Temuco

Lucila 

No había querido esperar en Punta Arenas, y con el temperamento tenaz que se le marcaba en sus treinta años cumplidos, se subió a un pequeño barco pesquero para abandonar por siempre la región Antártica. Salir de los escollos de islas que franquean el Estrecho de Magallanes rumbo al norte. “A lo menos sur del sur”, pensó en su patria confinada en la tierra del fin del mundo, olvidada por Dios y los hombres. No estaba satisfecha de haber obtenido el título honorífico de Profesora de la Lengua Castellana, por el entonces ministro de Educación, pues no sabía si la honraba o la despreciaba. Cierto, apostaba por su vocación de maestra de niños, pero en la Escuela Normal de su ciudad natal Vicuña, en la parte norte del país, no la habían admitido porque las ideas en sus escritos eran “sin presencia de Dios y rebeldes socialmente”. Ella se justificaba: escribía para ordenar su pensamiento y decir lo que, por su condición de mujer, debía callar. Convalidó sus conocimientos a los veintiún años en la capital por su experiencia como maestra rural, empeñada en alfabetizar a niños y adultos, pero sus colegas la ningunearon. Por eso, no tuvo temor de esos hombres ferales que viven peleando la vida a las aguas gélidas del mar pacífico, el que poco lo es en esos lares. Habló con el capitán de la tripulación y saltó a cubierta ante la mirada lujuriosa de esos pescadores brutos, incultos, que la vieron de los pies hasta la cintura para intuir sus formas de hembra plena, cubierta de faldas y abrigo, y de zapatos cerrados, sin el encanto de las mujeres de Santiago: no afeites, no fragancias, no vestidos bonitos ni provocadores aderezos. “¡Jamás!”, ella no era así. Finalmente, ser directora del Liceo de Niñas en aquel confín más le parecía castigo que premio. Terminó por sostenerle la mirada al más torvo de los pescadores y le amansó sus deseos. Lo importante era llegar rápido a Temuco: “Tierra Firme, según Colón, el descubridor de lo que ya existía sin él”.

El barco pesquero se acercó a la playa frente a la desembocadura del río Saavedra y el torvo pescador la llevó, humilde, hasta que la lancha tocó arena. Ella no descendió sin estar segura de que no pisaría la mínima agua del mar. Aceptó la mano tosca y firme, y permitió que viera más allá de su zapato: una gruesa media de algodón que figuraba su pantorrilla. Cuando balbuceó unas palabras de despedida, ella le dio un papel. Le había escrito algunos versos que recordaba de memoria de su poema “Muerte del mar”: Se murió el mar una noche, de una orilla a otra orilla / Los pescadores bajamos a la costa envilecida / … el mar nunca fue nuestro / Talassa, viejo Talassa, … si fuimos abandonados, llámanos a donde existas. Y le extendió su mano ya sin guante para agradecerle. La playa lucía sola y sin caminos para avanzar. Ella se fue sin volver la vista al hombre y a su mar, con la esperanza de hallar pronto un guía que la condujera a Temuco. Pensó: “Debí enseñar a ese hombre a leer antes de darle ese papel”. Amanecía y a lo lejos se divisaba el caserío de Puerto Esperanza, nada más cruzando el río.

Una vieja locomotora la condujo entre los viñedos que cercan la ciudad de Temuco. El traqueteo ruidoso amenazaba con despedazar esa máquina de vapor. Llegó en una tarde de primavera, fresca por el aire que venía de los lejanos Andes, mas cálida con su sol amarillento, el que tan lejos parece del cono sur. “Como si la Tierra tuviera la forma humana: alta en cabeza y tronco al Norte, y baja en sus extremidades al Sur”. Tomó la maleta del compartimento de arriba y se decidió a poner los pies en su nueva ciudad. “¿Somos el tobillo izquierdo o el derecho de América? ¡Qué geógrafos cara de raja los del Norte!”. Y pensó que hacía 48 horas que no tomaba un baño, y sintió asco de sí. Pisó el andén y hasta ese momento percibió el olor del coque de la locomotora y le molestó una pequeña picazón en la nariz.

Bajó la maleta al suelo para sonarse y presintió que alguien la miraba a pesar de la multitud crecida de quienes bajan de los trenes y quienes los esperan. Levantó los ojos hacia donde creía ser vista y se encontró con un joven flaco, falto de color, con bigote bien recortado. Le observaba, sin vergüenza, la graciosa comba de su cabello claro que desde la nuca a la espalda se volvía una trenza gruesa y brillante. Los rasgos finos de su madre se enturbiaban en su rostro indígena del abuelo mestizo; nunca se había considerado una mujer hermosa, un adjetivo que muy secretamente despreciaba para sí y para sus congéneres. Por eso desvió la mirada, levantó el equipaje y apresuró el paso para salir más pronto de la estación. Su padre había abandonado el hogar cuando era niña y ella se prometió que nada esperaría de un hombre. “No hay tal en mi vida, ni lo habrá”, se dijo cuando abatió la puerta de salida, volviendo a buscar al joven entre la mucha gente sin verle.

