Reflexiones sui generis respecto a la marcha en favor del NAIM

Si me piden que defina mi época, diría que vivimos en el siglo de la risa. Nunca en la historia tantos seres humanos se habían carcajeado como en la era de internet. Si un extraterrestre nos observara desde un telescopio interestelar, seguramente concluiría que somos los animales que sacuden la barriga. Por la frecuencia del fenómeno, además, deducirían que se trata de un tipo de regulación biológica. Y no estarían lejos de la realidad: una buena carcajada es como un bálsamo que hace soportable el mundo moderno.

Digo esto porque pensé que la risa sería mi diosa protectora en la marcha contra la cancelación del NAIM. Aposté a que esta deidad, sabedora de que le rindo culto asiduo, me rescataría de la locura. Imaginé que, en el momento decisivo, vertiría el aceite dorado de la hilaridad sobre mi testa, y que de ese modo, me carcajearía sonoramente en lugar de exasperarme por el luto riguroso que algunos de los asistentes vistieron para mostrar su aflicción por un aeropuerto cancelado.

Como digo, iba pensando en que hay que reír para no llorar. Sin embargo, ya en el terreno, navegando entre las cinco mil personas que se movilizaron -según las estimaciones de los organizadores-, reconocí los signos de una batalla espiritual en mi interior. La curiosidad, uno de mis pecados favoritos, comenzó a hacerme cosquillas. Porque -lo testifico- pude observar que algunos participantes encarnaban el arquetipo del que es fácil burlarse: ladies & lords, engalanados con ropa y accesorios de tiendas exclusivas, caminando dispersos por Reforma -individualistas hasta en la lucha, of course– con una actitud relajada que parecía más la de una tarde en Plaza Antara que la de una rebelión contra el presidente electo de Venezuela del Norte, antes México. También estaban las señoras decentes, que aprovecharon la movilización -quiero decir, que identificaron “una posible sinergia”- y salieron a pasear a sus poodles, recién acicalados en alguna boutique canina. En resumen, fueron quienes se esperaba que irían. Todo seguía su curso.

Sin embargo, pude constatar que no estaba en presencia de una colectividad homogénea. Había, por ejemplo, un grupo de jóvenes que parecían haber sido colocados en la marcha incorrecta: caminaban con solemnidad, llevando camisas sin ningún estampado; sus pantalones vaqueros tenían delgadas hebras adornando las bastillas, que coronaban sus zapatos desgastados -seguramente usados todo terreno-. Les pregunté por qué marchaban. Me dijeron que trabajaban en una empresa asociada a la construcción del aeropuerto y que simplemente no querían perder su empleo. Uno de ellos capturó mi atención: se notaba que no estaba acostumbrado a exponer sus ideas en público. Mientras hablaba, parecía que iba descubriendo el color de su propia voz, que era indudablemente auténtica.

Ahí las cosas comenzaron a complicarse. Porque este chico me simpatizó, y creo que es impropio reírte de quien podría ser tu amigo. En todo caso, te ríes con él, aceptando que las bromas irán de ida y de vuelta. Esa es la verdadera igualdad -lo demás es un invento de los politólogos para vender libros-. Así que tuve que aceptar que las cosas sociales, como suele suceder, son más complicadas de lo que preferiríamos reconocer: la marcha no era sólo de “fifís” y de empresarios, sino que, como me di cuenta a lo largo de distintas entrevistas, fue nutrida por trabajadores e incluso por simpatizantes de AMLO -que rechazan el método de consulta, o bien, que lo apoyan a él, pero no a sus colaboradores-. Por tanto, había que ponerse a pensar. No todo sería burla, chanzas e ironía.

Qué tristeza.

Cuando me pregunto qué es lo que me molesta de la marcha en favor del aeropuerto de Texcoco, pienso en lo obvio: me irrita el racismo, el clasismo y la xenofobia que vi en las mantas y carteles de algunos de los manifestantes; me rebasa la indolencia de muchos de los asistentes ante las verdaderas tragedias nacionales; me saca de quicio la frivolidad que hay que tener para vestirse de luto por la cancelación de un megaproyecto. Hasta ahí todo bien. Sin embargo, hay que advertir el riesgo de criticar sin autocrítica. Porque podemos llegar a sentir una indiscreta satisfacción: el orgullo de creer que somos mejores personas que ellos. Esta presunción, que he palpado en muchos espacios de discusión, es la otra cara de la misma hipocresía.

¿A qué me refiero? Leyendo los comentarios sobre la marcha, me encuentro con frases que se repiten: “aviéntenles a los granaderos”, “todos son unos idiotas, acarreados prianistas”, “pónganse a trabajar: ¿No que el cambio está en uno mismo?”, etcétera. Entiendo los ánimos de revancha; creo, además, que algo tan abierto como “votar por un cambio” se concreta en esta clase de escenarios inéditos, con gente privilegiada protestando y estudiantes burlándose de los marchistas. Sin embargo, hay una verdad que no podemos perder de vista: un mundo al revés no necesariamente es un mundo mejor.

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Respecto a los trabajadores que participaron en la marcha, podemos pensar que fueron obligados a asistir. Otra hipótesis es que son un caso típico de alienación: la burguesía nacional ha logrado que se confundan sus propios intereses con los intereses colectivos, utilizando para ello su brazo ideológico -los medios de comunicación- y el resultado de esa operación es el triste espectáculo del oprimido marchando codo a codo con su opresor. O tal vez -pongámoslo como una simple posibilidad- se sintieron directamente interpelados por una situación que, desde su punto de vista, compromete su empleo, y decidieron marchar, sin que eso suponga que están de acuerdo con cada uno de los aspectos implicados en la convocatoria. En cualquier caso, me queda el amargo regusto de que nos falta mucho para aceptar genuinamente la pluralidad y para reconocer la autonomía política de los otros.

Dime de quién te ríes y te diré quién eres, fue la conclusión que pude formular y que resultó más a mi gusto. Siguiendo esta nueva filosofía, empecé por reírme de mí mismo. Con ese gesto confieso que no creo ser mejor que nadie, ni considero que una esencial bondad habita en mi interior. Muy probablemente soy aprendiz de diablo, no de ángel. Aunque eso no me preocupa: tengo noticias de que el infierno es un club más interesante, que recibe con los brazos abiertos a los que ríen.

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