El infinito concierto de la impunidad al sonoro rugir del ladrón
Podría ser una noche de insomnio en la que sólo puedes dormir luego de revolcarte durante horas contra el silencio de la noche y despertar con una dilatación en el estómago. Amanece frío, el vaho escurre por un cristal.
Y podría ser, también, una mañana de esas que te rompen aunque lo único que quieras sea un miserable café de paso y chilaquiles. Pero ni café, ni tortillas salseadas ni camioneta. ¡No-ma-mes! la camioneta, piensas. Donde debió amanecer no amaneció. Pero sí, la dejé en esta calle, debajo de este árbol. Pero no, no está, desapareció. Un vecino molesto, una grúa, un robo.
Todavía no terminaba la llamada al 066 y la sirena de una patrulla se escuchó. Apareció pronto. Qué pasó. Dónde la dejaste. ¿No viste nada? Y comenzaron a llegar más patrullas y a asomarse vecinos. Muy pronto me rodearon policías con hojitas arrugadas que utilizaban como libretas. Todos con preguntas. Qué marca, qué modelo, qué color. Qué hacías aquí, ¿está asegurada? Se me hace que se la llevaron para la Venustiano Carranza. Uy, esas las desvalijan en chinga. ¿Dónde levanto el acta?, al fin pude decir. Y vino el rodeo, ve con el comandante. El comandante copilotea una camioneta. Yo te recomiendo que levantes un punto de búsqueda en la Venustiano. Y eso para qué, si la robaron aquí. Así podemos extender la búsqueda. Mira, gritó el nombre de un subalterno y le dijo: llévatelo en la unidad y le explicas.
Aparecieron los dos policías que me llevaron hasta ahí. Qué pasó, preguntaron. Y ni qué decirles, realmente no había pasado nada.
El cielo comenzaba a clarear. ¿Vas a querer levantar el acta de una vez? Danos veinticuatro horas para encontrártela. Normalmente las enfrían en alguna calle. Si levantas el acta ahorita luego ya se interrumpe la búsqueda. La patrulla se detuvo al fin en el MP Cuauhtémoc II (CUH-2), ese que está a espaldas de la delegación. El PRD todavía la gobernaba. Una persistente y siempre hilarante “mexicanada” que este edificio, terminado en 1973, haya sido diseñado por Teodoro González y Abraham Zabludovsky; los mismos del Auditorio Nacional o El Colegio de México. Esos lejanos años de bonanza petrolera. Lo que pasa es que la licenciada todavía no llega, date una vuelta más tarde, como a eso de las dos, sugirió una policía que parecía estar en guardia. Salí del edificio, encendí un cigarro y los abogados que hablan al oído a su cliente, las madres desmañanadas porque a su hijo lo detuvieron haciendo quién sabe qué, el señor esposado diciendo quién sabe cuánto. Aparecieron los dos policías que me llevaron hasta ahí. Qué pasó, preguntaron. Y ni qué decirles, realmente no había pasado nada. Uy. Se ofrecieron a llevarme al metro. En la patrulla insistieron, es mejor que te esperes, nosotros te la vamos a encontrar.
El mar de datos. Algunos tripulantes
Hubo un tiempo en el que la ciudad no era CDMX, ese acrónimo impronunciable, y recién era Distrito Federal. En 1997, Cuauhtémoc Cárdenas, primer gobernante de la capital elegido por la vía del voto, heredó, entre otras cosas, sesenta y nueve años de regencias asignadas a “dedazo” por el presidente en turno. En ese año, se afirma, el robo de vehículo en el D.F. casi quintuplicaba al registrado en 2015. En 1997 se robaron 160 vehículos diarios; en 2015, la cifra fue de 35; 463% de disminución. A nivel nacional, en 1997: 416, en 2015: 431; 3.85% de crecimiento.