Romelio 

Hace de todo en la estación de trenes de Temuco. Barre el andén y lava las baldosas muy temprano o en la noche cuando ningún ferrocarril llegará más. También ayuda a cargar el equipaje de las señoras y señoritas: no pide nada a cambio sino una sonrisa, cuanto más hermosa la dama mejor el placer de servir. De los señores espera una moneda por el esfuerzo personal. Le hubiera gustado ser el guardavía con una linterna iluminando en la noche la llegada del tren a la estación, porque ese sí es un señor importante. Los que esperan impacientes se animan cuando mece las luces ante la oscuridad del horizonte. Fulgor que une a seres queridos. Pero no: él es como la billetera y el policía, el vendedor de diarios y hasta como el pedigüeño, que no importan si nadie quiere mirarles. Vestido de overol y con visera aguarda algo más emocionante para sus veintidós años: un terremoto, un accidente, una catástrofe, acontecimientos que pudiera contar a sus hijos y a sus nietos. Porque el frío de siempre, menos en verano que en invierno, no abandona jamás su país. Y a ello, sí está acostumbrado.

En esas tardes de luz primaveral la mira llegar: mustia y desapercibida busca la misma banca en el andén. Le parece una mujer de luto pues toda su vestimenta niega a la joven que se cubre con ese ropaje. Siempre trae un libro entre sus manos y lo lee con ahínco, ensimismada del mundo que la rodea. Romeliove su concentración y le asombra que el murmullo de la gente de ocasión, cuando llega un ferrocarril, no la perturbe. Y él que se enerva de tanto griterío, de tanto abrazo y saludos de beso, como si todo eso fuera verdad en el sentimiento de los unos hacia los otros. Se enoja y barre con fuerza los restos de esa felicidad, vuelta basura de cosas tiradas en las baldosas.

Mas percibe, presiente, sabe y casi goza, que cuando la farfullería crece ella deja de leer y lo mira a él acomedirse con las mujeres, más con las jóvenes que con las viejas para cargarles el equipaje. ¿Tendrá celos? ¿Viene porque le interesa él? ¿No podrá ir a algún pequeño jardín de este triste pueblo de Temuco para abrir sus libros y abundar en el silencio y la meditación mientras las palabras significan en su espíritu? “¿Qué puede esperar en un andén?”, se pregunta y barre cerca de ella. Y es entonces que ella detiene la mirada sobre las letras del libro y lo mira con una inefable interrogación.

Y él sigue barriendo y se pregunta: “¿querrá unos besos de alguien como yo?”. Y toma el recogedor y vuelve a interrogarse: “Ella lee libros y yo no; no somos de la misma categoría”. “No soy nadie frente a ella”, termina de barrer.

Y fingiendo inocencia, sin imaginarse nada, se sienta, sudoroso junto a ella. La ve a los ojos cuando levanta la vista del libro, y le sonríe. Ella se angustia -él cree- porque vuelve rápido los ojos al objeto de la imprenta. Romelio se desconcierta: huele demasiado a hombre. Señorita tan fina no tiene mirada para un joven que no pudo estudiar más allá de la escuela elemental.

Y cuando intenta levantarse de la banca para sustraerse, ella lo regresa al asiento para posar sus labios cerrados en los suyos. (“Son inexpertos labios que no saben qué es un beso”). Pero él se los abre cuando le hurga la boca con su lengua y le muestra que no son los labios quienes besan sino esa extrema carne que se mueve con libertad y placer, y que le busca para decirle, ansiosamente, a esa mujer extraña e inaccesible: “te amo”.

Romelio sabe que no podrá amar a nadie más sino a ella. “Mejor morir, si no”.

Neftalí 

Su nombre no le gustaba. Suponía que fue su madre quien lo eligió al verlo por primera vez fuera de ella. O tal vez su padre, un obrero del ferrocarril que había recorrido todo su largo país (de Antofagasta hasta la Región de los Ríos), sin abarcar mucho más al norte y menos al sur, y en cuyos viajes de seguro escuchó ese nombre raro; por eso decidió otorgárselo a un hijo suyo. Pero “Neftalí” era palabra hebrea, y aunque no supiera el significado y su fe católica menguara, no podía asociarse a esos sonidos. Los entendía, pero tardaba un instante, ínfimo quizá, en volver a quien le llamara. No le gustaba su nombre.

