El Motín
PRÉAMBULO
Es un hecho que el capitán está hundiendo el barco.
No tiene liderazgo. No tiene una sólida formación académica, ni cultural, ni humana. No tiene legitimidad. Está sostenido por una legalidad exigua y sospechosa.
La nave naufragó hace tiempo. El capitán no es la clase de loco que mueve el timón erráticamente, sino del tipo que lo mantiene fijo aunque vaya directamente hacia un iceberg.
Sus oficiales lo saben, pero imponen su sentido de supervivencia: para los más cercanos, la caída del capitán supone la suya propia. Por su parte, los que están fuera del círculo rojo no conspiran, pero de a poco se desmarcan.
Los mercaderes ya calculan cómo hacer llegar sus bienes a otro buque.
Los clérigos a bordo ya no rezan para que Dios ilumine al maltrecho líder, sino para que los ilumine a ellos y les ponga a salvo.
Saben que han pasado por crisis más graves, pero nunca habían visto tan solo ni empequeñecido a un capitán.
En las galeras el día se pasa en remar y remar para no morir. El agua trapa hasta el cuello, pero están acostumbrados.
Los de siempre están deseando un motín.
Saben que ha pasado en otros barcos. Que un día simplemente los de abajo dejan de remar. Entonces la estrategia es rodear al capitán, no para retenerlo, sino para que se escape.
Así le pasó a De la Rua. A Viktor Yanukóvich. A Mubarak. A Ben Alí.
Otros no tuvieron tanta suerte. A Gadafi lo lanzaron por la borda y fue desmembrado por tiburones.
Algunos creen que hay que esperar, seguir el Código. No quieren una vorágine. Detestan los escenarios inesperados, l@s protagonistas emergentes, y sobre todo, que el sombrero de mando no lleve su nombre bordado.
En algo aciertan: la embarcación está llena de piratas, mercenarios y filibusteros. La idea de una revuelta hace que se froten las manos.
Porque todos tienen planes para este barco. Esa es la premisa.
ACTO PRIMERO
En medio de la tormenta alguien se incorpora para romper la tensa calma. Sabe en su corazón que el barco se va a hundir. Nada teme, porque nada tiene que perder. Confía además en la fuerza de sus brazos para llegar a tierra.
Sin poder soportar el equilibrio catastrófico que todo lo impregna con su baba paralizante, se dirige a las galeras. Ha preparado un discurso en su cabeza, pero sabe que cuando comience a hablar sufrirá el hechizo de las palabras, siendo ellas las que le conduzcan y no al revés.
Al bajar el último escalón, su seguridad mengua. Frente a las hileras de ojos se intimida. El olor a sudor y mar le hacen titubear. Percibe que otra ley gobierna en ese ámbito. Que su presencia produce extrañamiento. Aunque esos rostros son a los que se enfrenta a diario, ahora, queriendo compartir su mensaje, se rompe ante la falta de reconocimiento mutuo.
Tras permanecer un tiempo inmóvil, saca fuerzas de su interior, respira, hace acopio de valor, y comienza a hablar:
“Hay que rebelarnos.
En esta catástrofe todos hemos sido pusilánimes de algún modo.
Aprendimos a callar cuando se debe. Sabemos darle la vuelta a la realidad cuando nos quema. En eso somos expertos.
Es cierto que a veces nos damos un poco de pena. Pero al final, suspiramos y nos decimos: ¿Qué más podíamos hacer?
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Nos acorralaron como a un grupo de gallinas indefensas.
Todos los días producir, producir y producir.
Cuando no podemos más, perdemos la poca importancia que ostentábamos. Cuentan las horas para que dejemos de robar aire.
Un día por fin morimos, miserablemente. Heredamos a los más jóvenes poco más que una gran desesperanza.
Culpamos a la época, a nuestra suerte, pero sobre todo, a los canallas que conducen este barco.
Y curiosamente ellos nos culpan a nosotros. Dicen que tenemos el capitán que merecemos.
Algo hay de eso.
Ellos afirman que su cinismo habita en nuestro corazón.
Que también nos corrompemos. Que robamos a nuestra escala. Que igualmente nos pudrimos, sólo que a un ritmo más lento, en acuerdo a nuestras posibilidades.
Creen somos iguales a ellos. En su opinión, sólo nos faltó una oportunidad.
Me niego a aceptar ese diagnóstico. Y sé que ustedes tienen algo que decir al respecto.
No somos lo mismo. No es igual robar un pan que agenciarse un barco como botín.
Es cierto que nuestra miseria suele replegarnos hacia a la mezquindad, pero aún en esas condiciones hemos aprendido a ser generosos.
Si nos hemos equivocado, ha sido de otra manera: nuestro error ha radicado en imponemos los valores que los de arriba inventaron y que ellos pueden hacer a un lado cuando quieran.
Si hoy nos unimos, si todos nos negamos a cooperar, seremos invencibles. Pondremos nosotros las condiciones. Aumentarán las raciones. Nuestros hijos se librarán de vivir reamando. Podrán llegar a ser oficiales. Nos recordarán como a héroes.
