La caída de los muros de agua

Hay roqueros que tocan un día y son buenos. Hay quienes tocan un año y son mejores. Hay quienes tocan muchos años y son muy buenos. Pero hay quienes roquean toda la vida: esos son los imprescindibles.

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Cuando las llantas del avión hicieron fricción con el suelo de La Habana, varias personas aplaudieron y lanzaron hurras. Era como llegar a una fiesta. Contagiado por esa alegría, salí a esperar mi equipaje para atravesar la aduana. Mi entusiasmo se estrelló en una fila interminable para cruzar migración y una hora a la espera de mi equipaje. Posteriormente entendería que en Cuba se hace fila para todo. Para ir al baño, para la CADECA (Casa de Cambio), para coger el taxi, para llamar por teléfono, para comprar unos megas de internet, para entrar a “La Fábrica”, para el cambio de época…siempre hay que esperar.

-“¿Ha visitado África recientemente?

-“No”

-“Mire a la cámara. Mantenga el mentón en esa posición. Bienvenido a Cuba”

En mi maleta cargaba un poco de ropa y una libreta de notas, pero principalmente pequeños regalos que me sugirieron que entregara a la familia cubana que me recibiría: un par de libros, mole artesanal, jabón para la ducha y los trastes, papel de baño y dulces típicos. Pensé que mi equipaje  podría ser revisado y confiscadas mis modestas viandas, pero ninguna valija fue inspeccionada.

“Los jóvenes prefieren el reggeton y la salsa, no el rock. La política no les interesa y por eso no escuchan la música política. Y digo política, no social, porque toda la música es social”
— Alberto, taxista cubano
Para llegar a la casa que me acogería compartí taxi con un mexicano oriundo de Los Cabos, que luego de viajar por el mundo, tomó un trabajo de cocinero en un velero de norteamericanos que habían decidido asistir a un torneo de pesca y regatas en Cuba. Fuimos a dejarlo primero a él, en la Marina Hemingway, suntuoso atracadero de la Habana. Luego de intercambiar nuestros contactos, abordó la reluciente embarcación en que habría de viajar por un par de semanas. Me sorprendió ver un lugar tan privilegiado en la misma ciudad cuyas paredes multiplican consignas de la revolución socialista.

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Al continuar nuestro viaje el taxista puso un disco de los Rolling Stones. Su nombre era Alberto. Le pregunté si era común escuchar rock en su país. “Es algo poco usual”, respondió, masticando cada palabra, mientras me miraba con ojos profundos en el espejo retrovisor. “Sólo hay un sitio para hacerlo: el Submarino Amarillo, en el barrio Vedado, del municipio Plaza de la Revolución. Si quiere, lo llevo después. Aquí le dejo mi tarjeta”.

Luego de una conversación de lugares comunes, Alberto se explaya. “Los jóvenes prefieren el reggeton y la salsa, no el rock. La política no les interesa y por eso no escuchan la música política. Y digo política, no social, porque toda la música es social. También están quienes cantan rap y usan malas palabras y por eso los multan y los meten en cana tres meses, porque dicen ofensas”. Respecto a la visita de Obama y los cambios en la isla, Alberto me dice ya en confianza: “Obama dijo cosas buenas que nadie dice, pero aquí no ha cambiado nada. Mi opinión es que aunque tenemos problemas, son más las cosas buenas que malas. Nos hay niños ni ancianos en la calle pidiendo limosna. Pero queremos desarrollo, que cada quien recoja el fruto de su trabajo”. 

Cuando arribo a mi destino le tiendo la mano para despedirme. Alberto entonces me pregunta si llevo conmigo alguna revista. Niego con la cabeza. “Es que mi hija es muy informada y siempre quiere saber cosas de actualidad, para mirar qué pasa afuera. Cuando acabamos de leer las que conseguimos, se las damos a otras personas”. Le aseguro que en mi próxima visita le llamaré y cargaré con algunas cosas para ella. Alberto sonríe y hace avanzar el vehículo. No sé en que punto del viaje perdí su tarjeta.

