Nuestro hijo, cuento de Débora Hadaza

"Si vuelvo a escuchar que el embarazo es el estado más hermoso que puede vivir una mujer, que ser madre es lo más bello que a una mujer le puede pasar, voy a partirle la madre a quién lo diga", presentamos un cuento de la escritora Débora Hadaza

Por Débora Hadaza

 

Yo lo maté. Yo te maté.

Te dije que no quería ser madre. Te dije que me daba miedo. Te dije que iba dejar de ser yo. Pero tú querías un hijo, y poco a poco yo lo fui queriendo. Fui queriendo hacer cualquier cosa para demostrar que te quería. Ya no importa.

Estás aquí entre mis brazos, frío, podrido. Nada tiene remedio.

Si vuelvo a escuchar que el embarazo es el estado más hermoso que puede vivir una mujer, que ser madre es lo más bello que a una mujer le puede pasar, voy a partirle la madre a quién lo diga. ¿Y qué de la debilidad, de no poder pararte porque te da vueltas el mundo, de no parar de vomitar, de morirte de hambre y no soportar ni el olor del agua? ¿Y qué de las piernas hinchadas, de los calambres, de sentir asfixia, de ese peso letal clavado en los pulmones? ¿Y qué del terror cada vez que sangras, de sentir que no debiste caminar, ni moverte, ni respirar, ni gritar, ni pelear, ni odiar, porque de seguro eso es lo que le hizo daño al bebé? Y entonces no pararte en meses, no ser tocada en meses, dejar de ser importante, de ser tú en meses. Dejar de vivir.

Y una mañana te doblas de dolor y te dicen que son las contracciones, que es normal. Y te dicen que tienes que ser valiente y soportar el dolor, que es normal. Pero nunca te dicen cuánto dolor es demasiado, cuánto es normal. Y pasan horas, una tras otra, y el cuello uterino no se abre, y aun así te meten la mano entera hasta tocarte el útero, cada hora, y a nadie le importa, porque también es normal. Y siguen pasando las horas, y nada. Llega la noche, la eterna noche y cada minuto es un pequeño infierno, y descansas un segundo para retorcerte otra vez. Y así la noche entera. Son las dos de la mañana, dos centímetros. Son las seis de la mañana dos centímetros. Son las ocho de la mañana, tres centímetros. Y entonces entra el partero y te dice que como pudiste ser tan necia, no es normal que no se abra el cuello, que por qué no dijiste que sentías tanto dolor, que hay un cuadro de sufrimiento fetal, que cómo pudiste hacerte tanto tiempo la valiente. Que debiste pedir la cesárea. No era normal.

Aquí estás. Tan tieso para mí como esos nueve meses. ¿Y sabes? Nunca nada fue normal. No era normal que me olvidaras. Que me hicieras culpable de todo el tiempo que no me embaracé. ¿Qué fui tantos años para tí? Una matriz descompuesta, una tierra seca, unos senos marchitos. Yo soy una mujer, yo te amaba, quería ser tu amante, quería amarte aunque se rompiera el cielo, sentirte siempre adentro, no dejar de tocarte, seguir despertando tu lujuria hasta la muerte. Y tú me viste como la vaca que pariría tu becerro.

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Cuando por fin nos entregaron al niño, a ese bebé pálido, pequeño y frágil, ya no volviste a verme. Y eso que mi aparatosa hemorragia vaginal tampoco era normal.

Pero desde ese día la palabra normal perdió sentido. ¿Qué nivel de enajenación debe tener una persona para aceptar hacer lo que yo hice? Y aquí, contemplando tu rostro, no entiendo como pude creer que eso era amarte, que debía hacerlo. Pinche amor más jodido.

Al llegar a la casa, lo alimenté, eructó dos veces, y dejó de respirar. ¿Qué vudú hicimos, tú con tu ceguera paterna y yo con mi amor rechazado?

Las horas se te iban mirándolo. No te parecía extraña esa perfección de porcelana. Esos ojos que nunca se abrieron. Esa boca que jamás sonrío, que sólo se abría para comer. Esas manos que nunca asieron nada. ¿Era el poder de tus ojos quién lo mantenía integro?

Cada vez que era hora de amamantarlo temblaba. Ese cuerpo perfecto, esa cara de ángel, jamás se calentó, helaba hasta quemar. El frío fluía de mis pezones hasta mis cabellos, desde mis senos hasta los tuétanos. Mientras su voraz boquita me ordeñaba, me insuflaba vacío, hielo. Una semana después la leche se fue.

