Chile y la ética desobediente. Se nos acabó la paciencia.

¿Cuándo se acaba la paciencia? 

El estallido social en Chile ha generado estupefacción a nivel mundial. Chile, el país más estable de la región, ha vivido los días más turbulentos de los últimos 30 años desnudando un conjunto de insatisfacciones sociales que con masividad y actos de mucha violencia se expresan cotidianamente a lo largo de todo el país. “Chile despertó” dice la gente y tienen razón. 

Los motivos para estar indignados son muchos y no son nuevas, un conjunto de artículos desmenuza a diario las múltiples injusticias que vive el ciudadano chileno de a pie desde hace mucho tiempo. Sin embargo, algo que queda sin respuesta ninguna es porqué ahora los chilenos decidieron decir basta. Y decirlo así. ¿Porqué no ocurrió antes? 

¿Porqué no ocurrió antes? 
Chile no lleva 30 años como una taza de leche, como muchos piensan, los aspectos centrales que han convocado movilizaciones masivas pueden observarse en torno a las demandas por educación (contra la privatización, contra el endeudamiento, por el reconocimiento de la deuda histórica de los docentes, etc.); por jubilaciones dignas; contra la militarización de wallmapu, contra la violencia de género, etc. Todas esas demandas están contenidas hoy en la movilización en curso. El alza del metro o “los 30 pesos” se transformó en un significante vacío que aloja sin fusionar, ni diluir, ni jerarquizar todos estos movimientos cuyas demandas de una u otra forma fueron eludidas por el Estado. Ello en parte explica la ira del movimiento actual pues recoge la frustración de lo que ya se hizo y no resultó.

Muchas movilizaciones se han dado en América Latina y en el mundo que comparten características del hastío de lo que vive hoy Chile. No me detendré en ellas. Solo quiero enfatizar dos elementos comunes como detonantes de la indignación, no decir que son los únicos relevantes: 1) la imposibilidad del Estado de retomar la normalidad de los servicios que organizan las rutinas de los ciudadanos y 2) la brutalidad policial/militar como intento fallido de reestablecer la legitimación hegemónica del modelo. Es decir, la crisis humana que produce la violencia extraideológica del Estado, medidas de control que los gobiernos suelen utilizar cuando irrumpe la ira, y cómo esto amplia la brecha en la legitimación ideológica del modelo, brecha que se había abierto con la fractura de la frágil rutina cotidiana de los trabajadores. La brecha que deja en evidencia lo lejos que estamos todos, salvo ellos, de la vida digna. Y entonces, la paciencia se acaba.

¿Dónde vive la paciencia?

La paciencia vive en esa casita que la legitimación ideológica construye. Yo creo que Freud diría que la paciencia (de la cual nunca habló) existe a partir de que tenemos la convicción de que en el futuro podremos encontrar algo un poco parecido a lo que soñamos, es decir, en el modo en que postergamos nuestra satisfacción inmediata en pos de una que advendrá en el futuro, si es que cumplo con cierto camino delimitado fantasmaticamente (casarse, trabajar, estudiar, ser bueno, acaparar, emprender, lo que la época ofrezca como ideal). Desde otro lugar, la paciencia depende del modo en que se suscriben ciertos consensos sociales con los que, en teoría, se consigue en esta comunidad el reconocimiento como ser humano y las garantías que dicho estatuto otorga en esta sociedad. 

Ahora bien, este ejercicio no es consciente y esa es una discusión mucho más grande en términos ideológicos ¿sabemos lo que hacemos o hacemos lo que sabemos o no sabemos lo que sabemos o sabemos que no sabemos? No podemos responder eso acá, el hecho es que sepamos o no, la vida cotidiana esta organizada frente a un conjunto de certezas y ello es sostenido por un soporte material, una ciudad, un trabajo, una escuela, transporte, lugares donde endeudarse, etc. Es decir, hace mucho, mucho tiempo, que la disputa ideológica está en la organización de la rutina de las personas mucho más que en la disputa de las ideas.

En Chile, las movilizaciones sociales anteriores han conmovido parcialmente algunas certezas, sin llegar a removerlas completamente, por ejemplo, se ha puesto sistemáticamente en cuestión la meritocracia, el ideal del microempresario como vía de inclusión, la posibilidad de una vejez digna y del acceso igualitario a la justicia. Sin embargo, dichos consensos se mantuvieron operando en el habitus, pues la vida cotidiana de las personas no estaba siendo alterada. 

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El desencadenante último del conflicto paradojalmente lo introduce el propio gobierno quién, como medida represiva última contra los estudiantes, hace colapsar el transporte (cerrando el metro en la capital) y obliga a los trabajadores a caminar por horas hacia sus casas, obligándolos a observar la violencia represiva en distintos puntos de la ciudad. Ese único refugio, que consiste en transitar de vuelta a casa, con audífonos puestos y el celular como forma de evasión, se hizo imposible. El cansancio fue activando la memoria corporal de la resistencia como forma de respuesta posible. La agresividad cotidiana, resultado de las miserias diarias, encontró un enemigo por fuera del semejante y, por fin, se encarnó en las elites, el Estado y sus representantes del orden.

 

Los alienígenas impacientes

 

Durante mucho tiempo se ha cuestionados desde distintos lugares de la teoría social contemporánea la robustez de la legitimación ideológica anclada, entre otras cosas, en la imposibilidad de imaginar una posibilidad alternativa al capitalismo. Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo, decía Zizek resumiendo un consenso que de alguna forma se volvió viral y hasta cómico. 

La desestabilización del orden es vivida por las elites como “una invasión extranjera, alienígena”, en palabras de la mujer del presidente Piñera. No era en modo alguno previsible que de un día para otro los dueños de todo tuvieran que reflexionar respecto a la necesidad de disminuir sus “privilegios y compartir con los demás” (textual de la misma infeliz alocución de la esposa del presidente). 