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Los rostros de Cuba

Vete pa la picha”, no creo que te digan eso, pero si lo escuchas, dime y paramo al que te insultó.
— Bryan, 16 años

Caminar por La Habana es viajar en el tiempo y asistir a la danza de una belleza que se amotina. La poesía cubana que alguna vez leí con avidez se encarnó en el paisaje: las palmas de Heredia, que convirtiera en el símbolo de la isla, “en las llanuras de mi ardiente patria/ nacen del sol a la sonrisa, y crecen/ y al soplo de las brisas del océano, bajo un cielo purísimo se mecen”, o la oceánica entrega de las olas en sus costas, que decifrada por Lezama, consigna: “la mar violeta añora el nacimiento de los dioses/ ya que nacer es aquí una fiesta innombrable”.  

El dia siguiente a mi llegada conocí a Nelson, un cubano de cuarenta años dedicado a la jardinería. Luego de intercambiar puntos de vista sobre temas diversos, con un aire de confidencia, me habla del concierto: “Oye tu, yo creo que Fidel y los Rolling Stones se parecen en dos cosas. Por una parte, los dos convocan a miles de personas. Por otra, son viejos que llevan muchos años siendo los líderes”. Nelson ríe, gratificado por su agudeza. Le respondo con otra observación que leí en un diario, en ánimo de provocación: “también representan dos formas de rebeldía en las que cada vez menos personas creen, que se trocaron en objetos de nostalgia”. Nelson prefiere callar antes que responder de inmediato. Se queda pensativo.

Luego de un buen rato, me responde: “Fidel fue bueno para una época, aunque los jóvenes ya no lo valoran. Aquí a un niño tu lo ves crecer desde que nace hasta que es un adulto, como una plantita. Eso para mí eso es mejor. Lo demás es relativo. ¿Cuál es la mejor civilización? No hay una que no tenga problemas. En Cuba salvamos a niños que en otros lugares están destinados a morir. Me quedo con eso”. Imitando a Nelson, prefiero callar y no responder de inmediato.

Bryan es un chico de diesciseis años que vive en la casa donde me recibieron. Anda por las avenidas de La Habana con la típica actitud sobrada y serena de los cubanos. “Y tu que bola”, me dice con naturalidad. Como ve que no entiendo muy bien, se dedica la tarde a explicarme los modismos más indispensables: “Lima es camisa. Que buenos palos quiere decir que me agradan tus zapatos. Me piro pa la pista es que me voy de fiesta. Petao, que algo está muy lleno. Vete pa la picha, bueno, no creo que te digan eso, pero si lo escuchas, dime y paramo al que te insultó”.

Aunque está interesado en el concierto, Bryan ya ha visto antes un espectáculo de luces y un evento masivo como el que prometen los Rolling Stones: me muestra con orgullo una foto en su celular donde aparece junto a Diplo, fundador de Major Lazer, agrupación de electro-house que se presentó a inicios de marzo en la isla. “Pude fotografiarme con él gracias a que un amigo, que es hijo de generales, me invitó a un bar el día antes del concierto y Diplo llegó ahí”. Ese amigo de Bryan vive en Siboney, una zona de suntuosas mansiones en La Habana, que actualmente sirve como residencia de diplomáticos, funcionarios de gobierno y militares.


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Foto: Alexandría Sevilla

Bryan me invitó a un recital de “Los Aldeanos”, célebre banda de rap cubano que se opone con sus letras al régimen socialista. Estando yo bastante lejos el sitio en que se presentarían, terminé asistiendo en su lugar a “La Fábrica del Arte Cubano”. Se trata de una enorme estructura fabril que perteneciera a la empresa de aceite “El Cocinero” y que hoy alberga un complejo cultural con cine, cafetería, bar, galerías de arte y salas de concierto. El impresionante proyecto fue concebido por el músico X Alfonso.

