Sobre la Cultura de la Victimización y quién sufre más en los espacios universitarios
La queja es el principio de todo. Supone unir autonomía y dignidad para decir “no merezco esto”.
De las quejas han surgido los movimientos sociales más importantes en la historia. Recordemos el #MeToo, que en México alcanzó su punto más álgido en 2019. Más que testimonios aislados, se construyó un movimiento que cambió, al menos a mis ojos, cómo se entendían los abusos y las agresiones. El sistema patriarcal se tambaleó, gracias a las mujeres que tuvieron el coraje de contar sus historias, pero también a las mujeres y las personas que escucharon y se sumaron.
La queja no es el momento cúlmine de un movimiento, sino el principio. Sospecho que estamos entrando en una cultura en la que la queja empieza y termina cualquier lucha social. En vez de servir para dialogar y expandir las nociones de quién la escucha, sirve como una declaración inamovible que no admite diferencias ni dudas. En vez de formar un efecto de bola de nieve, divide aún más las corrientes ideológicas.
Para poner un ejemplo: comentar en todas las fotos de disfraces de Halloween “eso es muy problemático” y responder “no voy a hacer el trabajo de educarte” cuando te preguntan por qué. Me gustaría pensar que, si realmente nos consideramos agentes de cambio, preferimos explicarnos antes que excluir a cualquiera que no entienda nuestro razonamiento.
Tal vez soy muy optimista, pero pienso que la gente en general quiere ser buena. Nadie nace progresista y de izquierda; ese pensamiento se va formando gracias a quienes se tomaron el tiempo de enseñarnos, mismo tiempo que nosotros consideramos denigrante tomar.
Es cierto que tampoco es nuestro trabajo convencer a nadie de nuestras creencias, pero creo que los debates y las conversaciones son más necesarias que nunca. En mi opinión, la principal causa de la polarización actual no radica en la acumulación de personas en los extremos, sino en la incapacidad de esos extremos para sentarse a hablar de vez en cuando. Cuando te rodeas exclusivamente de personas que piensan igual que tú, es más fácil molestarte ante cualquier disenso.
Quizá no nos queramos sentar con nuestros opositores ideológicos, pero ¿qué pasa con nuestros abuelos, nuestros padres, la clase baja que tanto defendemos? ¿Tampoco nos sentaremos con ellos si no están de acuerdo?
En este artículo me propongo hablar de la cultura de la victimización, que es distinto de hablar de las víctimas. Mis críticas están exclusivamente dirigidas al sistema de creencias que parte del supuesto de que entre más has sufrido, más valioso eres y más escuchado serás. Y que se basa en la hipersensibilidad y la intolerancia hacia los demás. Me centraré exclusivamente en las quejas de microagresiones, es decir, burlas o comentarios que consciente o inconscientemente resultan ofensivos.
Me queda claro que estoy inserta en esta cultura, ya que el simple hecho de escribir este texto me da ansiedad. Pero creo que, sin descalificar o minimizar las experiencias, podemos analizar los discursos que son nocivos para los círculos universitarios y, últimamente, para las víctimas.
¿Siempre hemos sido víctimas?
Bradley Campbell habla en su artículo The Rise of Victimhood Culture sobre el estatus y la popularidad que ganan las personas al presentarse como víctimas. Este artículo surge del estudio de comportamientos de estudiantes situados en universidades estadounidenses, ambientes en los que se incentiva a publicar quejas. Esto provoca una especie de competencia sobre quién le va peor, y orilla a la gente privilegiada a esconder o negar su privilegio. Campbell argumenta que esta cultura se basa en la hipersensibilidad y en el reconocimiento de microagresiones en dinámicas no necesariamente violentas.
Lo que trae de beneficios es el apoyo no sólo de círculos cercanos, sino también de activistas o artistas, el derecho de hablar y ser escuchado, y una especie de inmunidad moral (nadie quiere contradecir a una víctima). En cambio, las personas que no hablan públicamente de su sufrimiento o desventuras no acceden a esa atención. Para decirlo de manera más clara: el reconocimiento se sustenta en el sufrimiento y no en los méritos.
Esta cultura surge de un problema real: la urgencia de diseñar políticas públicas que ofrezcan una respuesta que satisfaga a las víctimas de un delito, como afirma el académico Felipe Curcó Cobos. El Estado falla en responder y castigar las agresiones, entonces la sociedad implementa su propia justicia expedita y suplementaria. En opinión de este escritor, la victimización comparte características con la infantilización: los niños acusan a sus compañeros con los maestros a falta de un sistema normativo que los proteja. Esta dinámica promueve la falta de responsabilidad y la solicitud de ayuda a una tercera parte para resolver problemas que no son capaces de enfrentar por sí mismos.
