Recordar, luchar y resistir a medio siglo de la rebeldía de 1968

«Una infracción de los reglamentos de policía (una reyerta de poca monta entre dos escuelas) que atrajo en su contra la más desproporcionada, injustificada y bestial de las represiones, tuvo la virtud de desnudar de un solo golpe lo que constituye la esencia verdadera del poder real que domina en la sociedad mexicana: el odio y el miedo a la juventud, el miedo a que las conciencias jóvenes e independientes de México receptivas y alertas por cuanto a lo que en el mundo ocurre, entraran a la zona de impugnación, de ajuste de cuentas con los gobernantes y estructuras caducos, que se niegan a aceptar y son incapaces de comprender la necesidad de cambios profundos y radicales», escribía José Revueltas el 26 de agosto de 1968, en un documento llamado Nuestra Bandera.

Un acto de construcción de puentes, de renovación de la memoria.
Y las cosas se han agravado 50 años después. Precisamente es la juventud de este país las que termina desaparecida o asesinada, sumida en acusaciones sin fundamento, prejuicios o en el callejón sin salida de la violencia. Es la gente joven, inquieta, con ideas nuevas o con ganas de conocer, de tener oportunidades, de trabajar y estudiar, la que no encuentra puerta alguna, ni abierta ni cerrada.

La movilización de este 2 de octubre de 2018, además de conmemorar el 50 aniversario del movimiento estudiantil y la masacre perpetuada en la plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco, también fue un acto de construcción de puentes, de renovación de la memoria.

Salieron a llenar las calles, las generaciones posteriores al movimiento estudiantil, aquellas que han defendido la educación pública, como por ejemplo, integrantes del Consejo General de Huelga que defendió la gratuidad de la UNAM entre 1999 y 2000, pero sobre todo salieron las organizaciones estudiantiles que hoy han defendido las universidades públicas de los grupos porriles.

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Marcharon normalistas de distintos puntos del país incluyendo a la Normal de Ayotzinapa, donde un vacío de 43 estudiantes desaparecidos desde aquel 26 de septiembre de 2014, sigue sin respuesta. En aquella fecha, los normalistas estaban haciendo colectas para juntar recursos y poder asistir a una conmemoración de los hechos de Tlatelolco. La conexión es inevitable.

Pero también salieron quienes defienden el territorio y denuncian los proyectos de muerte que se han operado desde hace varias décadas. El Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra  y comunidades afectadas directamente por la posible construcción del nuevo aeropuerto de la Ciudad de México, estuvieron caminando junto a los estudiantes.

Había algunas de las mujeres viudas de los mineros fallecidos en Pasta de Conchos, madres de algunos niños fallecidos en la Guardería ABC y el Comité 68, por supuesto.

Se respiraba un aire de memoria, de exigencia de justicia y de resistencia.

Y finalmente, como un acto de rebeldía contra el olvido, se instaló el Antimonumento 68, gracias a la colaboración y esfuerzo de muchas personas que prefieren diluirse antes de asumirse como voceros de la memoria de los estudiantes de 1968.

«Ni memoria embalsamada ni héroes de bronce, la memoria histórica convoca a superar la añoranza estéril para dar lugar a señales y símbolos que hagan evidente la relación entre el pasado, el presente de lucha y el futuro deseado» señala la comisión que hizo posible este acto. Se señala al Estado y al ejército mexicanos como responsables intelectuales y materiales de la represión, hace 50 años y de la violencia actual, a pesar de sus disfraces de crimen organizado.


En un país convulso y devastado por la violencia, no señalar a sus responsables es ser cómplice y este vigilante de la memoria que se yergue en un costado del Zócalo capitalino, recuerda que callar y olvidar son también actos de violencia contra la vida.


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