Su padre no conocía el verdadero norte que hace frontera con Perú y Bolivia, ni el verdadero sur que se congela por la cercana Antártida. No conocía el Estrecho de Magallanes, ni qué se sentía estar en la Patagonia, el último sitio del mundo. Pero fumaba la cachimba y predicaba a su hijo sobre el futuro de su país mientras tragos de vino del Maule o del Valle Central se escanciaban ante los pabilos de sebo o las linternas de aceite de ballena que producían un olor nauseabundo, al que “Neftalí” rehuía porque simplemente no podía acostumbrarse.

Eran costumbres comunes que él debería aceptar pues no hay otras en su progenie ni en su condición social. Hábitos en sus compañeros de escuela, en sus amigos del arrabal, en la gente de todos los días en Temuco. Como el olor que sale de las casas que se inclinan por la cuesta. “Dicen que somos un pueblo que desciende de Los Andes, pero es mentira. No somos indios araucanos, ni mapuches, ni patagones. Somos españoles muertos de frío en tierra ajena”, pensaba mientras olía, sin querer, las casas de las calles por donde transitaba.

Cambió de acera para intercalar los olores, sin preocuparle mucho eso en el fondo. Más bien sentía un gran miedo de ir adonde iba pero era una necesidad superior hacerlo. Sobre todo, no podía callarlo para toda la vida. Y eso aumentaba su preocupación: con quince años deseaba desprenderse de aquello que le oprimía desde la niñez. Su padre quizá tenía la culpa sin tenerla: el ferrocarrilero no resultaba más que un hombre común como todos en el pueblo (y no dejaba de fascinarlo esa idea, por su humildad implícita), aunque eso limitara también su existencia de adolescente, condenado a esta pobre ciudad de provincia.

Y dio vuelta en la calle siguiente sólo para toparse con la entrada del Liceo de Niñas, un lugar al que no se acercaba por timidez, porque las pocas muchachas bonitas de Temuco no podían dirigir su mirada a un muchacho tan “común” como él, como su padre: un obrero condenado a serlo siempre, toda la vida. No había otra historia prevista para alguien así, ni para un hijo suyo. Pero “Neftalí” guardaba un secreto: sabía que leyendo libros era posible cambiar ese destino.

Atravesó el pórtico cuando notó que ninguna muchacha había allí. Dio unos pasos y estuvo ante el patio central donde las púberes cantaban o brincaban el lazo y sus grandes risotadas, apagadas según ellas con taparse la boca, se multiplicaban en las galerías del edificio de apariencia neoclásico. Buscó la información con la vista y vio los salones con un letrero donde señalaba la disciplina que se impartía en el interior: “Literatura”, en el segundo piso. Y venciendo todo el estruendo femenino que lo extasiaba y lo intimidaba (¡qué doble emoción oximorona!) se fue por la escalera siendo ignorado por tanta muchacha bella y dulce por las que bien podría morirse cuando ellas lo quisieran.

Y se encontró con la puerta abierta y un fondo oscuro que no permitía ver con claridad quien estaba allí. Escuchó ante su desconcierto:

-Pasa, hijo

Y se introdujo en tal sombra. Y la vio con nitidez: estaba sobre una mesa. “¿Corrigiendo o escribiendo?”. Y se acercó a ella. Una señora joven, segura de sí, firme, que no teme a nadie. La tía o la mamá que hubiera querido para sí. “Tendré otro nombre”.

Hasta que estuvo frente a ella, cara a cara, oliendo su fragancia de mujer sin perfumes untados, le dijo:

-Mi padre dice que escribir es cosas de mujeres, pero a mí me gusta…

Ella no le contestó nada y siguió rayando las hojas amontonadas.

-Supe que usted escribe poemas en periódicos, y sé que hay hombres que también lo han hecho como Leopoldo Lugones en Argentina y José Santos Chocano en Perú, el mexicano Manuel Gutiérrez Nájera… ¿Cómo puedo convencer a los otros que eso también es un oficio, como el minero y el campesino, el conductor de un tren o ser profesor?

Ella no le respondió nada, continuaba con su labor.

-¿Es útil escribir?

Entonces ella levantó su vista. Y “Neftalí” se sintió indefenso, sin seguridades.

-Toma, es de un escritor ruso –le dio un libro que tenía al lado-. Mucho tiempo gastó en hacer eso y nos gozamos en leerlo. Si quieres eso en tu vida personal para que otros sean un poco más felices, escribe. No importa que hagas, aparte de eso.

Y “Neftalí” salió sonriendo, sin esperar otro gesto igual entre tanto bullicio de bellas muchachas.

a Humberto Ortega Villaseñor

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