Su texto es controversial y polémico porque, claro, hay víctimas en los espacios universitarios, y el progresismo como ideología ha aportado en gran medida a la deconstrucción de muchos discursos nocivos. Sin embargo, es importante recalcar que lo que intentan descalificar estos autores no es la condición de las víctimas en sí, sino el rol. Felipe Curcó Cobos afirma que el rol de la víctima: 1) se trata de una actitud voluntaria; 2) emerge de una matriz cultural que alienta a las personas a quejarse sobre cualquier acción que les cause displacer.
Este doctor en Filosofía Política habla de que la víctima surge de un hecho; la victimización, de una actitud.
La cultura de victimización impone un clima en el que los estudiantes se muestran cada vez más hostiles hacia cualquier persona que consideren su opositor ideológico, lo cual causa ansiedad y estrés en los ambientes educativos.
Campbell habla de que, por mucho tiempo, las sociedades occidentales se rigieron por la cultura del honor: un hombre consideraba su honor y el de su familia su mayor fuente de estatus, y por lo tanto, cuando alguien lo ofendía, se enfrentaba en duelo. En esta cultura, la valentía era un valor central, y convertirse en una víctima era considerado humillante. El honor era una condición que se ganaba mediante la defensa.
En los siglos XVIII y XIX, muchas sociedades —también las occidentales— migraron a la Cultura de la Dignidad, más contemporánea. Este nuevo código moral establece que, por el simple hecho de ser humano, tienes acceso a ciertos derechos y garantías, que no son negociables. En esta cultura prevalece una fuerte confianza en el marco legal, el diálogo y el cumplimiento de los derechos. También se considera que alterarse por ofensas menores es indigno o poco maduro. El movimiento civil en Estados Unidos, por ejemplo, nace de este tipo de cultura. Los afroamericanos, más que presentarse como víctimas, se presentaban como agentes sociales excluidos de una vida digna. En ese sentido, se movilizaron para obtener los derechos que sabían que merecían.
Como lo expliqué anteriormente, la cultura de la victimización sucede cuando las personas que se presentan como víctimas obtienen más beneficios que aquellos que no.
“No es tan difícil de entender por qué sucedería. Los esfuerzos por luchar contra la opresión y deshacerse de ella implican otorgar un tipo de estatus a aquellos que ves como víctimas. Y eso es lo que llamamos cultura de la victimización, porque la victimización se convierte en una especie de estatus. Esto no ocurre en sociedades tradicionales donde las personas quieren ser vistas como fuertes, capaces, ricas y favorecidas. Si confiere un beneficio en algunos entornos sociales ser etiquetado como víctima de opresión, entonces también es probable que las personas intenten presentarse como tales, tratando de hacer afirmaciones exitosas de que han sido oprimidas de alguna manera”, dice Bradley Campbell.
En las sociedades occidentales en las que la igualdad se ha sostenido como un valor esencial, es donde más cultura de victimización hay. Las redes sociales, como medio de comunicación para obtener apoyo de una tercera parte, son un factor decisivo en la socialización de las quejas y los testimonios.
Reconocerse como víctima tiene efectos positivos, como por ejemplo romper con el aislamiento, compartir historias con personas que han pasado por una situación similar e incluso organizar la acción colectiva.
Sin embargo, algunas personas usan la condición de víctima como una especie de blindaje para rehusar responsabilidad y evitar toda autocrítica. Por poner un ejemplo: Israel. Muchos de los simpatizantes israelíes justifican el genocidio que llevan a cabo en Palestina con la memoria del Holocausto. En su retórica, cualquiera que critique sus campañas militares es antisemita. En una cultura en la que las víctimas concentran el mayor estatus, los victimarios siempre se presentarán como dolientes.
Volviendo a Campbell, él habla del fenómeno de victimización específicamente en las universidades de Estados Unidos. Concluye que esta cultura deviene de la burocracia institucional que alienta a los alumnos a denunciar cualquier inconveniente. Si bien esa burocracia tiene la función de resolver quejas y denuncias de acoso o abuso, muchas veces es utilizada para reportar microagresiones definidas como bromas o comentarios que son ofensivos. Campbell se centra solo en las microagresiones, por ejemplo, en alumnos que se quejan cuando los maestros los corrigen, o que les hablan en un tono que no es tan condescendiente.
