La contradicción como fuerza creadora
Todas las personas estamos esclavizadas. Nos encontramos sometidos por lo menos mediante dos programaciones; la biológica y la cultural. La primera se trata de un código presente en nuestro material genético, una secuencia muy particular que contiene las instrucciones para nuestro desarrollo orgánico, que por cierto está íntimamente ligado al entorno donde se desarrolla, y el segundo programa es una serie de instrucciones que obtenemos mediante el cuidado parental; el sistema educativo, la industria cultural de los medios masivos y miles de relatos que van definiendo nuestros deseos, haciéndolos pasar por necesidades. Ambos programas interactúan y se fortalecen entre sí, generando en muchas ocasiones una auténtica prisión para el individuo.
Si bien esto es una descripción simple, que evaluando desde los matices abre aristas de mayor complejidad, conviene mirarlo así reducido para reconocer que lo que llamamos “Libertad” es en realidad nuestra capacidad de reconocer esos programas, conocer sus códigos y modificarlos, manteniendo lo que nos nutre y desechando lo que nos aplasta. Tarea nada fácil si se considera que una de las condiciones más efectivas de la prisión biológico-cultural es la de ocultarse en forma de ideología.
La ideología aprisiona y puede ser tan grande el espacio de confinamiento que construye, que impide hasta a los más analíticos reconocer los límites del encierro. Hoy no hay prisión más grande que la ideología capitalista de lógica patriarcal (para entender la forma en la que dicha ideología se consolidó recomiendo ampliamente el libro “El pensamiento secuestrado” de Susan George). El programa funciona de manera inconsciente (como todo programa) y en este caso se manifiesta en múltiples actitudes personales generalizadas (consumo, violencia, egoísmo, odio, acumulación, misoginia, etc.) y se traduce en problemas de orden social y ambiental (ecocidios, desigualdad social, corrupción, feminicidios, guerras, etc.) y es normal que ante escenarios tan atroces como los que vivimos en últimos tiempos, sintamos la necesidad de liberarnos de esa carga.
El proceso de liberación sin duda es difícil porque es ahí donde la contradicción aparece permanentemente y la mayor parte de las veces es una pesada carga para nuestros seres. En particular desde espacios donde confluyen cosmovisiones dispares, muchas veces irreconciliables, nos debatimos entre lo que algunos llaman el “Ser” y el “Deber Ser”. La contradicción se encuentra entre esas dos definiciones que también se nos diluyen y que aquellas personas con un amplio trabajo introspectivo van desentramando y reconociendo para ejercer libremente sus acciones. Un ejemplo del que difícilmente nos podemos escapar en estos tiempos es la contradicción que se gesta al reconocer el complejo entramado de la producción capitalista y validarlo de manera constante en las mismas lógicas de consumo. O el de aquellas personas que han reconocido la pesada carga de la educación institucional y que al no tener otras alternativas lo validan matriculando a sus hijos o incluso siendo parte activa de él.
Y es que quizá lo más trágico es que el sistema dominante es tan amplio y está tan difundido que difícilmente se puede lograr una emancipación absoluta y hasta en los cambios más radicales encontraremos validaciones a ese sistema; un ejemplo que me parece muy adecuado para ilustrar este punto es el veganismo que por una admirable compasión hacia otros seres vivos y una extraordinaria fuerza de voluntad, se logra cambiar absolutamente un sistema de alimentación, sin poder resolver la explotación laboral (muchas veces infantil) del sistema de producción alimentario.
A pesar de esta contradicción, lo cierto es que el estilo de vida de la persona vegana nos confronta con nuestras propias debilidades y desde ese punto suceden varios fenómenos. Uno es el de aquellas personas que incapaces de seguir el ejemplo magnifican la contradicción antes señalada para validar su propia debilidad (el extremo es la popularización del pseudoargumento que confronta al vegano, diciéndole que en todo caso debería comer piedras porque las plantas también sienten y que en el afán de afianzar ese absurdo se lanzan a buscar la información científica que hable de la taxia vegetal) y por el otro lado llegamos a una conclusión simple pero difícil de aceptar; la contradicción es permanente.
No podría ser de otra forma en un mundo que se desangra por aceptar el paradigma del desarrollo mientras se consume rápidamente. Un mundo donde se impone la visión rígida de los neoliberales conservadores, pero que en lo concreto manifiesta millones de visiones y una riqueza de pensamientos que forman un maravilloso entramado multicultural. Es en este sentido que la contradicción se debe tomar como una saludable señal, porque reconocerla implica la ruptura de la burbuja del pensamiento racional, del reduccionismo occidental que se ha levantado históricamente como la autoridad simbólica del conocimiento humano. La contradicción es un llamado corporal, una emergencia del Ser, una manifestación de hacer consciente lo inconsciente.
Es cierto que la contradicción incomoda, debe hacerlo, pero esa incomodidad puede ser positiva. Por lo general, asumimos esa contradicción como un peso, una derrota, sin darnos cuenta que en realidad es el principio de la emancipación porque el solo hecho de reconocerla es una sabiduría interna, muchas veces de orden corporal más que intelectual. La contradicción en lugar de dejarnos inoperantes, debería movilizarnos, porque nos da luz y nos empuja hacia otras latitudes (vale la pena mirar la visión ‘Cheje’ del los pueblos Aymaras, como ejemplo de resignificación de la contradicción).
Es cierto que sin referencias difícilmente se puede caminar, pero la exploración hacia otros pensamientos, hacia otras fuentes de conocimiento (es decir hacia otras ciencias que no sean las reduccionistas) nos pueden ayudar a resolver las dificultades que enfrentamos al caminar y crear otros mundos. Superar la cárcel de la ideología implica practicar, accionar el pensamiento genera un choque natural que los intelectuales difícilmente comprenden. Y es en esa práctica que se puede resolver una contradicción terrible y esperanzadora, la de reconocer que quizá no haya más tiempo para el mundo pero siempre lo hay para conectar con lo esencial.
Texto: Jesús Vergara | Imagen: Pável Uliánov (tomada en red)