En la enorme fila para entrar al lugar, por pura casualidad, conocí a Juan Manuel, un mexicano que reside en la Habana desde hace varios años y que se convirtió el gurú de mi viaje. Él me dice a quemarropa: “Cuba es como el elevador del apartamento en donde vivo. Presionas el número cinco, marca el seis y yo voy al cuatro. Es incoherente, maravillosa”. Juan Manuel está por inaugurar un negocio de tacos en la capital, con el que espera “pegarle” y obtener ganancias cuantiosas. Empero, es un idealista incurable: “He tenido la oportunidad de vivir en seis países, pero amo este lugar. Aquí se vive con pasión, con entrega, y eso es lo que me atrae tanto”. Su entrañable personalidad remite al oximoron: un empresario romántico, el bohemio que pretende enriquecerse, faltaba más, en el socialismo. Su arriesgado plan y su personalidad se ajustan perfectamente al delicioso sesgo del realismo mágico que todo lo gobierna en la isla.

Al entrar en “La Fábrica” me encontré con una exposición de la obra del artista Enrique Rottemberg, que curiosamente, se hallaba allí mismo, acompañado por su esposa y su hija. Aunque me sentí impulsado a buscar concertar una entrevista con él, su obra me impresionó al punto que preferí no molestarlo con preguntas desinformadas y previsibles. Admiré igualmente tener a la mano a un fotógrafo de su calibre. Juan Manuel me explicó: “Es algo normal. No sólo eso: aquí tu puedes ver a estrellas del beisbol correr para alcanzar la guagua”.  

Una jinetera no se considera a sí misma una prostituta, sino una mujer que debe resolver las limitaciones que enfrenta en su hogar.
Esa noche y durante toda mi estancia, una decena de mujeres cubanas me abordaron directamente o me lanzaron alguna frase al vuelo. “Adiós, mexicano lindo”. Juan Manuel me aclara los recovecos de esa práctica, conocida como jineterismo. “Aunque está prohibido y se castiga con ocho años de cárcel, es muy común”. Tanto, que la RAE la ha incorporado en su quinta acepción: “Jinetero. Cuba: realizar negocios ilícitos con extranjeros, con el fin de obtener divisas”. La palabra se remonta a los años ochenta, cuando se utilizaba para referirse a quienes compraban y vendían dólares en las calles, negocio ilegal en aquella época. Con el tiempo, el término se ajustó a los hombres y mujeres comunes que se acuestan con yumas -extranjeros- a cambio de que éstos asuman los gastos de la noche y “les ayuden” con alguna “propina”, que va de los veinte a los cincuenta CUC. Vale decir que una jinetera no se considera a sí misma una prostituta, sino una mujer que debe resolver las limitaciones que enfrenta en su hogar. En un artículo titulado “Confesiones de una Jinetera” encontré la siguiente explicación testimonial: “Deduzco que a casi todas nos gustan los cubanos, somos nacionalistas hasta en la cama, pero en Cuba, los valientes, simpáticos y caballerosos hombres cubanos no llevan fulas (dolares) en sus maltratados bolsillos y los yumas si”.


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Respecto a los cambios en puerta, Juan Manuel considera que el problema no es que de pronto “se llene de McDonald’s la isla”, como muchos piensan. “Eso nunca va a pasar. Lo que La Habana ofrece es una ciudad en que se vive como en los años cincuenta. El problema real es que viene Google a poner Wi-Fi y banda ancha. ¿Sabes el choque cultural que va a significar que las mayorías en Cuba accedan libremente a internet? Ese es el poder de USA, que es mucho más grande que vender hamburguesas”.

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Puede ser que dentro de poco la isla deje de ser una isla, pienso para mis adentros. “Hay vientos de cambio, pero se estrellan con la sierra maestra”, dice Juan Manuel.

Tras una larga velada, regreso a dormir. El taxi al que me subo consigna en su cristal posterior: “Rentar una fantasía”. Cuba se describe a sí misma en esos detalles.

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El concierto

El día del concierto amanece con el calor habitual cercando la isla, pero una brisa benigna pastorea el rebaño de nubes escuálidas que nos sobrevuelan. Por la mañana decidí a visitar la Plaza de la Revolución, sitio emblemático de la Habana. Allí pude observar a decenas de turistas haciéndose la clásica selfie con el célebre relieve escultórico de “El Che Guevara” de fondo. No pude evitar contrariarme por la solemnidad de la plaza, su peso histórico y simbólico, sucumbiendo a la ligereza del turismo para el que se trata sólo de un souvenir.