Codependencia. ¿No es esa la palabra que usan para definir cuando alguien se deja envilecer por otro con tal de que no lo deje? Esa es otra palabra que necesita redefinirse. Cuando me lo acercaste no pude rechazarlo, sabía que ya no había leche, pero aun así le di mi pecho. Succionó, tanto y tan fuerte que su boca empezó a borbotear sangre. Y el dolor me volvió a retorcer. Pero tu mirada. ¿Qué más leer en tu mirada sino el reproche: egoísta, malvada, mala madre? Traté de explicarte que no era mi culpa, ya no tenía leche, yo no había hecho nada para perderla, simplemente dejó de salir. Y otra vez tu mirada. ¿Fueron tus ojos los que me mantenían idiota? Tu mirada comenzó a calentarme, pusiste al bebé en su cuna. Y arremetiste a caricias sobre mi cuerpo sediento de tí. Duele decirlo pero nunca me habías besado de esa manera. Puritano, perro del demonio.

De pronto tu boca mamaba de mí una nueva leche. Milagrosa, excitante, lujuria blanca y liquida. No sé cuántas veces me vine. Pero a ti no te importó. Cuando te saciaste fuiste al bebé, lo pegaste a tu pecho, y él bebió de ti.

Bizarro ¿Qué significa la palabra? Alucinante ¿puede servir? Toda la escena, sin cortes. ¿Demencia? ¿Magia negra? ¿Cuánto tiempo podía durar? Yo soporté un mes.

Y ¿qué te digo ahora? ¿Me persigno? Yo también estaba ahí, yo era la que te alimentaba. ¿Quién tenía más hambre? ¿El pequeño monstruo, tú de cuidarlo, o yo de que volvieras a tocarme? Era como tomar agua de mar. ¿Cómo pude amarte de esa forma?

Cada tres horas. La primera vez que olí las rosas putrefactas pensé que era de las ganas que te tenía. Pero la segunda vez, y la tercera, y la siguiente, supe que ese olor, y la bruma espesa que llenaba el cuarto, no podían ser más que obra del demonio. Eso y su llanto. Llanto a boca cerrada. Llanto lejano, como si llorara la tierra, las raíces de las arboles, los cimientos de los volcanes, los espíritus torturados en el inframundo. ¿Qué nana arrulla al diablo?

No sé cómo pude decírtelo. Tal vez me di cuenta que ya te habías ido y el camino ya no tenía retorno. Está muerto. Está muerto. ¿No ves que está muerto?

Y otra vez tu mirada. Yo pensé que iba a matarme, pero sólo me maldijo. Fuiste a la cuna. Lo cargaste, y seguramente alguien escuchó mis suplicas, porque al tocarlo se fue deshaciendo como harina entre tus dedos, harina llena de gusanos, blancos, gusanos de porcelana, de nieve, pero gusanos.


Traté de pararte, pero tu fuerza ungida, y mi debilidad de hemorragia lograron que te fueras. Te perseguí a rastras, sin fuerzas ni de llorar, pero tú corrías. ¿A dónde? ¿Llegaste al infierno mi vida? Te fallé, no pude alcanzarte.

Un jueves te trajeron. Tan muerto como tu hijo, como mis sueños, pero mi amor está vivo. Y aquí estoy. Y aquí estás. Nunca nada será normal. Tu cuerpo se pudre pero tu boca succiona. Yo nunca te dejaré ir.

 


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Débora Hadaza es Licenciada en Composición Musical por la UMSNH. Participó en la antología de poetas de latinoamérica llamada “Poesía Digital. Antología APP” publicada por MANGO BICHE ediciones, Colombia 2017. Es columnista de la Revista Digital Alquimia MX. Es colaboradora continua del diario “EL DESPERTAR” de Zitacuaro Michoacán, y de la Revista de Cultura “Contenedor de Arte”. Participó en la “Antología de Escritores Seriales 01” por KALA Editorial, 2008. Presentó en abril del 2018 su libro de cuentos “Histerias de la Memoria” de la Colección Bicornio de las editoriales independientes Editorial Endora y Cartopirata Ediciones.
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Este cuento forma parte de “Histerias de la Memoria”, una colección de 13 cuentos de la escritora mexicana Débora Hadaza, publicados por la Colección Bicornio de las editoriales independientes Editorial Endora / Cartopirata Ediciones. Una de las particularidades de esta primera edición es que cada portada es completamente única, elaborada artesanalmente a mano, proporcionando a cada libro el valor de arteobjeto.

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1 comentario

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