Un conjunto de declaraciones públicas de los representantes de las elites en el estado de una crueldad cada vez mayor
Esa impunidad de la clase alta, dio paso a un conjunto de declaraciones públicas de los representantes de las elites en el estado de una crueldad cada vez mayor, es decir, no contentos con haberse apropiado de todo, injuriaron cada vez más a las victimas del sistema económico y político. Por ejemplo, a quienes denunciaron el alza de precios de la canasta básica el Ministro de economía, Juan Andrés Fontaine, los envió a comprar flores pues estas serían el único producto que había caído un 3,7%  y cuando empezaron las protestas contra el alza, el mismo ministro invitó a los manifestantes a levantarse más temprano y aprovechar la tarifa económica. Así mismo, el ex/subsecretario de redes asistenciales de salud, Luis Castillo, explico las largas filas de espera en los consultorios como el resultado de pacientes que se iban más temprano porque iban a hacer vida social a los centros asistenciales.

O bien, el ministro del Trabajo, Nicolás Monckeberg, quién ante el debate por la reducción de la jornada laboral de 44 a 40 horas indicó que de llegar a aceptarse el proyecto de ley Chile podría verse impedido de jugar una Copa América, pues excedería las horas de trabajo que se están planteando o que los bomberos dejarían de apagar los incendios forestales pues estarían fuera de su jornada laboral.  Es decir, aún conscientes de la apropiación desvergonzada de las riquezas y seguridades, la clase dominante se sentía totalmente inexpugnable e inamovible, al punto de poder burlarse cruelmente de la ciudadanía a través de los medios, medios de comunicación de los que también son dueños. 

Sin embargo, la humillación tiene un limite y, en ese marco, la resistencia se transforma en el único modo en el que sobrevive la subjetividad, es decir, la defensa de que aún somos humanos y merecemos algo de respeto. Lo único que queda entonces es la defensa de la dignidad y si ello se lleva consigo el sistema todo pues ya no importa. Como dice un rayado que vi en Santiago en estos días “nada es nuestro” u otro más antiguo “nos quitaron tanto que nos quitaron hasta el miedo”. 

Hoy los defensores de las elites se encuentran aterrorizados y en ese marco, se sienten efectivamente en guerra y, tienen razón, se hizo explicita la lucha de clases y ante dicha confrontación sólo pueden resguardar sus privilegios haciendo uso de una violencia desmedida, es decir, como lo hizo públicamente Piñera declarando la guerra a los alienígenas impacientes. 

La impaciencia tiene memoria y un cuerpo adolorido.

La violencia desmedida de las elites a través del Estado, en el mundo, no es nueva. Es más, en Chile es demasiado reciente, el trabajo incesante de los organismos de derechos humanos en sostener viva la memoria de los atropellos a los derechos humanos, encuentra hoy un lugar fundamental en esta rebelión. Las medidas represivas contra la población, ilegalmente impuestas, por el gobierno chileno activaron los cuerpos heridos de las victimas de la última dictadura cívico militar en Chile y el traspaso del dolor de generación en generación de las marcas de la deshumanización y de la crueldad ya vivida. 


De alguna manera, sin saber cómo, ese transitivismo doloroso funcionó, los chilenos están reaccionando contra la impunidad impuesta por los gobiernos de transición en los últimos treinta años. Es como si en el inconsciente colectivo estuviera presente el mandato de hacer cumplir el nunca más tantas veces enunciado por los organismos nacionales e internacionales de derechos humanos. Salir a la calle, resistir a la amenaza represiva, expresada en cientos de bombas lacrimógenas y miles de efectivos policiales y militares en las calles que dicen resguardar el orden público, inexistente por cierto, se ha transformado en una forma de expresar abiertamente una condena no sólo a lo que ocurre en el presente sino también lo que ocurrió en el pasado. El nunca más se volvió un performativo y marcó la apertura a este acontecimiento.

Los chilenos están reaccionando contra la impunidad impuesta por los gobiernos de transición en los últimos treinta años.
De alguna forma, esta dolorosa fusión del presente y el pasado, habilitó algo insospechado, recupero el lenguaje histórico de la resistencia, reaparecieron palabras que habían sido desalojadas, criminalizadas y desprovistas de sentido, inclusive para la izquierda, “pueblo”, “venceremos”, “unidad”, “lucha”. En torno a estas palabras, empieza a producirse un espejamiento que instala el reconocimiento imaginario entre sujetos diferenciados de clase, etnia, genero y orientación sexual, victimas de dolores singulares y colectivos que paradójicamente hoy se movilizan juntos, pese al miedo, de Arica a Punta Arenas.

Renacen las canciones de resistencia y el siempre buscado, y nunca logrado, encuentro entre generaciones de desobedientes a este orden social insoportable. La desobediencia civil encuentra sus raíces históricas, se hace poderoso, y añade recursos de esta generación (memes, infografías, videos, etc.) desarmando los conflictos generacionales del lenguaje para transformarse en solo uno, uno que dice basta de abusos, basta de TODOS los abusos.

Lentamente en estos días se ha dado un paso decisivo en términos ideológicos para Chile y el mundo, que por cierto reivindica y se involucra ante una violencia que ha cobrado victimas concretas, personas asesinadas en el marco de este movimiento y cuyas vidas merecen ser lloradas en un duelo público que se realiza a diario en las redes sociales y en los caceroleos y que con ello autoriza una ética desobediente, en donde se desobedece al individualismo, a la crueldad, a la participación activa o pasiva en la deshumanización o en el dolor del otro. Una ética que nos obliga a desaprender lo que el capitalismo enseña y en la que ya no es posible tener/les paciencia.


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