Luego de comer, me dirigí a la Ciudad Deportiva, sede del evento. Miles de personas ya estaban desplegadas en el pasto de las canchas de béisbol que suele albergar el sitio. Las casas circunvecinas dispusieron sillones y ventiladores en las azoteas para apreciar el espectáculo a la distancia, mientras se inauguraron baños improvisados en sus jardínes frontales, a los que se podía pasar a cambio de una pequeña propina.

En cuanto a los asistentes, lo primero que llamó mi atención fue ver a tantos con camisas de grupos de rock, no sólo de los Rolling Stones, sino también de Metallica, Scorpions, The Ramones y Pink Floyd. Deduzco que fueron los casos de quienes no teniendo una lima de los Stones, buscaron en su armario la prenda más parecida a la idea del acontecimiento. Caminar entre los racimos de gente era atravesar flujos de conversaciones de una babel latinoamericana.

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Como ocurre en un concierto en cualquier lugar del mundo, había una zona de “invitados especiales”, pero que en este caso era bastante grande, al grado de tomar una quinta parte del espacio total. Aunque parezca absurdo de mi parte, pensaba que de alguna manera en un país socialista las cosas serían distintas. Todos iguales, ¿No? Después de investigar, me dijeron que se requerían pases para entrar a esa zona, si bien nadie quería explicarme cómo los consiguieron quienes los tenían. Finalmente, fui a preguntar al grupo de policías que resguardaban la entrada a esa área. “Los repartieron en escuelas y centros de trabajo”, respondieron sin mirarme. Caminando de regreso a mi lugar, me alcanzó un joven cubano y me ofreció su boleto a cambio de treinta CUC, que equivale a unos seiscientos pesos. Respondí que yo no quería el pase para mí, que era periodista y sólo deseaba saber cómo se habían repartido.“Yo no te puedo decir, pero compra”. Le respondí que prefería quedarme donde estaba.

Pasé las siguientes horas platicando con las más diversas personas. Conocí a David, un cubano espabilado y políglota que se desempeña en la ventanilla en un banco. Él me explicó que los organizadores entregaron los pases a una red de amigos e invitados extranjeros, así como a quienes ayudaron a montar el escenario -que terminaron vendiéndolos-. Cuando le pregunté sobre lo que el evento representaba para Cuba, me dijo: “No tengo idea…pero ayuda, porque necesitamos cambios. Es como mi caso, amigo mexicano: yo doy todo y no tengo nada. Hablo cuatro idiomas, trabajo bien, soy puntual, y gano treinta dólares al mes. Con eso, tu sabe, no me alcanza pá ná. Pero también tuve la fortuna de ir a un intercambio en Nueva Zelanda y vi que allá está todo muy ordenado, muy bien, pero la gente no convive, no se saluda, yo no me encontré ahí. Yo quiero quedarme en mi país, y que tengamos una transformación sin que Cuba pierda su espíritu: que sigamos saliendo al Malecón, a tomar ron con los amigos, sacar la guitarra, bailar, disfrutar la vida, que para eso es, chico…”. Acordamos vernos al día siguiente a la hora de la comida, afuera de “El Floridita”, famoso restaurante-bar que fuese el predilecto de Hemingway por su Daiquirí.

Había una zona “de invitados especiales”. Aunque parezca absurdo de mi parte, pensaba que de alguna manera en un país socialista las cosas serían distintas. Todos iguales, ¿No?

Luego de estar con David me encontré con Sandy, un joven doctor que, decepcionado del sistema de vida cubano, decidió dejar de trabajar por la poca plata que pagan, para buscar entradas “diversas” que le dieran mejores ingresos. “En Cuba tenemos la libreta de abastecimiento y vamos cada diez días por nuestra ración, y con lo que te dan no alcanza, tienes que pagar para que te ponga un poquito más de huevo o de arroz y frijol…”. Alegre como es, bromea: “Cuando yo abro el refrigerador, lo veo a él, y él me ve a mí, y no tenemos nada que decirnos…”. Sandy asegura que la economía informal de Cuba es mucho más grande que la formal, lo que le ha dado oportunidad de ganar mejor trabajando por su cuenta, además de que puede hacerlo en los horarios que elige.     

