El #BatmanDay y un insgine poeta

 

Como ustedes sabrán el 17 de septiembre se celebró el Batman Day, éste es el tercer año en que se realiza este homenaje a uno de los superhéroes más populares en la historia del cómic. 77 años es una edad precisa para que El Caballero de la Noche se congratule de tener su propio día.

Muchísimos artistas han desarrollado ideas, proyectos y todo tipo de obras en torno a este emblemático personaje: Fran Miller, Tim Burton, Alan Moore, Christopher Nolan, Stefan Sagmeister, y un largo etcétera.

Uno de esos privilegiados por las musas es el poeta mexicano José Carlos Becerra, quien en los años setentas público su más delicado y profundo homenaje al hombre murciélago. Su famoso poema “Batman” es una elegía que todo amante del cómic debe conocer. TerceraVía reproduce un fragmento tomado del libro El otoño recorre las islas (ERA, 1973)  

Batman

Recomenzando siempre el mismo discurso,

el escurrimiento sesgado del discurso, el lenguaje para distraer al silencio;

la persecución, la prosecución y el desenlace esperado por todos.

Aguardando siempre la misma señal,

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el aviso del amor, de peligro, de como quieran llamarle.

(Quiero decir ese gran reflector encendido de pronto…)

 

La noche enrojeciendo, la situación previa y el pacto previo enrojeciendo,

durante la sospecha de la gran visita, mientras las costras sagradas se desprenden

del cuerpo antiquísimo de la resurrección.

 

Quiero decir

el gran experimento.

buscándole a Dios en las costillas la teoría de la costilla faltante,

y perdiendo siempre la cuenta de esos huesos

porque las luces eternamente se apagan de pronto, mientras volvemos a insistir en hablar a través de ese corto circuito,


de esa saliva interrumpida a lo largo de aquello que llamamos el cuerpo de Dios, el deseo de luz encendida.

 

Llamando, llamando, llamando.

Llamando desde el radio portátil oculto en cualquier parte,


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llamando al sueño con métodos ciertamente sofocantes, con artificios inútilmente reales,

con sentimientos cuidadosa y desesperadamente elegidos,

con argumentos despellejados por el acometimiento que no se produce.

Palabras enchufadas con la corriente eléctrica del vacío, con el cable de alta tensión del delirio.

(Acertijos empañados por el aliento de ciertas frases, de ciertos discursos acerca del infinito.)

 

Recomenzando, pues, el mismo discurso,

recomenzando la misma conjetura,

el Clásico desperfecto en mitad de la carretera,

el Divinal automóvil con las llantas ponchadas

entorpeciendo el tráfico de las lágrimas y de los muertos, que transitan Clásicamente en sentidos contrarios.

Recomenzando, pues, la misma interrupción,

La pedorreta histórica de las llantas ponchadas,

el sofisma de cada resurrección,

el ancla oxidada de cada abrazo,

el movimiento desde adentro del deseo y el movimiento desde afuera de la palabra, como dos gemelos que no se ponen de acuerdo para nacer,

como dos enfermeros que no se coordinan para levantar al mismo tiempo el cuerpo del trapecista herido.

 

(Aquí el ingenio de la frase ganguea al advertir de pronto su sombrero de copa de ilusionista;

ese jabón perfumado por la literatura con el cual nos lavamos las partes irreales del cuerpo,

o sea el radio de acción de lo que llamamos el alma,

las vísceras sin clave precisa, los actos sin clave precisa,

la danza de los siete velos velada por la transparencia del dilema;

y por la noche, antes de acostarse,

la dentadura postiza en el vaso de agua,

la herida postiza en el vaso de agua, el deseo postizo en el vaso de agua.)

 

La señal… la señal… la señal…

 

Así sonríes sin embargo, confiando otra vez en tu discurso,

mirándote pasar en tus estatuas,

flotando nuevamente en tus palabras.

La señal, la señal, la señal.

Y entretanto paseas por tu habitación.

Sí, estás aguardando tan sólo el aviso,

ese anuncio de amor, de peligro, de como quieran llamarle,

ese gran reflector encendido de pronto en la noche.

 

Y entretanto miras tu capa,

contemplas tu traje y tu destreza cuidadosamente doblados sobre la silla, hechos especialmente para ti,

para cuando la luz de ese gran reflector pidiendo tu ayuda, aparezca en el cielo nocturno,

solicitando tu presencia salvadora en el sitio del amor

o en el sitio del crimen.

Solicitando tu alimentación triunfante, tus aportaciones al progreso,

requiriendo tu rostro amaestrado por el esfuerzo de parecerse a alguien

que acaso fuiste tú mismo

o ese pequeño dios, levemente maniático,

que se orina en alguna parte cuando tú te contemplas en el espejo.

 

Miras por la ventana

y esperas…

La noche enrojecida asciende por encima de los edificios traspasando su propio resplandor rojizo,

dejando atrás las calles y las ventanas todavía encendidas,

dejando atrás los rostros de las muchachas que te gustaron,

dejando atrás la música de un radio encendido en algún sitio y lo que sentías cuando escuchabas la música de un radio encendido en algún sitio.

 

Sigue la noche subiendo la noche,

y en cada uno de los peldaños que va pisando, una nueva criatura de la oscuridad rompe su cascarón de un picotazo,

y en sus alas que nada retienen, el vuelo balbucea los restos del peldaño o cascarón diluido ya en aire;

y mientras tanto tú no llegas aún para salvarte y salvar a esa mujer

que según dices

debe ser salvada…

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