La banalidad del odio

Una radiografía de las elecciones en EE.UU.

El próximo 8 de noviembre asistiremos a la conclusión del que es, tal vez, el proceso electoral más importante para el mundo: el estadounidense. Y a escasos días de la jornada electoral decisiva, me parece una buena oportunidad preguntarse cuáles son las implicaciones que este proceso traerá consigo para Estados Unidos, México y el resto del globo.

Como proceso electoral en sí mismo, existen distintos grados de análisis que vale la pena realizar para dar respuesta a la cuestión planteada. Por ejemplo, contrastar los distintos programas electorales de los candidatos, el papel que jugará el Colegio Electoral en esta elección o el rol determinante de la diversidad social y cultural que compone a los Estados Unidos.

Pero hay también otro grado de análisis del proceso electoral estadounidense y es ahí donde quiero insertar esta reflexión. Detrás de este proceso, me parece, se encuentra un punto de inflexión: la elección (o no) de un proyecto que trae consigo un discurso de odio que llevado a sus límites atenta contra valores y principios que rigen a los estados que se hacen llamar democráticos.

El discurso de odio utilizado por el candidato republicano, Donald Trump, es similar al discurso que han utilizado prácticamente todos los partidos de ultra derecha en Europa con el que han ganado, en los últimos años, espacios políticos relevantes. El caso más ejemplar, como bien ha mencionado Vicenç Navarro, es el francés con Marine Le Pen, presidenta del Frente Nacional, “que tiene puntos en común con el nazismo y el fascismo”, dos ideologías que desencadenaron episodios históricamente violentos en los que se atentó contra la dignidad humana y se terminó con la vida de millones de personas.

La proliferación que este discurso tiene alrededor del mundo es preocupante por una cuestión fundamental: el odio es una falsa salida al laberinto que constituyen los problemas a los que se enfrentan las democracias actuales.

Lamentablemente, los daños que ocasiona este tipo de discurso, que en algunos casos puede convertirse en política de odio como la de Benito Mussolini o la de Francisco Franco contra los catalanes y vascos, son inmediatos porque categorizan a la persona como un individuo no deseado, un individuo culpable al que casi siempre se le desconocen derechos elementales que lo ponen en una situación de constante vulnerabilidad frente a los otros (deseados y, por supuesto, no-culpables y no igualmente vulnerables).

Esta situación de vulnerabilidad se puede ver reflejada de muchas formas. Menciono dos que me parecen básicas: agresiones físicas y psicológicas. Basta mencionar, por ejemplo, el caso inglés que, tan solo un mes después del referéndum (un proceso que tocó temas como la inmigración), registró 6,293 denuncias por delitos de odio, es decir, un aumento del 57% del promedio que se tenía . Además, es importante mencionar que en Estados Unidos se cometen alrededor de 260,000 delitos de odio al año .

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A propósito de esto, traigo a colación una de las reflexiones más profundas que, a mi parecer, hizo la filósofa Hannah Arendt durante el juicio al nazi Adolf Eichmann por los crímenes de odio: los más grandes males pueden ser cometidos por cualquiera y no es necesario tener corazones crueles o ser demonios implacables, basta con que un individuo renuncie a su capacidad de ser persona; que renuncie a su capacidad de pensar.

Valga pues este concepto para adaptarlo a nuestro contexto y que está ligado con esa idea que acecha silenciosamente a nuestras democracias. Nos enfrentamos a la banalidad del odio, la fácil y falsa salida de señalar al otro como problema y solución frente a la incapacidad de hacerle frente a los retos que enfrentamos.

Sí, también debemos decirlo con todas sus letras: los países democráticos han sido incapaces, por decir lo menos, de resolver los acertijos que representan el fenómeno migratorio y el actual sistema económico que beneficia a muy pocos a costa de muchos (esto, en gran medida, por la poca o pésima forma de intervención del Estado). Pareciera, pues, como alguna vez mencionó Michelangelo Bovero, “el tiempo de los derechos y de la democracia se encuentra en su ocaso… no obstante, nos resistimos a dejar de creer en los principios que hasta ahora hemos creído y aún seguimos creyendo: es necesario superar la debilidad y la fragilidad, no abandonar los derechos y la democracia”.

Y es, justamente ahí, donde está nuestro punto de partida: lejos de sobajar y culpar al otro como persona, debemos aferrarnos a nuestra capacidad de pensar para cuestionarnos las democracias que estamos construyendo y la historia que estamos haciendo.

Jesús Vázquez. Mtro. en Democracias Actuales: Nacionalismo, Federalismo y Multiculturalidad por la Universitat Pompeu Fabra.

Tw/ @jesusvazquer

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1 comentario

  1. Josué Rivera
    04/11/2016 at 13:36 — Responder

    Buen articulo, muy buena la frase: el odio es una falsa salida al laberinto que constituyen los problemas a los que se enfrentan las democracias actuales.

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