Sandy y su grupo de amigos me invitaron a beber sentados en el pasto. Todos lucían tatuajes, arracadas y paliacates. “No necesitas mucho dinero para pasarla bien. Con 10 pesos cubanos puedes comprar un ron que da la misma nota que el caro”. Ray, su hermano mayor, es muy desenvuelto. Después de charlar amenamente, me confronta: “Oye, pero tu eres muy elegante, como un ingeniero…”, dice entre risas, mientras hace el gesto de acomodarse una corbata invisible. Debo decir que nunca aplicaría esa definición a mi propia indumentaria, pero mi experiencia en Cuba fue vivir la incomodidad del privilegio por el sólo hecho de ser extranjero.

Fotografía: Alexandría Sevilla
Fotografía: Alexandría Sevilla

Ray y Sandy cuentan que estuvieron en la cárcel. En el caso de Ray, purgó ocho años por estar en posesión de un cigarro de marihuana. “Me juzgaron por eso, pero necesitaba crear mi mundo paralelo, porque tu aquí no puedes pararte y decir ¡Esto es una mierda!”. Dice que una vez que “te fichan”, no puedes pedir trabajo, y además, entras constantemente a la cárcel “preventivamente”. Detalla: “Te acusan de estado peligroso. Cuando vino el Papa, por ejemplo, fueron a mi domicilio y me llevaron a la cárcel para que no fuera a hacer algo malo durante su visita, aunque yo me iba a quedar en casa”. Luego de investigar por mi cuenta, supe que esta figura jurídica aparece en el artículo 72 del Código Penal cubano. “Se considera estado peligroso a la especial proclividad en que se halla una persona para cometer delitos, demostrada por la conducta que observa en contradicción manifiesta con las normas de la moral socialista”.

Para Ray la llegada de “el amigo americano” puede ser una oportunidad para cambiar a mejor. “Yo creo que ya no podemos seguir así. Me hice este tatuaje de la bandera de Cuba y USA unidas por el símbolo de la paz. Si lo ve la policía, ¡Adiós! En cana de nuevo. Pero hoy no me importa si lo miran”. Luego aclara que ellos crean sus propios diseños y se tatúan con tinta común, usando cinco agujas para que penetre el color a la piel. “Pero duele menos que con la maquinita”.  

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Antes de que los Rolling Stones se apoderaran de La Habana, asistí también a la experiencia de algunos visitantes extranjeros. Recuerdo a un grupo de argentinos que no paraba de corear cánticos como en un estadio, y que me dijeron: “Che, hoy vamos a brincar tanto que vamos a hundir la isla”. También aquella joven estudiante de São Paulo, Larissa, que cada tres frases repetía “Não vai ter golpe” -la consigna anti-impeachment en Brasil- mientras agitaba una bandera verdeamarelha. La flotilla mexicana, que por estar compartiendo tequila con todo el mundo, se olvidaba de sostener una manta donde presumían la “amistad histórica” de los “pueblos hermanos” de Cuba y México. Un grupo de rusas que inflaron varios condones, adornándolos con besos de labial rojo, para luego lanzarlos por encima de nuestras cabezas. Aquel dominicano dicharachero que resumió la experiencia común: “había que venir a ser parte de la historia”.

Cuando sonó el primer acorde de Keith Richards, el ambiente se cimbró. Todo mudó a gritos de alegría. Las personas a mi alrededor hacían saltos frenéticos, selfies y no paraban de entrechocar sus palmas. Lo que más me conmovió fue ver los abrazos profundos que se daban, como si no se hubiera visto en años. Será que estaban reconociéndose en la realización de un sueño largamente acariciado.

