Aferrarse

El consenso de los bienpensantes

En un rebuscado texto, plagado de cinismo y superioridad moral, hace unas semanas el filósofo esloveno Slavoj Žižek dio sus razones por las que era preferible una derrota de Hillary Clinton. Dijo, simplemente, que la causaba “terror” el consenso de los bienpensantes.

El texto de Žižek me trajo a la mente lo que escribió Miguel Pardeza: “uno idealiza a la gente culta, cree que tienen herramientas para ser buenas personas. Pero no: el talento es una cosa y la vida es otra”.

Y es que, hay que preguntarse por qué debería ser más aterrador el consenso de los bienpensantes que la amenaza fascista de un personaje que hizo campaña hablando de bombardear pueblos, burlándose de las personas con discapacidad y criminalizando a los migrantes y a las mujeres.

Por eso acuso a Žižek de embustero. Porque su aparente preocupación por los oprimidos es una farsa. Él, como buena parte de los intelectuales y militantes que llamaron a repudiar a Hillary Clinton en esta elección, prefieren validarse y reafirmar su superioridad moral, aunque el costo vaya a ser el sufrimiento de millones: los que pierden su patrimonio, su empleo y su paz con esta crisis.

¿Queremos que la política sea espejo de la sociedad?

Una de las tesis que hemos esparcido muchos (me incluyo) en los tiempos recientes es que la política, y la clase política, debería de parecerse más a la sociedad a la que gobierna.

Es cierto que la crisis de representación existe y que hay muchos temas (movilidad, transporte público, vivienda) en los que los gobernantes se alejaron tanto de la realidad social, que la falta de empatía se convirtió en un obstáculo.

Pero, ¿No debería ser también la política, como lo ha sido en muchas épocas y en muchos lugares, una representación de las mejores virtudes de una sociedad, aunque no fueran éstas las características de una mayoría social?

Esta campaña, el Brexit, el espeluznante resultado del referéndum en Hungría contra los refugiados, el ascenso de opciones fascistas como las que representan Le Pen, Farage e incluso el Frente Nacional por la Familia, nos recuerdan que hay grupos sociales, no necesariamente minoritarios, que creen que la solución al conflicto es el exterminio del otro.

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Amos Oz lo dijo así: “pudimos haber corrido a Satanás, pero no se quedó desempleado”. Y, efectivamente, el mal tiene un olor inconfundible. Por eso diseñamos cortes, parlamentos y otros instrumentos que, como se ha demostrado en el caso del Reino Unido, le permiten al Estado Constitucional que, aun en desventaja, el bien pueda triunfar.

Quizás es un buen momento para advertir que muchas de las instituciones y consensos que hemos combatido desde las calles en los últimos tiempos no sean el problema. Quizás haya que voltear más a Hobbes y menos a Žižek.

Quizás haya que ver que el diablo camina entre nosotros, que nos habita. Reconocerlo y acotarlo. Ganarle la partida. Con los instrumentos que sean necesarios para evitar la catástrofe.

Quizás, por esta vez, lo verdaderamente revolucionario sea resistir, aferrarse al consenso de los bienpensantes.

Este texto lleva el título en el final. Y su título es precisamente ese: Aferrarse.

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