Trece años después, “Guillermo” reconoce que por su naturaleza patrimonial y por el impacto directo en la percepción pública sobre la seguridad, el delito que más se ha abatido es el robo de vehículo. Los mandos han metido mucha presión. Por ejemplo, dejan de lado el robo a transeúnte o a casa habitación porque es muy fácil ocultarlo (en el 2014, los delitos no denunciados o “cifra negra” nacional de robo en calle o transporte público alcanzó el 93.6%). Por otro lado, continúa, atienden el robo de vehículo, porque no hay cifra negra, “¿te lo robaron en tu sector? Tú eres el pendejo. Entonces tú te vas arrestado 24 o 36 horas”. Mario Crosswell Arenas, actualmente director de la Oficina Coordinadora de Riesgos Asegurados (OCRA), empresa que brinda apoyo a veintitrés compañías de seguros, coincide en que este delito se denuncia porque es un requisito para cobrar el importe del seguro, la gente pueda recuperar su patrimonio y, en términos generales, porque se percibe que pueden cometerse otros delitos con el vehículo.
“Guillermo” afirma que hay un avance enorme en reacción y prevención, aunque en administración e impartición de justicia no pueda decir lo mismo. Las resistencias son mucho más vigorosas. “Valentina”, policía involucrada en la atención y combate del robo de vehículo, intuye que las carpetas de investigación relacionadas con este delitito se apilan en algún rincón. Ya sabes que aquí todo es dinero o influencias. Si las tienes, se te investiga.
En una ciudad en donde operan alrededor de 20 mil cámaras de videovigilancia y casi 200 arcos capaces de detectar una placa vehicular relacionada con alguna averiguación previa y con una policía que monta puntos aleatorios de revisión e implementa operativos en tianguis de vehículos, los raterillos amateur están fuera del negocio. Otros, se desplazaron a delitos más redituables. El margen y los flujos delincuenciales del robo de vehículo parecen estar acotados o, al menos, pienso, persisten los más fuertes, los más organizados, los de mayores redes de impunidad y corrupción. ¿De qué otra forma?
Mario Crosswell, quien también ha sido funcionario público en áreas de seguridad, estima que del total de vehículos robados, el 85% se revende en el país o, si bien los menos, fuera de él (se han recuperado vehículos en Guatemala o Rusia); el 8% se usa para venta de autopartes; y el 7% restante para cometer otros delitos. El destino del vehículo depende de su tipo; un Tsuru, por ejemplo, es demandado por sus autopartes. Sea como fuere, por decirlo de alguna manera, robar camionetas no es un “robo famélico”, es un negocio, una asociación, una empresa especializada. Un mercado ilegal que en el 2014 se estimó en 31 mil mdp; los mismos que recibió la UNAM de presupuesto público en ese año.
“Guillermo” concluye, el problema de la seguridad pública no es un problema de policías y ladrones, es un problema económico serio. Es más remunerable delinquir que ser obrero. O profesionista, también podría decir.
Impunidad y colapso. Subes la música. Aceleras en la oscuridad
El deseo inicial se convierte volátil en una ligera angustia que da vueltas como el ventilador que miras hasta quedarte dormido. Si no fuese porque tienes contratado un seguro y algo puedes recuperar, nada de esto tendría sentido. Desde el momento en el que te das cuenta que la camioneta desapareció, tienes la certeza que no lo hará de vuelta. Nunca más te sentarás en el mismo asiento dos veces, podría decir Heráclito si estuviese vivo. O quizás esté exagerando, pero en este país, no sólo es asunto de una camioneta. No. ¿Se imaginan un lugar en donde puedas asesinar a alguien y no pase nada?, se pregunta Don Winslow en El poder del perro. “El derecho de matar, nada más, porque se puede matar”, escribe Diego Osorno. Delinquir porque se puede, porque sí, supone motivaciones, naufragios, sistemas, consecuencias.
Razones que también son datos, abstracciones, personas, nombres. Según un estudio que presume certificarse internacionalmente, en México, sólo en 2014, la “cifra negra” únicamente en delitos de mayor impacto del fuero común, se estima en 33.7 millones. Un órgano desconcentrado de la Secretaría de Gobernación, reconoce poco más de un millón y medio de delitos denunciados del fuero común. 35 millones doscientos mil delitos cometidos en ese año. Imaginando, si un delito equivaliera sólo a una persona, tendríamos doscientos noventa y tres conciertos en el Estadio Azteca. Un estudio académico concluye que de cada cien delitos cometidos, sólo siete se denuncian y de ellos, hay justicia para el .14% de uno.
