Crónica de una noche de hospital

Por Roberto Feregrino

 

un monitor de hospital

con líneas que no llevan

un ritmo definido

pero logran

darle sentido

a los latidos

Alejandra Olson 

 

Mientras esperaba en una sala de urgencias, se aglutinaban las sensaciones, los pensamientos, las palabras imposibles de pronunciar y la mirada incesante de un lugar a otro. Observaba el reloj, una televisón sin sonido cual remanso para la querella de los congregados a un sitio pulcro y doliente; veía a la gente pasar de un lado para el otro con su propio mal (o su deber) que no me correspondía y sin embargo me llamaba a atestiguar sus pasos. La ansiedad consume cuando debemos esperar a que el ser amado recupere la salud que lo/la lleve a compartir con nosotros más ratos de alegría, caminatas, besos o palabras.

No era la primera vez que padecía esta situación hospitalaria, llamémosla así; sin embargo, sí era la primera en la que estaba solo —“y mi alma” dirían las voces populares que nos pueblan y condicionan— aguardando a que la mujer de mi vida saliera de una operación de rutina: apendicitis: un dolor que surgió de repente en la zona abdominal y hubo de llevarnos al médico más cercano en un largo periplo de preocupación. Terminaron programándola para tal empresa a las 2:00 am de un 28 de diciembre que se asomaba a la puerta del 2020 con pronósticos favorables.

Toda esta soledad y amotinamiento de sensaciones me hicieron pensar que la salud (o más bien dicho la enfermedad) requiere de un montón de cosas: dinero, papeleos, cordialidad con los que prestan el servicio, llamadas a los familiares, búsquedas de lugares para comer o para cenar, etcétera. Digo esto porque soy enemigo de la espera, de todo lo que tenga que ver con llevar (y llenar) formatos y formularios. (Odio con todo mi corazón llenar las engorrosas solicitudes de empleo cuando bien hay CV´s que contienen nuestro historial laboral, no obstante, miles de empresas se afanan en que los llenemos incluso con formatos propios de cada institución que siempre pregunta lo mismo: escuela primaria, escuela secundaria, profesional, último trabajo, tres referencias, en qué fecha podríamos presentarnos a trabajar, cuál es nuestra meta en la vida, ¡carajo!, si lo único que queremos es ganar plata y poder medio vivir en este imperio consumista). 

La espera y los trámites incluyen hacer filas para pedir un número que servirá de llave para una nueva clave, misma que a su vez será complemento de la primera parte en algún proceso sinfín: una cancelación de alguna tarjeta, algún reporte de un cobro mal realizado, un turno en el banco, un cambio de ropa, una cancelación de algún servicio, etcétra. 

Pues esa noche en el hospital tuve que hacer todo esto por una mujer con la que no sólo comparto la cama, el cine, las discusiones, los alimentos, el sexo, sino también aquello que no es miel sobre hojuelas y ambos conocemos al dedillo. Hube de firmar responsivas, buscar con mi familia la posibilidad de un préstamo, llamar al seguro, porque al acompañante (que normalmente va con ella a alguna reunión familiar, al teatro, a alguna prestación de Blackout o a alguna lectura de poemas varios de su repertorio), le corresponde firmar de consentimiento y esperar en la habitación 309 de un hospital a esa mujer que ha visto en diferentes procesos del “amor” y le sigue pareciendo sumamente interesante, no sólo por lo que la reviste, sino por aquello que comparten.

Desde que la vi me fascinó, aunque no pensé que tuviera posibilidad de salir con ella y mucho menos que ese idilio se convirtiera en una realidad palpable hasta ahora que escribo estas letras. Naturalmente el proceso ha ido mutando, porque cada amante, enamorado, pareja o como quiera que se le llame al hombre que corteja y consigue los favores de su doncella para alcanzar la anhelada felicidad, no siempre se mantiene en las sonrisas y el olor a limpio, sino trasciende hasta los estragos de las desventuras.

Aunque después de la primera cita nos damos cuenta de que la mujer a la que cortejamos no está sola, detrás de su belleza la acompañan otros diminutos, pero no menos importantes, pasajeros como ansiedad, familia disfuncional, triunfos, determinación, ex novios, ex maridos, ex casas, ex amigos, ex todo, manías, muletillas, aberraciones, cursilerías, felicidades, infidelidades; es decir, todo lo que cabe en una vida y sus años correspondientes. Sin embargo, los labios carmín nos hacen olvidar todo para conseguir aquel beso que será el puente entre ella (con todo y acompañantes) y nosotros (y los nuestros), porque no sólo ellas los traen, también nosotros, caballeros, tenemos a nuestros pasajeros apretujándose intentando conseguir algún asiento durante el paseo. 

Esto me hace recordar la primera vez que besé a esa mujer de cabello rizado, que mis manos la recorrieron tímidamente por la espalda y brazos al tiempo que nuestros labios y lenguas se reconocían como sinfonía de cuerdas y viento. Ahora la veo despertar cada mañana, correr de un lado para el otro, enojarse, preocuparse por los gastos, discutir conmigo o con los “otros”, hemos creado una rutina y la sigo viendo como la mujer más bella aunque no compartamos muchas de nuestras ideas. Tengo la certeza de que vamos en el mismo tren, barco, nave espacial o lo que sea que nos transporte en esto que llamamos vida y nos ha hecho coincidir desde una tarde de abril, en el centro de Tlalnepantla, hasta ahora. 

En vísperas de año nuevo, no discutimos, tampoco quisimos ir de fiesta y mucho menos nos echamos en la cama a ver Netflix aprovechando que tenía vacaciones. Rompimos la rutina, la quebramos por la mitad, me tocó verla mal, caminaba lento por el dolor en vientre que la atacó, terminamos en urgencias por una apendicitis. Punto. En el hospital la vi con su bata, me dio su pulsera y la dona azul con la que se amarra el cabello, sus lentes y la ropa que tenía puesta antes de vestirse de hospital. 

Probablemente el amor sea efímero, volátil, cambiante, mudable, pero es algo que nos permite estar y continuar a pesar de las adversidades, porque la vida es así, una sorpresa constante: una caja de chocolates, dice Forrest Gump. La amo quizá más que la primera vez que la vi en el Fondo de Cultura Económica un domingo 14 de abril de cuyos detalles no quiero olvidarme; o que la primera vez que nos entregamos con besos y caricias sin importar dónde o cómo quedara nuestra ropa. Amo a esa mujer de apellido noruego y talante de poeta, porque estamos juntos en lo que sea que tenga que pasar. Percibo que esto es otra especie de acercamiento al amor que no reconoce orgasmos ni sudores mezclados. 

No me gustan los trámites, tampoco la espera, no me gusta el engorroso ir y venir para conseguir un número o un pase que son la puerta a otro más engorroso, pero si es por ella todo cobra sentido, vale la pena y afloran las letras.

 

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1 comentario

  1. Laura Ruiz Barranco
    14/01/2020 at 20:02 — Responder

    Excelente y poética crónica, me gusta la secuencia mezclada con los recuerdos y las emociones, me atrapa cada idea, cada sensación, cada instante que sucede; no dejes de escribir Roberto!!!

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