Es cierto que esta empresa supone muchos peligros. Siempre podemos quedarnos como estamos, morir de viejos, calvos y con achaques, sin haber intentado algo más allá de nuestras fuerzas, que rebase nuestras posibilidades, que desborde nuestros miedos.
Y lo digo con claridad: muchos no veremos el mundo que les anuncio. Pero eso no puede paralizarnos: quizá no nacimos para poner los ladrillos del mundo nuevo, pero sí para destruir los pilares del mundo viejo. Únanse, hermanos y hermanas, y echemos al capitán por la borda”.
Un barullo indescifrable, proveniente de las galeras, llamó la atención de los mercaderes y un sacerdote, que por esos momentos, cerraban un importante trato en uno de los dormitorios.
ACTO SEGUNDO
– He conseguido un buen trato para que nuestros cofres queden a salvo -dijo uno de los mercaderes, con voz tersa y comedida-. A cambio del 15% de su valor total, puedo resguardar la fortuna que tanto trabajo le ha costado granjearse a cada uno de ustedes durante este viaje.
-Si sumamos lo que hemos de darte entre todos, ya no tendrás que procurar tus propios cofres. Tan solo por este encargo serás más rico que cualquiera de los presentes -respondió otro, mientras por dentro se reñía interminablemente por no haber obrado antes en ese mismo sentido-.
– Lo que les planteo -atajó el primero- es que nos preparemos de la mejor forma para estos tiempos difíciles. Por lo demás, me sorprende hallarme entre mercaderes que censuran a quien les ofrece un buen negocio.
-¿Qué estrategia nos propones? -le preguntaron, ávidos-.
-La operación consiste en disponer una docena de pequeñas barcas, al anochecer, para hacer llegar nuestros bienes a un barco seguro.
-Sólo un acuerdo con piratas permite hacerse de los medios que prometes -objetó un mercader de escasa astucia-.
-Sobra mencionar que he obtenido estos favores por vías tan impropias como necesarias -sentenció el mercader, convertido en contratista-. Ahora bien, para poder recibir este humilde servicio, deben poner su huella en el siguiente documento, que he redactado ex profeso, y dejar todo en mis manos.
A regañadientes, los mercaderes se amontonaron para entintar su pulgar y apretarlo contra el pliego.
-¿Quién, sino Dios mismo, permitiría que mis oídos tuvieran conocimiento de su oportuna maniobra? -sermoneó un clérigo, al tiempo que ingresaba a la alcoba-. Vagaba sin concierto por los camarotes, buscando una tregua para mis angustias, cuando la providencia permitió que pusiera atención a las voces que aquí concurren.
-¿Va a delatarnos, excelencia? -preguntó, temblando, uno de los mercaderes-.
-La discreción es una de las virtudes que hemos de cultivar los hombres de fe en el arduo camino de nuestro ordenamiento -respondió el cuasi santo-. No teman, que no voy a denunciar a nadie. Antes bien, me estremece la certeza de que en su plan perfecto, Dios mismo ha modelado esta improbable coincidencia.
-¿Cómo podemos servir a los planes del altísimo? -inquirió uno de los comerciantes más espabilados-.
-De sobra está contarles lo que ya saben: el capitán ha perdido la capacidad de conducir este navío. Pareciera que Lucifer mismo fuese obrador de tal desastre, llevándonos con el tiempo a una situación desesperada. A mi edad y por mi formación religiosa, poco me asusta morir. Lo que realmente me acongoja es que no pueda proteger a los más vulnerables de quienes se encuentran a mi cargo: se trata de tres almas inocentes, infantes todos, que he mantenido a mi lado para cuidarles, y que a su vez, me brindan su compañía. Su pureza ha sido la alegría de mis días y mis noches. Siendo mi deber protegerlos y estar con ellos, necesito que se garantice nuestra seguridad. Si pudiéramos abordar una de esas embarcaciones de las que se valdrán, y ser llevados a una de las islas cercanas -las llamadas vaticanas- estaremos a salvo.
-Nada me gustaría más que amparar en su noble esfuerzo a un siervo del Creador -respondió el contratista-. Sin embargo, esta empresa ha exigido una inversión identica por parte de todos los presentes. Sería yo un mal amigo de quienes han confiado en mí si le excentara de las cuotas, aún tratándose de su merced.
-Estoy seguro de que no les indignaría tanto a ellos como a quien ve perdido su beneficio -rebatió el sacerdote-. Pero entiendo los riesgos que has debido asumir, por lo que puedo compensarte de manera proporcional, aún siendo yo alguien que ha debido renunciar a los bienes materiales. Con esta carta que te entrego, tomará nuestra iglesia por recibidos los diezmos que te corresponde entregarle en el lapso de diez años.