Curioso que la justicia sea proporcional de una mano a un cuerpo; que sea fragmentaria, descuartizante. En otras palabras, la probabilidad de una sentencia condenatoria (transitar el proceso “x” hasta su última instancia), corresponde a 1.4 de 1000. Tan parecido a ganarse la lotería en medio del infierno. Pero no es la suerte, ni alguna negra fatalidad, en un territorio como el nuestro, la existente probabilidad es la de un Estado criminal. Vertical y horizontalmente. Ningún engaño, el nivel de impunidad debería ser motivo suficiente para que este país no fuese ninguno. Pero lo es, y circulo en una de sus calles, de regreso al MP CUH-2, para intentar levantar una denuncia.
Un estudio académico concluye que de cada cien delitos cometidos, sólo siete se denuncian y de ellos, hay justicia para el .14% de uno.
De alguna manera estás abatido. La ciudad indemne, con la irónica actuación de que a nadie le pasa nada, o la cotidianidad vuelta en sospecha. En la explanada del MP, dos jóvenes descienden de la batea de una patrulla, tres policías los escoltan.
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Hola, ¿se acuerda de mí? Soy el de la camioneta… Híjole, ahoritita acaba de salir la licenciada. No tarda, fue por unas quesadillas aquí afuerita. Espérate cinco minutos. “Afuerita”, los cinco minutos pasaron y el abogado de traje satinado y sus clientes con ojos hundidos y el viene-viene buscando al dueño de un Chevy rojo y un perro olisqueando y una nube en forma de nada y, a todo esto, “la licenciada” con sus quesadillas, sin aparecer. Y cómo iba a hacerlo, “la licenciada” no existió nunca. En esta agencia puro detenido, afirmó el ajustador del seguro tan pronto apareció con un pañuelo sudoroso, seguramente te dijeron los policías que no denunciaras todavía, que te la iban a encontrar. Todas estas horas me dieron vueltas con una coordinación olímpica para que la denuncia la hiciera en otra delegación, en otro día o en otro turno, y así no responsabilizaran a nadie del cuadrante ni el sector en el que desapareció la camioneta.
La averiguación previa
Luego de varias horas después del robo, por fin hago fila en el MP “correcto”. La sala de espera, repleta. Los funcionarios, presuntuosos, casi enojados. Como si le hicieras un favor a estos güeyes, secreteaban dos personas en las sillas de atrás.
Cuéntame, qué pasó, dijo la ministerio público, una mujer perpetuada en la basificación; de esas licenciadas de cuando el título universitario suponía alguna estabilidad y ciertas garantías. No, a nosotros no nos afecta el cambio de procurador ni delegado. Tenemos base. Su oficina pequeña y luminosa. Se escucha Set fire to the rain, de Adele.
Ay, es que el problema es dónde la dejas.
La licenciada (¿o licenciado?) pregunta entre la rutina, la confesión y el chisme: ¿No te diste cuenta tú? ¿Nadie que se haya dado cuenta? ¿Ya hablaste a corralones? Pues a lo mejor si te la robaron. Ay, es que el problema es dónde la dejas. Se roban hasta patrullas; aquí roban hasta a su madre. Católico, ¿no? ¿Creyente? ¿Cristiano? ¿Mamón? ¿Huevón? ¿Trabajador? Y es por lo anterior que en este acto, hago mi formal denuncia por el delito de robo en agravio de… en contra de quien o quienes resulten responsables.
Antes de salir de su oficina, me ofrece la copia certificada del acta de averiguación previa, para que te evites el trámite: solicitar un folio en línea para el pago de los derechos, pagar 62.13 pesos en Tesorería y regresar por ella. Sólo me dejas algo. Te conviene, ironiza.
Medio tiempo: Brújulas y terregales
Algún tiempo después la camioneta debió estar circulando en la ciudad, con otros papeles, otras placas y otro dueño; en la sierra de Guerrero, Oaxaca o Chiapas haciéndola de transporte público; o, simplemente, “deshuesada”.
Ningún árbol hace bosque… a menos que esté incendiado. Y yo entonces, sé ahora, apenas comenzaba uno rabioso e inagotable; aunque esa sea otra historia. El sol hierve el volante. El vehículo da una vuelta a la derecha y se detiene.