En mi tiempo en la universidad, lo vi cientos de veces. Cómo la rueda de la burocracia empezaba a girar por comentarios —sin duda desafortunados— de maestros usualmente ya mayores, que terminaron por retirarse. No digo que debamos hacer oídos sordos a comentarios ofensivos; lo que digo es que deberíamos usar nuestro derecho y capacidad de decir “no estoy de acuerdo”.
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Cada vez que nos encontramos con alguien que no piensa lo mismo que nosotros, hay una oportunidad para probar nuestra inteligencia y nuestras creencias. Hace unos meses, en un salón de clases, un compañero opinó que los derechos humanos no deberían existir. No recibió ni un solo argumento coherente y razonable por parte del grupo que estaba en desacuerdo. El compañero estaba defendiendo lo indefendible, y sin embargo, me pareció que ganó el debate. Más allá de las descalificaciones y los enojos, nadie pudo argumentar por qué sí deberían existir.
Entiendo que muchos se rehusen a educar a los demás por la carga emocional que conlleva. Específicamente si la discusión gira alrededor de algo tan intrínsecamente propio, que más que constituir un debate, constituye una defensa. Sin embargo, en los espacios universitarios, en los que se goza de cierto control y posiblemente de una estructura que castiga la agresión, es importante discutir. En mi experiencia, nunca he entendido tan bien lo que creo como cuando alguien lo pone a prueba.
Además: “¿Qué aprenden exactamente los universitarios cuando pasan cuatro años en una comunidad que, de muchas maneras, transmite la sensación de que las palabras pueden ser formas de violencia que requieren un control estricto por parte de las autoridades, de las que se espera que permanentemente actúen como sensores y fiscales?” reflexionan los académicos Lukianoff y Haidt, citados por Felipe Curcó.
Fuera de la cultura policíaca que promueve un estado de alerta no solo del comportamiento de los demás, sino del propio, lo que produce la victimización es a profesionales que, una vez graduados, se enfrentarán con un mundo laboral mucho más despiadado y con las herramientas básicas de defensa, resolución de conflictos y autonomía completamente atrofiadas. Me parece un poco extraño educar a los jóvenes para que sigan una línea ideológica impoluta que no permite equivocaciones ni disenso, en un mundo en el que Trump es presidente, y muchos otros personajes también. ¿No nos estamos blindando aún más en nuestra burbuja social de izquierda progresista? Eternamente sorprendidos de los giros políticos en el mundo.
Y fuera del ambiente universitario, educar a la gente para que, en vez de dialogar y resolver conflictos, recurra a la manipulación emocional y al castigo social, puede afectar las amistades y las relaciones de pareja de los propios estudiantes.
¿Qué efectos tiene la cultura de la victimización?
El problema de la victimización es que impulsa a que las personas no superen su condición de víctimas, ya que en esa condición obtienen la mayor cantidad de beneficios posibles. En ese sentido, es perjudicial incluso para las personas que han sufrido un atentado en su contra. Y muy benéfico para aquellos que, en su narcisismo, se aprovechan de todos los privilegios que gozan al presentarse como tal.
Las redes sociales han permitido que se democratice la información, que todos y todas obtengamos una voz, lo cual es muy positivo. Pero también han logrado que las agresiones y la hostilidad sean más comunes en nuestras interacciones.
Con este texto no estoy recetando tolerancia, ni mucho menos. Hay personas que no quieren más que descalificar y humillar, con las cuales no vale la pena hablar. Lo que quiero decir con este texto es que muchas veces pasamos por alto dos cosas: 1) la importancia de explicar por qué creemos lo que creemos —con la esperanza de que alguien que no esté enterado de lo que hablamos se muestre de acuerdo con nosotros—, y 2) la capacidad de trascendencia que todos tenemos como seres humanos: de seguir aprendiendo, de cambiar de opinión. A lo que estoy invitando es a discutir más, a salirnos de nuestros propios grupos ideológicos para entender cómo funcionan otros.
No hay nada malo en llamar la atención de alguien que hace un comentario sesgado, privilegiado o ofensivo. Pero al hacérselo saber, no es necesario adoptar una actitud de víctima, ni tampoco acusar al remitente de victimario. Eso sería muy limitante para las dos partes.