 con la firma de los Tratados de Dayton es llamado guerra de Bosnia.

Los acuerdos alcanzados en el 95 dividen el país en dos entidades políticas: la República Srpska (zona serbia) y la Federación de Bosnia y Herzegovina (zona bosnia); detienen el conflicto, pero separan a la población. “El problema es que la limpieza étnica fue muy exitosa en Srebrenica y esta ciudad ya no es una ciudad musulmana”, le cuenta el reportero polaco Wojciech Tochman a Paola Carroto para una crónica. Tanto este sitio como Visegrado ahora forman parte de la República Srpska y tienen un componente étnico mucho menos variado que en los noventas: “Actualmente es un pueblo serbio”. En Nuevo Sarajevo y Sokolac, ciudades con grandes problemas económicos a principios de milenio, por otro lado, se concentran los serbobosnios que han huido de Sarajevo porque “con la guerra empezó a mirárseles con odio”, explica la periodista española.

En Serbia, unos años más tarde, la guerra se vive de manera distinta. Los habitantes de la capital en 1999 no hubiesen podido sentarse a la mesa con sus atacantes. Caparrós recolecta en su crónica ejemplos del humor en pleno conflicto, y registra este chiste: “¿Sabes cómo se hace para cruzar la calle en Belgrado?”, preguntan. “Primero se mira para la izquierda, después para la derecha, después para arriba.”  

XVIII

Antes de regresar a México, tengo unas cuantas horas para estar en Belgrado y decido pasarlas en caminar la ciudad. Mi mapa marca, un poco lejos de donde me estoy quedando, un memorial para las víctimas de un bombardeo. Voy a buscarlo, sin información previa. Mi idea de un memorial, me doy cuenta después, está acompañada de un letrero, en inglés siempre, que explique lo que se recuerda. Sarajevo, al menos, parece estar lista para la mirada ajena.  

Llego a donde me marca el papel y doy algunas vueltas. Veo lo que parece una escuela, un estacionamiento, un parque y un par de edificios, uno de ellos destruido. Busco en el parque, esperando que allí esté el memorial. Después de un rato, vuelvo a donde comencé, con una sospecha.

Durante la campaña del OTAN contra Yugoslavia en 1999, en el discurso motivada por el deseo de disuadir la violencia hacia la población albana en Kosovo, durante seis meses se bombardeó, entre otras locaciones, la capital del país. La gente de mi edad lo recuerda, y alguno de los estudiantes extranjeros pregunta al respecto a los compañeros locales con un tanto de imprudencia. Responden sin responder: “Bueno, no fue lindo, pero ahora estamos mejor”.

Uno de los bombardeos que más se habló en las noticias internacionales fue el del 26 de abril a un edificio de la radio y televisión públicas. Se les acusaba de transmitir la propaganda de Milosevic, el presidente. Por tratarse de un ataque a civiles, entre los que se cuentan “un artista de maquillaje, un camarógrafo, un editor, un director de programa, tres guardias de seguridad” y otros nueve empleados de la cadena, Amnistía Internacional lo considera un crimen de guerra.

El edificio, tal como quedó ese día, es su propio memorial; finalmente lo encuentro. Tiene varios pisos, y como falta la fachada, el observador entra con los ojos en las habitaciones, en un terreno que parece privado. Placas hay pocas: veo dos, y en cirílico. Tratando de descifrarlas, entiendo con sorpresa una palabra, que está en letra grande en la parte superior. “Zašto” quiere decir “por qué”.

XIX

[Croacia, 2012]

Tras llegar al aeropuerto de Zagreb pedimos un taxi al hotel. El conductor tiene unos veinticinco años y se presenta como Mario. El nombre latino nos llama la atención: a su padre, aclara el joven, le encanta el fútbol, y era admirador del delantero argentino Mario Kempes. Como el mío comparte la afición, hablando del deporte surge entre los dos una solidaridad instantánea. Sin dejar de hablar de equipos y partidos, tratan superficialmente el tema de la guerra en los noventa. Tras terminar el trayecto, Mario nos deja su tarjeta.

Un día después lo llamamos, y ya en confianza, nos pregunta sobre México. Cuenta que en la televisión local han pasado documentales y reportajes del conflicto alrededor del narcotráfico, y que le impresiona la violencia y la crueldad que ha podido ver en ellos.

XX

“Estamos en la calle peatonal del centro de Belgrado, Knez Mihailova:” nos sitúa Caparrós, “los negocios tienen vidrieras cruzadas por cintas adhesivas”. Diecisiete años más tarde, acompaño a algunos amigos de compras a las tiendas que ya no muestran ningún rastro de haber estado alguna vez clausuradas. La Knez Mihailova que conozco yo recuerda totalmente a una vía principal de ciudad europea; entre otras cosas, sigue siendo peatonal y está llena de tiendas: Zara, H&M, y otras tantas que no identifico, restaurantes abiertos a todas horas y un constante flujo de gente.

En esa misma zona, hay una calle donde un arreglo de paraguas rojos, colocados uno junto al otro, cubre la calle y forma una especie de techo. La instalación hace varias buenas fotos para mis compañeros de viaje, pero para mí, sin cámara que me permita retratarla, pasa casi desapercibida. Sin embargo, un mes después, de visita en el centro turístico de Chihuahua, me topo una vez más con el mismo arreglo sobre una vía peatonal. Voy camino al teatro.