Desde el puente peatonal se extiende la infinita sombra traslúcida de cientos de lonas, lazos y estructuras cobrizas. Aunque sea poco decir, se le conoce como el Tianguis de las Torres. Y digo “poco decir” porque en una ciudad atravesada de amenazas selváticas, en donde hay mucha gente que necesita muchas torres eléctricas, también hay llanos de futbol o tianguis que aprovechan los camellones vacíos de la monumental electrificación. Ningún misterio: la ciudad desconoce el vacío. Unas tres hectáreas terregosas y vaporizadas de chácharas, ropa, calzado, comida polvorienta y micheladas. En alguno como estos debió estar la camioneta o, mejor dicho, alguna de sus partes. Con suerte hasta reconozca alguna.
Güero, una camisa, una sudadera. Qué andas buscando. Pásale, sí hay. Qué compras, qué vendes. Pregunta sin compromiso, dicen. Preguntas precios, tallas, modelos, colores; pero nunca procedencia. La respuesta ya la sabes y “lo que se ve no se pregunta, mijo”, diría Juanga. A esta hora ya se notan espacios vacíos, improvisadamente poblados. Las canchas de futbol se hacen visibles, la oxidada portería, las cervezas rotas, un pedazo de balón. Por la imaginaria media cancha una lonita en el suelo, si acaso un pálido paraguas y piezas, filtros de aire, retrovisores, lunas, estéreos. Cositas. Todo lo bueno llega en la mañana, carnal, lo que quieras, cajas de velocidades, rines, asientos, puertas, defensas, presume un vendedor al que no le deja de sonar un radio. Y no miente, a las cinco de la mañana podrías encontrar un avión entero, y a las siete, ni siquiera su rastro.
Ratificación: El búnker, siguiente instancia
Que el MP turne el expediente a la instancia correspondiente para continuar con la averiguación previa es una espera sin tiempo. Lo que debió suponer cinco días hábiles, se convirtió en quince y luego veinte y así hasta casi dos meses después del robo.
El búnker de la PGJ es una peregrinación de un escritorio a otro en medio de “buenos días” que, de uno en uno, se convierten en “buenas tardes”. Cada oficina es un mundo. Una patria que el cielo a cada funcionario un cubículo le dio. Unos, decorados con flores de migajón, en floreros turbios, en cuadros. Otros, con un Cristo crucificado o en plena resurrección, versículos bíblicos. Horrendas esculturitas, animales de foami, calendarios con meses sin actualizar, alguna foto. Licenciadas y secretarias que trabajan un minuto, quitan una grapa, leen una línea, miran al pasillo y descansan muchos minutos más. Un compañero se acerca, platican, miran alrededor, chupan una paleta tricolor y bajan la voz. Ríen. Es la víspera del Grito de la Independencia. Los moños y la serpentina convertida en patria. Los diminutos funcionarios festejan a los héroes que les dieron Estado, oficina y nómina.
El chiste se cuenta solo, la camioneta desapareció en algunos segundos, la investigación arranca meses después.
Por fin aparece el ministerio público y es hora de ratificar. Qué bueno que fue robo estacionado, luego hay cada loco que se pasa de lanza. Una chava se puso a trabajar de taxista para comprar medicinas y unos pinches chavos le metieron una punta en el cuello. Aquí lo ves todos los días. En este edificio se atiende la trata de personas, “delitos sexuales”, secuestro, homicidio, narcomenudeo. El funcionario explica que después de ratificar se da notificación a toda la república para que ya se haga la investigación. El chiste se cuenta solo, la camioneta desapareció en algunos segundos, la investigación arranca meses después. El funcionario copia y pega, pregunta, revisa “documentos comprobatorios”, teclea, borra, dice: yo si tengo mis machotitos, formatos que guarda en un archivo Word de nombre homónimo y pega fragmentos en algún software de la procuraduría.
Pronto se habrá desvanecido la procuraduría, los niños que piden dinero con caras tricolores pintadas, los festejos patrios. Tiempo después, en una calle de mi infancia, le habrán metido dos secos balazos a un hombre en la puerta de su casa. Exceptuando un homicidio, una viuda, unos desplazados: no pasó nada. Lo mismo con la camioneta.