-Estoy persuadido que los ángeles mismos obraron en esta conversación -dijo el contratista, mientras guardaba la garantía en la bolsa interior de su gabardina-. He de reconocer que en mis últimos años, y aún contra la voluntad de mi esposa, había trasladado la vida religiosa de mi familia al ámbito privado, lejos de un culto que puede parecer superfluo, y que con su perdón, me costaba distinguir de los negocios que yo mismo emprendo. No puedo más que celebrar este encuentro, del que solo rescato ventajas: mi mujer volverá felizmente a la iglesia y se mantendrá ocupada; usted pondrá a salvo su vida y la de tres almas sagradas, mientras que las ganancias obtenidas me permitirán comprarle un diamante a una joven amiga, que me espera impacientemente en una campiña que discretamente reservé para los dos. Esto último sólo si usted me concede una absolución anticipada.
Cuando el símbolo de la cruz era trazado en el aire por el clérigo, un repentino tumulto se alzó con mayor bravura que cualquier tormenta, haciendo estremecer las jerarquías divinas, marinas y terrenas.
ACTO TERCERO
Sobre la cubierta, marinos y oficiales discutían sin término. En lo único que alcanzaban un acuerdo era en la excepcionalidad de la situación.
-Hay que dejar solo la capitán. Cuando esté más debilitado, impulsamos una transición pactada. Evidentemente tendremos que encabezarla para que llegue a buen puerto -declaró uno de los marinos más experimentados-.
-Eso nunca va a pasar -replicó otro-. ¿Cuantos piratas y mercenarios en este barco se sublevarían para tomar el timón? Disponen de armas y recursos. Cualquiera podría terminar imponiéndose.
-Señores, tranquilos -alcanzó a decir un veterano, cuya voz serena y de acento costero ya todos concían-. Destituir ahora mismo al capitán es un error. Se produciría un caos que nos llevaría al despeñadero, y un barco roto no le sirve a nadie. Propongo que esperemos a tocar tierra, y entonces, de manera democrática, la tripulación autorice que yo tome su lugar. Les garantizo que los mercaderes, sacerdotes y oficiales que me apoyen no tendrán que padecer una cacería de brujas.
-No se trata sólo de cambiar una persona por otra -aseveró uno de los más jóvenes-. Creo que ya no es necesario tener un capitán. Todo puede marchar sin necesidad de que alguien esté parado como tonto al frente del barco.
-¡Navegar un barco sin capitán! ¡Vaya idea! -respondieron todos en coro-.
-Conozco veleros que funcionan de esa forma -afirmó el novato-.
-Lo que el Código establece es que en ausencia del capitán, su teniente es quien debe asumir el puesto hasta el término de su mandato -gritó un oficial-.
-Exacto, queridos amigos -interrumpió el contramaestre-. Ese es el problema. Lo que necesitamos es un nuevo Código. Uno que nos represente a todos y permita refundarnos en torno a un pacto común.
-Un Código nace como resultado de un nuevo pacto, pero un pacto no resulta de la nueva redacción de un Código -reparó alguien más-.
-Amigos, hay que conservar la calma. Vivimos tiempos de gran incertidumbre: debe tomar el sitio de capitán alguien distinto, casi inesperado -proclamó un marino de barba dorada-. Un hombre que no genere la suspicacia que producen todos los que han hablado. Un hombre como yo.
¿De qué sirve ver mejor el horizonte si no tienes un rumbo?
-O una mujer, que ya va siendo tiempo -exclamó la esposa de un antigüo capitán-.
-Con su perdón, lo que necesitamos es aprovechar el desarrollo de las nuevas tecnologías navales -señaló un chico avispado-. Hay que adquirir nuevos sextantes y usarlos para navegar en red. Así será más difícil que nos extraviemos.
-¿De qué sirve ver mejor el horizonte si no tienes un rumbo? -le respondió un oficial de viejo cuño-. En mis tiempos no necesitábamos más que mirar hacia la estrella polar para orientarnos.
-Lástima que resultó ser una estrella fugaz -sentenciaron los demás-.
-¿Soy el único aquí que no quiere ser capitán? -preguntó un marino escribano-.
-Eso no te hace mejor que nosotros -le respondieron-. Necesitamos a marinos que asuman responsabilidades, pero tu permaneces mirando fijamente tus libros, haciendo notas interminables, trazando mapas de tierras que no existen. Quizá no es que no quieres, sino que no podrías.
-Calma, señores, calm…
Fue entonces cuando un rumor ensordecedor, más poderoso que mil barcos encallando, tomó a todos por sorpresa…
EPÍLOGO
Última nota en el diario del escribano:
“…tras la revuelta, todo a cambiado. Ignoro si lo que viene será mejor. Lo que tengo claro es que habíamos pasado demasiado tiempo queriendo hacer planes para todos, y aún peor, por todos. Nos agradaba pensar que éramos adecuados para los nuevos tiempos. Quizá lo correcto es hacerse a un lado, y seguir ese rumor que viene desde abajo, darle espacio, dejar que madure, y agarrarnos a su cuello para que nos impulse más allá de lo que imaginamos llegar jamás…”.
CRÉDITOS
Guión: César Alan Ruiz Galicia
Diseño: Francisco Trejo Corona
Ilustraciones original: Jonathan Gil
1 comentario
Me pareció muy bueno el texto, nomás échenle un ojo a la redacción. Tienen un par de errores como “sospechoza” y “reamando”. ¡Saludos!