A lo Atlas

Años atrás y en algún lugar escuché que “El futbol es el deporte que mas se apega a la vida misma”. Misteriosos son los caprichos de la memoria puesto que si bien no recuerdo al autor de tan contundente premisa, jamás me he podido desprender de ella y en momentos en que, inmerso en la nostalgia de todo aficionado que busca encontrar el lado positivo a la derrota, emerge a manera de caballo de batalla para curar mis heridas y recordarme la certeza que esconde.

Nunca el mundo ha sido tan desigual con las oportunidades que ofrece y tan igualador con las costumbres que impone, y el futbol no es la excepción. Son muchos los muertos en vida o formalmente llamados “analistas deportivos” que apegados a la estadística y a fórmulas estériles han intentado controlar al fútbol a través de la imposición de una forma lógica y estadística de interpretarlo. Nunca entenderán que la belleza de este deporte radica en esa mágica habilidad de la sorpresa que se presenta cuando un equipo rico en títulos y en poder económico se ve derrotado por el equipo pequeño y de plantel limitado, cuando aquello que se describe como imposible se convierte en hazaña, cuando la sorpresa se vuelve ese espacio de libertad que permite al fútbol volverse dueño de su destino.

Fue un sábado de 1997 la noche que visité por vez primera el Estadio Jalisco, mi padre me había prometido semanas atrás llevarme a un partido de fútbol y cumplió a su promesa. Llegué montado en sus hombros y no pude evitar asombrarme por el tamaño del estadio que me pareció aún más grande una vez que estuvimos dentro. El partido era Atlas vs Puebla, y mientras veía a los futbolistas entrenar no pude evitar recordar las tantas veces que vi a mi padre sufrir de frente al televisor a costa del equipo al que íbamos apoyar y del que sabia era un caso perdido, si bien no podía entender por qué mi padre se flagelaba, y mucho menos comprendía el por qué hacia de mí un cómplice testimonial.

Pronto la zona comenzó a llenarse de personas que de inmediato me hicieron saber que mi padre no era una especie en camino a la extinción. Transcurrieron los minutos y el partido comenzó a hacerse viejo y un empate a cero parecía inminente. Llegó el ultimo tiro de esquina a favor del local, Darío Franco remató de cabeza y nos levantó del asiento en un grito que entonando el gol descargaba sobre el ambiente un espíritu de recompensa para quienes no dejaron de creer que la victoria era posible. Emocionado abracé a mi padre y parado sobre el asiento de concreto aplaudí al equipo rojinegro que en la cancha agradecía con los brazos en alto el apoyo de su porfiada afición. De pronto todo cobró sentido en mi y entendí que el fútbol había llegado a mi vida para quedarse.

Han transcurrido 18 años de aquella noche y cuando me preguntan ¿Por qué seguir a un equipo como Atlas, con un historial marcado por la derrota? La respuesta brota de mí con sencillez: Soy del Atlas porque elegí transitar mi vida en la aventura de lo inesperado, elijo vivir en la permanente ilusión donde otros encuentran desesperanza, porque donde la mayoría apuesta por la seguridad que brinda el camino ya conquistado, yo elijo apostar por ese instante, ese último minuto “a lo Atlas” donde se pierde todo o se gana ese espacio de libertad que nos recuerda, que en el fútbol como en la vida nada está escrito. Sacrifico la seguridad, tan plana y aburrida. A cambio, como diría el escritor uruguayo Eduardo Galeano: “Me quedo con esa melancolía que todos sentimos después del amor y al fin del partido”.

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2 comentarios

  1. SUPERRATON
    12/11/2015 at 17:19 — Responder

    Pobre Cabr0n !!!!!

  2. Xnayer
    13/11/2015 at 08:56 — Responder

    Ese extraño sentimiento que sólo los aficionados al Atlas entendemos. Un saludo, buen escrito.

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