Un estándar imposible de sostener

Si usted tiene Twitter, y le gusta discutir los asuntos públicos (o, si lo hace en las sobremesas, los cafés o los grupos de WhatsApp), podrá dar testimonio de lo insoportable que se ha vuelto la discusión nacional en los últimos meses.

Si usted piensa lo contrario, y está disfrutando el tono y la calidad en los argumentos, puede tener uno de dos problemas: ser un mentiroso patológico, o sufrir de algún desajuste emocional y/o mental.

Pero, en cualquiera de los casos, usted no es el problema. Y, si es parte de él, lo es de forma marginal. Nuestro problema es que, nuevamente, los mexicanos hemos elegido no reformar nuestra esfera pública para acabar con estructuras pre-modernas (estructuras culturales, fundamentalmente).

El problema es que, nuevamente, decidimos tomar un atajo, como si no hubiéramos tenido ya suficientes experiencias colectivas de este tipo (en las que hemos transitado, indistintamente, de la “renovación moral” y la “administración de la abundancia”, a los “15 minutos” y “la enchilada completa”).

Y, esta vez lo hemos hecho con un amplificador: las redes sociales y las tecnologías de la información. Así como la imprenta fue un amplificador de los fenómenos políticos de su época, lo mismo sucede hoy: en un mundo híper-conectado no hay ideología que se sienta como minoritaria (del supremacismo al progresismo más cosmopolita; del ateísmo a la religiosidad más descabellada).

Es en ese contexto que el liderazgo político de Andrés Manuel López Obrador ha podido marcar el tono de nuestra discusión pública.

Andrés Manuel ha revitalizado la hegemonía cultural del nacionalismo revolucionario (por supuesto, apoyado por la historia simplista retratada en nuestros libros de texto) y se ha colocado a sí mismo en el centro de ese relato: así como Juárez y Cárdenas derrotaron a los villanos Díaz y Calles, él ha logrado vencer a la mafia del poder.

Sin embargo, aún en un país con un poder central tan hegemónico como lo es México (federalismo incipiente, capitalismo de compadres y medios de comunicación cooptados por el presupuesto oficial), serán las tecnologías de la información las que impidan la consolidación del relato lopezobradorista. (Para bien, o para mal, porque nada impide que la solución sea peor, como está ocurriendo en Brasil).

Y, eso sucede porque, si bien es cierto que la narrativa de Andrés Manuel era sostenible en la idílica gesta de un llanero solitario que recorrió el país frente a una clase política soberbia, cínica y alejada de las personas, el ejercicio de gobierno y la construcción de Morena no le permitirán sostener el estándar de discusión que él mismo fijó.

Nadie podría. Los seres humanos no somos ángeles ni demonios, sino una constelación de posibilidades que se materializan todos los días, a través de nuestras decisiones y de nuestra percepción.

Un estándar simplista, donde hay una “mafia del poder” claramente identificable que lucra con la desventura de los mexicanos, y que le es ajena por sus desplantes “pirruris” y “fifís”, se desvanece frente a las necesidades prácticas de la política y el Estado (y frente a las debilidades humanas de las personas que lo integran).

El ejemplo más contundente, aunque no necesariamente el más escandaloso, es que quien era el máximo representante de ese bando maligno hace 20 años (Alfonso Romo) es hoy el funcionario más encumbrado del lopezobradorismo.

Y el choque de ese relato con la realidad produce una tensión brutal: una parte de la población observa las incongruencias y sale a gritarlas a la tribuna pública, mientras otro gran segmento prefiere mantener su fe en el relato, a falta de opciones que le generen mayor identidad y/o esperanza.

Esa tensión permanente es el caldo de cultivo perfecto para que, en medio de la polarización, las voces menos elocuentes dominen el debate: por un lado, los oportunistas que buscan demostrarle servilismo a la nueva nomenklatura y, por el otro, una clase política cínica, clasista y racista que busca mantener el status quo, y que añora que Andrés Manuel fracase para demostrar que “todos son iguales”.

Frente a esa realidad, la apuesta política más necesaria (y, a la vez la más audaz) es la apuesta por los matices y el acotamiento de nuestras propias convicciones. Un espacio nada despreciable para construir ese músculo crítico es el de la sátira, y no será poco frecuente encontrarnos mejor representados por una ilustración cómica (cartón), que por un artículo de opinión grandilocuente.

Si queremos ofrecerle una alternativa distinta al país, hay que tener el compromiso de no convertirnos en lo que decimos combatir, de que nuestro activismo se aleje del desahogo autorreferencial y autocomplaciente, para centrarse en la construcción de nuevas agendas y nuevos espacios que cohesionen a grupos sociales.

Habrá que abandonar, también, los atajos. Cierto es, por ejemplo, que la corrupción es la más ofensiva de las características de nuestro régimen, pero tenemos que reinterpretarla como recientemente sugería una editorial de la revista Jacobin: la corrupción es también el diseño del poder que perpetúa desigualdades e impunidad.

Corrupción también es que en este país no podamos recaudar lo mínimo para construir un Estado de Bienestar. También es corrupción que no se cuestione una visión rentista de la economía, que privilegia la dinastía sobre el mérito. Y es corrupción que nuestra política social se concentre en los segmentos sociales que tienen la edad para votar, aún cuando la etapa más decisiva de nuestras vidas son los primeros años.

Otro México es posible. Y, nuestra generación tiene, como las que nos han precedido, la obligación moral de construirlo.

O, literalmente, morir en el intento.

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