“El narcotráfico puede representarse con dos árboles,” reza un letrero pequeño en la sala donde esperamos a que comience la obra, “el árbol de la desigualdad social y el árbol de la violencia. Dos árboles que nacieron, crecieron y viven juntos.” El papel atribuye el proverbio a Colombia, país que parece reflejar a México por una suerte de espejo entre sus guerras.

Nos sentamos frente al escenario y comienza Ricardo III. Los actores, uno por uno, pasan a contarnos una historia. Palabras suyas se intercalan con otras de Shakespeare para describirnos a este rey avaro y violento que sale de la Inglaterra del siglo XV para situarse en otro escenario. El Ricardo de Teatro Bárbaro trae consigo intentos de secuestro, asesinatos, extorsiones y crímenes de odio. En Yo tenía un Ricardo, hasta que un Ricardo lo mató, este personaje construido de personajes parece incluso mirarse el ombligo, seducido por su propia destrucción.

Termina la representación y el público pasa a sentarse cerca de la tribuna. Nos dan un poco de sotol.

“La historia me resuena”, empieza un espectador. “Yo soy de Veracruz, y el año pasado, a un amigo mío lo mataron. Lo apuñalaron.”

“Yo también soy de Veracruz. A un compañero de la prepa lo desaparecieron.”

Acuden otras voces que no están ahí.

“Sueño, sueño con ese día en que te vea cruzar el umbral de nuestra casa en el día que regresas,” le escribe Lety Hidalgo en una carta a su hijo Roy, desaparecido en 2011, “que estarás un poco cambiado lo sé, que quizás ya no serás el mismo, lo sé, que quizás tengas el cabello ahora largo, más gordo, más flaco no sé, pero que tus ojos serán los mismos […]”

“Tuve mis mejores y peores recuerdos en Srebrenica” cuenta Munira Subašić a veintiún años de la masacre. “Ahora hay más muertos que vivos viviendo ahí. Pero Srebrenica es el lugar donde nació mi hijo, donde vivió y donde fue asesinado.”

“Yo entiendo su dolor” dice una voz distorsionada por un micrófono en una reunión de solidaridad con padres de Ayotzinapa en Guadalajara, en 2014. “¡No parimos hijos para que unos imbéciles se los lleven!”

“Exactamente ayer hubo muchas celebraciones en la otra parte de Alepo” dice Abdulkafi Alhamdo a su teléfono desde el lado asediado de la ciudad, hace unos cuantos días. “Celebraban sobre nuestros cuerpos. Está bien. Así es la vida.” ¿Tendrán que volver el padre y la madre a buscar su cuerpo en algún tiempo?

“Hace más de once años que estoy viajando. No tengo placard. Tengo dos maletas. Pero cuando se junta el hueso con la historia, todo cobra sentido”, cuenta Sofía Egaña, parte del Equipo Argentino de Antropología forense a Leila Guerriero. “Delante de los familiares soy la médica, el doctor. A llorar, me voy detrás de los árboles. No te podés poner a llorar.” “¿Y con el tiempo uno no se acostumbra?”, pregunta la periodista. “No. Con el tiempo es peor.”

En Belgrado, frente a la alcaldía, se encuentran aún las fotos de los desaparecidos durante la guerra, en pancartas que parecen un eco de las de Ayotzinapa. “No sé de qué hablar…” explica Liudmila Ignatenko, antes de relatar la historia de su esposo fallecido en Chernóbil, “¿De la muerte o del amor? ¿O es lo mismo? ¿De qué?”

Nepomuceno Moreno Núñez, antes de ser asesinado, marcó por más de un año el celular de su hijo, de quien no tuvo más noticias luego de que fuera detenido por la policía. Ya en su vida adulta, el Aleksánder de Saša Stanišić regresa a Bosnia para buscar a una amiga suya desaparecida en los años noventa. Un día, mientras visita a sus bisabuelos, suena el teléfono. “[…] yo cojo la llamada: zumbidos, ruido de fondo y la voz de una mujer. ¿Qué?, grito; nada. El ruido se transforma en un chaparrón de voces.” Áleks corre hacia el jardín y espera, en medio de la lluvia, en “el Drina de lluvia” que lo rodea, escuchar al fin esa voz desconocida que lleva tanto tiempo buscando.

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Epílogo

En el lado serbio, la carretera de Belgrado a Sarajevo está llena de campos de girasoles y paisajes amplios. La frontera entre los dos países son dos casetas pequeñas sobre un río; la fila no tiene más de veinte autos. Sin embargo, al pasarla, se acaba la planicie y comienza la montaña. El camino está de pronto enmarcado por árboles.

La ruta sigue, bien que mal, el cauce del río, y tras doblar una curva, éste se abre, azul entre montes verdes. Cerca de la orilla y subiendo hasta la carretera hay casas de techos inclinados y color ladrillo –Zvornik, anuncia un letrero–. Lejos, sobre el agua, se alcanzan a ver algunas barcas.

–¿Cómo se llama este río?– le pregunto al conductor del auto, con un presentimiento.  

–Es el Drina.– responde. 


Notas sobre los (no) Balcanes

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