Bolivia, un castillo de naipes

Con la renuncia de Evo Morales se cierra no sólo un período en la historia de Bolivia, sino un ciclo en Sudamérica. El mandatario boliviano era el único que quedaba en pie del grupo que en la década pasada conformó un bloque regional a partir de la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR), con sede en la ciudad ecuatoriana de Guayaquil, y que impulsaba, al mismo tiempo, una política externa de rechazo de la influencia estadounidense, alineándose con Rusia y China a nivel geopolítico, y con Cuba a nivel regional, y una política interna basada en la ampliación de derechos de los sectores populares y una mayor intervención del Estado en la economía, en contraposición a los programas neoliberales aplicados en la década de los noventa. 

Con excepción de Uruguay, en todos los otros países que integraban el grupo original (Argentina, Brasil, Paraguay, Venezuela, Ecuador) se produjeron cambios de gobierno, ya sea mediante via electoral o mediante golpes parlamentarios, que deterioraron el nivel de vida de la población y retrocedieron en los logros alcanzados. En ese panorama, Evo se mantenía como un referente, casi como un reducto que resistía a los avances de la derecha en los países vecinos (Horacio Cartés en Paraguay en 2013, Mauricio Macri en Argentina en 2015, Sebastián Piñera en Chile en 2010 y 2018, Jair Bolsonaro en Brasil a principios de este año), al mismo tiempo que ostentaba, a la par de un crecimiento económico sostenido, importantes avances en áreas de salud, educación y trabajo, con la reducción de la desnutrición y la mortalidad infantil , el analfabetismo y la desocupación, e hitos como la nacionalización de los recursos naturales, que convierte al Estado en accionista mayoritario de cualquier empresa que quiera explotarlos. 

La actual crisis en Bolivia volvió a demostrar dos características endémicas en Latinoamérica: la vocación antidemocrática de la derecha y el mesianismo de la izquierda. Sin negar los logros realizados por Morales, el presidente boliviano empezó a minar su capital político hace tres años, cuando convocó a un referendum para habilitar una segunda reelección consecutiva (la Constitución vigente, sancionada durante su segundo mandato, sólo permite una). Pese a un ajustado resultado negativo, la justicia electoral derogó cinco artículos de la ley electoral bajo el argumento de que eran inconstitucionales, permitiendo de esta forma que el mandatario se presente para un cuarto período consecutivo. El día de las elecciones, la suspensión del conteo durante veinticuatro horas, cuando ya se llevaba el 85% escrutado y todo indicaba una segunda vuelta entre Morales y el opositor y ex presidente Juan Carlos Mesa, al cabo de las cuales se retomó con una diferencia que le daba la victoria al primero, terminó de dilapidar uno de los procesos de crecimiento más extraordinarios que se hayan visto en la región, en un país históricamente pobre, vejado y sometido por los países vecinos (Bolivia perdió la salida al mar a manos de Chile, en 1904) y por su propias clases privilegiadas, en un país con una mayoría indígena y una minoría blanca que gobernó durante toda su historia hasta la asunción de Evo Morales en 2006. 

La incapacidad o la falta de voluntad de designar un sucesor ha sido siempre un problema para los líderes latinoamericanos. Desde Isabel Perón a Nicolás Maduro y Lenin Moreno, huelgan los ejemplos. No han sido pocos los que en estos días mencionaron a posibles figuras que Evo hubiera podido utilizar como recambio, ya que, a diferencia de Chavez, Correa o Cristina Kirchner, él sí contaba con personas capaces de continuar la obra de gobierno. Tal vez por el temor a las experiencias de Venezuela y Ecuador, decidió presentarse de todas formas, dándole a la oposición más reaccionaria el mejor argumento para lanzarse en una campaña en su contra, recurriendo al argumento de que buscaba eternizarse en el poder. La suspensión del conteo (dolorosamente parecida a la “caída del sistema” que llevó a Carlos Salinas de Gortari a la presidencia hace treinta y un años) percipitó los acontecimientos. Es imposible saber si Evo es consciente de lo que puso en peligro desde el momento en que decidió ir en contra del referendum y de su propia Constitución. Tal vez confiaba en una victoria holgada (esta vez ganó con un margen mucho más ajustado que en las dos elecciones pasadas), o que, de haber problemas, tendría el respaldo de las Fuerzas Armadas y de seguridad. Ambas le fallaron, y ahora López Obrador le concedió el asilo político en México. 

El futuro de Bolivia, por lo pronto, es oscuro, y es muy probable que los avances logrados en estos trece años estén en peligro de perderse. Fernando Camacho, empresario católico y quien parece emerger como líder del golpe, ya hizo una simbólica entrada en el Palacio de Gobierno, donde dejó una Biblia sobre la bandera boliviana, al mismo tiempo que retiraron y quemaron la whipala, la bandera de los pueblos originarios. Después de aconsejarle a Evo la renuncia para evitar un baño de sangre, las Fuerzas Armadas anunciaron que saldrán a reestablecer el orden, en medio de informes de saqueos, quema de casas y actos vandálicos.

  Lejos están estas reflexiones de señalar a Evo como único responsable de su propia caída. Es probable que la derecha hubiera intentado un levantamiento similar aun si el candidato oficialista hubiese sido otro y hubiese ganado, con o sin fraude. Pero en un momento en el que las luchas de poder  en las naciones latinoamericanas se encuentran en un punto de tensión, entre modelos que defienden la soberanía política y la justicia social, y modelos que buscan volver al neoliberalismo, apoyados por los sectores privilegiados, es fundamental tomar nota de cada episodio y aprender de cada error, a través de un necesario ejercicio de autocrítica. Sólo así, sabiendo ver los elementos internos que resultan funcionales a los ataques externos y trabajando para corregirlos, se podrán consolidar proyectos políticos perdurables, de bases fuertes, que no puedan ser destruidos en unos meses. Hasta que no se entienda eso, cualquier proyecto nacional y popular, incluso uno tan estable y duradero como el de Bolivia, estará condenado a ser un endeble castillo de naipes.

 

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