Amor y Revolución en Flaubert
Durante las jornadas revolucionarias de 1848 en París, Frédéric Moreau, el protagonista de L’Éducation sentimentale, novela escrita por Gustave Flaubert y favorita de Woody Allen, decide salir de la ciudad e irse a pasear a los bosques cercanos con Rosanette, la Maréchale, la mujer que sólo se dedica a los amantes, las fiestas y las posesiones; rasgos, por lo demás, que Frédéric podría aceptar como los que lo describen a él mismo. El joven que en algún momento quiso ser un gran pintor o un gran poeta, el que se propuso escribir una historia del Renacimiento, termina por darse cuenta que su verdadero y exclusivo interés es el amor. En una confesión a Madame Arnoux, la mujer ideal que adora durante toda la novela, declara:
“¿Qué tengo yo que hacer en el mundo? Los otros se esmeran por la riqueza, la fama, el poder. Yo, yo no tengo un oficio, usted es mi ocupación exclusiva, es toda mi fortuna, la meta, el centro de toda mi existencia…”
La Revolución, ese evento extraordinario que para varios de los amigos de Frédéric es lo único que le podría dar sentido a sus vidas, significa poco para él en comparación con su amor imposible por Maria Arnoux y el intento de consolarse en la compañía de la Maréchale. Mientras sus amigos arriesgan sus cuerpos en la marea de la lucha política, Frédéric atraviesa caminos silvestres en un carruaje, oliendo la mezcla de la piel fresca de Rosanette y el gran perfume de los bosques, y visita el castillo de Fontainebleu, antigua residencia de la realeza. Aquí Flaubert intercala un párrafo reflexivo, del que se podría deducir una filosofía pesimista de la historia:
“Las residencias reales tienen en ellas una melancolía particular, que se debe sin duda a sus dimensiones demasiado considerables para el pequeño número de sus anfitriones, al silencio que es sorprendente encontrar después de tanta fanfarria, a su lujo inmóvil que prueba por su vejez la fugacidad de las dinastías, la eterna miseria de todo […].”
El vacío de los palacios reales abandonados advierte sobre la fugacidad de los destinos políticos. Mientras en París se decide mediante la sangre la suerte de la República, el par de amantes recorre esas habitaciones silenciosas, se tiran en los pastos, y es como si se hubieran salido del tiempo, hubieran encontrado un paraíso en esa fuga egoísta. Y sin embargo, la proximidad de sus cuerpos, sus voces que dicen cosas cariñosas, el campo en el que descansan, todo eso les parece más real que el combate y el ruido que transtorna a París en esos mismos días. En una ocasión escuchan tambores a lo lejos, es el llamado a acudir al auxilio de París. Frédéric está lejos de sentirse aludido:
“-¡Ah! Mira, la revuelta… -decía Frédéric con una piedad desdeñosa, toda esa agitación le parecía miserable al lado de su amor y de la eterna naturaleza. Y conversaban sobre lo que fuera, de cosas que ya sabían perfectamente, de personas que no les interesaban, de mil tonterías.”
Parece que nada podrá arrancar a Frédéric de ese paraíso en el que cree poder permanecer durante el resto de su vida. Salvo una cosa. Un día, al leer distraídamente un periódico, encuentra en la lista de heridos el nombre de Dussardier, su amigo, el brave garçon que quizás es el único personaje realmente justo, noble, de toda la novela. El muchacho fornido al que sólo le interesa batirse contra las injusticias y por la República que, como cree firmemente, significará al final la felicidad para todos. Frédéric decide partir inmediatamente a París. Conforme se acercan a los lugares donde continúa el combate, donde los edificios están destruidos y los cadáveres regados, Rosanette le ruega que no siga:
“-¿Y si por azar te matan! -¡Eh! Pues no habré hecho más que mi deber- Rosanette saltó. Para empezar, su deber era amarla.”
Frédéric abandona el paraíso y el amor de una mujer, atraviesa el campo de batalla, arriesga su vida, tan sólo para acudir al auxilio de un amigo. Lo que justifica el retorno a lo político, lo que lo hace ineludible, para él, es la amistad, salvar la vida de los queridos. En El futuro es nuestro, documental sobre los estudiantes del Colegio Nacional de Buenos Aires desaparecidos durante la dictadura de los setenta, uno de los sobrevivientes afirma que cuando empezaron las desapariciones la lucha dejó de significar tanto para él las ideologías políticas en juego, que se trataba ya sobre todo de defender a los amigos, de cuidar la vida de los amigos. Para Frédéric, al menos, esa tarea es la que vale el retorno a París, y el final de la vida de Dussardier lo hace enterrar sus últimas esperanzas.