El concierto fue de menos a más, gracias a que Mick Jagger brincaba como colegial y dirigía mensajes en español a la concurrencia, que estallaba en aplausos. “Gracias Cuba, por toda la música que le has regalado al mundo”. Los gritos desbordaban las gargantas. Entre la algarabía dominante, algunos extranjeros se indignaron porque un grupo de chicos cubanos hacía sonar una vuvuzela de plástico como contrapunto a la guitarra de Richards. Quienes sólo vinieron a ver al grupo de rock no lograron entender que los Rolling Stones son un genial pretexto para experimentar el verdadero espectáculo: la celebración del corazón cubano y su entrega absoluta a una esperanza sin rostro.

No pude dejar de notar que las mujeres cubanas bailaban intuitivamente, tomando la delantera a los cubanos, que se contuvieron un poco ante el umbral de un territorio virgen. Parecían preguntarse: “¿Cómo se debe bailar el rock?” Ellas lo hacían estéticamente, un poco como si fuera salsa, pero siguiendo el compás con un ritmo increíble, moviendo cada músculo de su cuerpo. Yo pensé en Joe Cocker, Ian Curtis, Morrisey, Thom Yorke…bailar en un concierto de rock es en última instancia liberación, descarga. No hay una forma correcta. Se trata de decir con el cuerpo lo que se ha tenido que callar en las repúblicas el lenguaje.  

Hacia el final del concierto, “(I Can’t Get No) Satisfaction” volvió a ser la cima del rock. Son tres notas, sólo tres, y los Rolling Stones hacen temblar la tierra y asaltan el cielo. Quizá sea el soundtrack del deshielo.

Cuando el recital concluyó, muchas personas permanecieron en donde estaban. Luego, las luces se encendieron, y poco a poco el medio millón de almas que asistió al evento se fue retirando. Entonces pude ver los ojos de un cubano a mi lado que hizo tremenda bulla durante todo el concierto. Estaban radiantes. Parecían decir: “¿Cuando habíamos podido gritar con todas nuestras fuerzas?”.

Al igual que miles de personas, esa noche caminé por horas para volver a la casa donde me hospedaron, pues el transporte disponible alcanzó para muy pocos. Una pregunta zumbaba en mi cabeza: ¿Qué sigue? El taxista que me llevó al aeropuerto de la Habana para tomar mi vuelo de regreso a México me dio una clave: “Fueron muchos años de espera, aguardando a que Cuba saliera al mundo. Esto marca una pauta. Antes del intercambio económico, necesitamos un intercambio cultural”.

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Fotografía: Alexandría Sevilla

Quizá todo se va a terminar un día. La propia vida, las naciones que creímos perennes, el planeta mismo. Sabemos que pasará, pero ignoramos cuando. En el caso del concierto ocurrió justo lo opuesto: sabíamos cuando pasaría, pero no lo que sobrevendría. Mi experiencia fue asistir a una posibilidad abierta y sentir el vértigo de la bifurcación de la historia.

La isla me dejó un sabor a tensión que no se resuelve. Dialéctica sin superación, ola que no rompe. Ofrece dos realidades: calor sofocante en la acera y aire acondicionado adentro de los paladares, zona oriental y occidental, dos monedas en circulación, dos economías que se contraponen, estrellas de beisbol en la guagua, artistas internacionales al alcance de un buenas noches. Tengo la impresión de que esta calma aparente, este cambio que no llega, es tan solo la traicionera apacibilidad que se experimenta en el ojo de un huracán.

La visita de Obama plantea una pregunta tajante. ¿Cuba fracasó? No lo creo. Cuba sobrevivió. La isla se asemeja a aquel edificio achacoso en la avenida Bélgica de la Habana Vieja: siempre parece que está a punto de caer y no caerá nunca. Sin embargo, los muros de agua que la atrincheraban ya fueron demolidos, un viernes santo, por una legendaria banda de rock.

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CRÉDITOS

Crónica e idea original: César Alan Ruiz Galicia
Ilustración original: Jonathan Gil
Diseño Web: Francisco Trejo
Fotografías: Alexandría Sevilla
Audio: Daniel Nájera

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