De un mal amor, que nunca es tal… Un libro de Hortensia Carrasco

Por Daniel Olivares Viniegra

 

 

lo amoroso es el capricho hondo

de un demonio de gélida sonrisa

que deja una costra de odio en nuestros labios. 

Libro del mal amor

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El libro del mal Amor, de Hortensia Carrasco, viene a ser sustancioso ejemplo de su ya fecunda obra. Dos hemisferios, dos continentes paralelos, si bien específicos por su propia naturaleza componen este disfrutable si bien nada inocuo libro, recientemente editado por VersodestierrO y Campo Literario.

En el bloque que abre, y que da título al volumen, priman poemas que son anécdotas desdobladas de personajes femeninos (asomos a más de una si no es que a múltiples vidas), pero que ante todo orientan hacia un análisis de lo contextual, o quizá de las causas (que no siempre de las razones) que desembocan en los sentimientos íntimos (o más intrincados) de quienes devienen víctimas supervivientes… Sentimientos o motivaciones casi eternamente en pugna con la presunta dosis de moralidad externa o, igualmente, en contradicción con la hipotética culpabilidad que debiera motivarlos.

En contraparte, una dulce amargura, una cálida cercanía con el dolor, una soledad que apenas y se cobija con el (solo a veces) tibio discurrir de la vida –es decir todo aquello que deviene poesía y que de algún modo sana o purifica– se conjugan con la omnipresente óptica inteligente, profunda y sensible de la autora, quien tampoco rehúye dejar constancia de una sensualidad que halla también recovecos tanto en la(s) fantasía(s) como en las crudas realidades, y lo mismo en sus silencios que en su casi jadeante o musical ejecución.

Lo que se invoca

lo que justamente se desea

se pierde en la rivera de otra sangre

a goterones se destruye

de las manchas queda una mugrienta soledad

un olor de fierro herrumbrándose

o ruidillo que escapa de algún pecho vacilante.

(“Frente a la certeza de que somos fragmentos”)


La suya es una mirada que por momentos y sin alejarse de la realidad muy mexicana (ya concretamente urbana, ya lejanamente rural), termina por evocar ciertos retablos de las maravillas con un mucho más suave barroquismo (el de la raíz; el del barro del barrio, por decirlo de algún modo); un clasicismo que lo mismo remite a la Comedia nada cómica del Dante, pasando –por supuesto– tangencialmente por Bocaccio (y toca por necesidad al Arcipreste de Hita), pero que desemboca igualmente en el encantamiento culterano que producen, por ejemplo, las imborrables imágenes producto de los pinceles de los Lucas Cranach (tanto del Joven como del Viejo). Esto porque al menos algunas situaciones vienen a ser de lo más representativo de nuestra arcana y presente, a la par que aberrante, “actualidad”, esa que, de muy otras maneras, trata de justificarse como la ya única fuerza que (nos) impulsa… o a veces como el último hilo de dignidad que a algunas figuras o personajes sostiene:

Nadie repara en los ahogados, ni en los náufragos


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que llevan en sus manos una caterva de hojas secas

haciendo saber que al igual que el otoño

la descomposición es parte de la temporada.

(“Descomposición es parte de la temporada”)

Así describe en algún momento el desolado paisaje por donde sus creaturas (todavía) animan… y remata sentenciando que, como escapatoria para esa guerra con el mundo, nos queda en ocasiones  –irónicamente– sólo la soledad: “…pero a veces uno mismo resulta ser un mal acompañante”, remata en otra parte.

No obstante, hemos dicho que en esta poesía (que lo es también de lo próximo y de lo cotidiano) no todo es ahogo, ni mucho menos. Un hálito esperanzador, así sean tejido con delgados hilos de seda, sostiene a ese conjunto de corazones todavía palpitantes o en pugna, mismos que empáticamente conmueven al lector, quien sin duda termina afable y extrañamente navegando por entre las elaboradas (o bien claras y contundentes ) imágenes y metáforas, enhebradas éstas por una musicalidad persistentemente sostenida.

Me enfrío y no me atrevo a recoger

el sollozo que martillea

ni proporciono reposo al corazón que ya revienta.

Me apiado de las lenguas aprisionadas

en la terquedad del silencio

del anciano que tose con el humillo del miedo

del anticuado color de la tarde que ridícula y temerosa

se cuelga pajarillos y faroles.

(“El mal amor”)

Así entre tal clase de deslumbrantes tonalidades, nos iremos acostumbrando a que, una y otra vez, la poeta vuelva a situarnos ante una casi inagotable gama de luces y sombras, muchas de ellas producto del desdén en la mirada: no la de los rostros, sino la que viene desde los ojos del alma; un amplio y abrumador paisaje en que deviene ésta su complaciente oda a la infelicidad.

***

Sin dejar de ser tampoco un jardín de las delicias, a la manera de Jerónimo Bosch (el Bosco), la parte que complementa y culmina el libro recibe pertinentemente el nombre de “El gran juego”, y en ella la poeta se permite ahora las licencias del amor gozoso (oxímoron también, de suyo, entre el pecado y el deseo), situación que, por ello mismo, no dejará de estar en pugna con el presumiblemente necesario complejo de culpa, el cual con abierta valentía  u olímpicamente, las más de las veces, será zanjado por sus acá  ávidos y a veces hasta jubilosos personajes (o personajas, las más).

Presiento la cercanía de bichos rígidamente carnosos

a tientas descubro su forma

son tan frágiles que buscan refugio en mi capullo,

se introducen, se reconocen en el calor.

En medio de mis piernas hay una crisálida que arrulla

entre vaivén y vaivén

los animalitos se alimentan, engordan,

crecen, se yerguen.

No sé cuál será el primero en convertirse en mariposa.

(“Bichos”)

 

Acá entonces, como ya anunciábamos –y como bien se nota– nos situamos abiertamente en otro nivel: ya no en el limbo sino en pleno paraíso de la carne. Y es ésta una propuesta que termina por lucir aún más, porque ejerce un erotismo abierto, poco convencional y además apegado a lo terreno, lo mismo que al terruño, lo cual quiere decir la propia raíz, esa que de tan local deviene sí universal, toda vez que tal es su apuesta y su conquista.

Miro los saguaros inmóviles, masculinos.

El tachi canta, vuela, se extiende en júbilo

porque madura en mi vulva un jugoso garambullo.

(“El tachi”)

Termino diciendo que me complace enormemente que Hortensia siga cultivando esta poesía con afán totalizante, donde por supuesto cabe lo vivo y lo muerto, lo individual y lo colectivo, lo recordable y lo por suceder, siempre con un manejo espléndido de su ya muy propio lenguaje y estructura(s), pero ante todo ejercitado desde una perspectiva madura que se permite como máximas licencias la ironía, el humor y hasta el sarcasmo… como el presente material, donde nos comunica esta su cruda e intensa concepción sobre el amor, la cual –desde luego–  queda situada a kilómetros mil de toda la retórica erótica procaz, cansina o sensiblera que por otros rumbos (muchos por desgracia) todavía pulula y anima (o desanima…).

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Hortensia Carrasco, El libro del buen amor, México, VersodestierrO/ Campo Literario, 2018.

 

 

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