‘El sueño que no era’, cuento de Luis Ricardo Palma de Jesús

"Ahí estaba Horacio, mirándose a sí mismo durmiendo en aquella cama, y pensó seriamente en despertarlo en un brusco movimiento; pero no lo hizo porque pensó que aquel Horacio era el mismo que se encontraba aún dormido, soñando que un día salía de la casa y que no reconocía nada", presentamos un cuento de Luis Ricardo Palma de Jesús

Por Luis Ricardo Palma de Jesús

Cuando Horacio se levantó temprano para celebrar su cumpleaños, y después de caminar y cruzar el zócalo, se dio cuenta que estaba en otra época. Lo supo por el zumbido de un buque que zarpaba frente al muelle del malecón y por la parvada de automóviles que avanzaban rápidos por toda la costera. Caminó tratando de distinguir aquella cuidad impoluta. Miró anuncios publicitarios, teléfonos públicos y comerciantes; observó personas que —sentadas frente a la catedral, aquella icónica iglesia de campanarios del siglo pasado— jugaban con celulares, objetos que él desconocía y que nunca había visto. No conocía nada. Incluso sintió las extrañas miradas que le lanzaban los transeúntes al mirarlo atónito. Avanzó lento, con la cámara fotográfica al cuello y con la boina gris de su época. Atropelladamente cruzó la carretera, y cuando estuvo del lado del malecón un policía lo miró con desdén y extrañeza. Pero él no se inmutó. Trató de disimular su paso inseguro y buscó con el lente de su vieja cámara algún pájaro que volaba entre las ramas de un árbol. Los policías notaron que el abrigo de estameña, los pantalones acampanados y la andadura de plantígrado no eran habitual de un turista, de modo que dos agentes bajaron de la patrulla para ver de cerca a aquel hombre anacrónico y sospechoso. Horacio trató de tomar fotografías; pero su vestimenta lo evidenciaba, y por más que buscó un pretexto en el cielo, no pudo evitar el porvenir.

—Joven, ¿nos permite una revisión?

Horacio trató de ocultar sus ojos de almendra y miró que entre las nubes una gaviota surcaba el azul de la tarde; a lo lejos, los yates bailaban sobre las aguas del pacífico. Los policías buscaron algún arma que pudiera traer Horacio; no encontraron nada. Nunca habían visto a un hombre semejante, asustado, con una vieja cámara fotográfica y ropa que ya no se usaban.

—Es un loco, comandante —dijo uno de los policías. Pero el oficial no estaba convencido de que la actitud de Horacio era precisamente de un loco.

—¿Trae alguna identificación?

—Este… sí —respondió Horacio con titubeante voz.

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Sacó del pantalón una credencial.

—¿Mil novecientos sesenta y ocho? ¿Acaso se está burlando de nosotros?

—No. Ésa es mi credencial. La más reciente. Mi nombre es Horacio Cuéllar Miramontes y tengo veinticinco años. Soy fotógrafo desde hace ocho años y trabajo para una agencia de noticias. No sé cómo fue que llegué hasta aquí. Sólo recuerdo que salí de casa para celebrar mi cumpleaños. ¿Qué fecha estamos?

Los policías miraron a Horacio con diligencia mientras el silencio parecía decir con su lenguaje lo que no se puede decir con palabras.

—Diecisiete de mayo —respondió un policía.

—Sí, nací el diecisiete de mayo de mil novecientos cuarenta y tres. Hoy cumplo veinticinco años. Yo iba saliendo de mi casa… pero…

Horacio trató de explicarles que había salido de su casa rumbo a la redacción para celebrar su cumpleaños con los amigos de la prensa; pero en el momento que cruzó la puerta de su vivienda las calles eran otras: el color de las casas, el pavimento de las avenidas, el ruido de la ciudad; incluso, el clima fresco en que se encontraba; trató de decir que él era el más desconcertado; nunca en la vida imaginó que salir de casa significaría estar en otra época sólo para hacerle ver a un policía del futuro que el tiempo sólo es un invento del hombre; y que en realidad uno puede despertar en el tiempo de Abraham y los sacrificios humanos o en un sueño cenagoso de alguien que sueña que está soñando. Después de una entrevista, le dijeron a Horacio que lo llevarían al Ministerio Público para confirmar sus datos de procedencia y armaron un prontuario con sus referencias domiciliarias.

Los policías entraron a las oficinas y Horacio los siguió con paso torpe. Nunca había estado en un lugar tan iluminado: los ventiladores de techo, focos ahorradores, ventanas sin balcón y tiestos artificiales con decoraciones de colores. Todo en ese lugar le era ajeno y confuso. Cuando el comandante vio a Horacio supuso que era un loco. No le tomó demasiada importancia, ni siquiera preguntó sobre los acontecimientos históricos que vivía el país, sólo para confirmar si realmente pertenecía al pasado. Los policías pensaron que aquel joven se había perdido y que al salir de su casa una especie de amnesia le nublaba la memoria; pero era una aseveración demasiado superflua que los llevaba a más confusiones, porque no era un hombre sin memoria, sino alguien desorientado, como perdido en un sueño que era soñado por alguien en un remoto lugar del mundo.

Lo que hicieron fue mandarlo con Robespierre, un prestigioso médico psiquiátrico del sanatorio de la ciudad para que le hiciera una entrevista. Horacio trató de hacer memoria, si había visitado aquel lugar; buscó en cada rincón de la oficina algún objeto que le permitiera vislumbrar su entumida memoria, pero era imposible, y más porque lo habían considerado un completo loco que deambulaba por las calles. Así que después de que le tomaron los datos en el Ministerio Público, los policías lo trasladaron al sanatorio. En el trayecto pensó en su familia, en su madre, en sus amigos del trabajo. Pensó que, después de casi ocho años de ejercer el periodismo, ahora él sería la nota del día siguiente, y despertaría dudas respecto a su desaparición. Temía que sus amigos lo buscaran en las manifestaciones de estudiantes y maestros que hacían en las plazas de la ciudad de México, y que por su culpa terminaran asesinando a cuanto se dispusiera a encontrar su paradero.

Ya instalado en el sanatorio, Horacio entró en la sala de Robespierre, y se sentó en un sillón de piel. Sentado en el escritorio, el doctor estaba con la mirada hacia abajo, haciendo unas notas en papel carbón con sus manos de pianista, y cuando alzó la mirada, un calambre lo cimbró desde la boca del estómago hasta cerrarle por completo la garganta. Miró a Horacio, con su abrigo de estameña y con la cámara fotográfica al cuello. Se levantó de su escritorio y dio dos pasos lentos, y con sus delgados dedos se quitó los lentes para examinar a aquel joven de aspecto extraño. Él era bueno en recordar rostros pero no nombres ni apellidos; y buscó en su empolvada memoria aquella mirada que tenía frente a él; porque algo había de ese rostro en su pasado, alguna historia que durante mucho tiempo le quitó el sueño; incluso, llegó a pensar que ese joven que tenía enfrente era alguien tan importante que, de ser quien pensaba, estaría en un grave problema, porque no sólo se implicaba él, sino una persona a quien quería mucho y que desde hacía tiempo ya no veía; incluso llegó a pensar que todo era un sueño, y que tan presente estaba esa historia en su vida, que tuvo la ligera impresión de haber pasado más de veinte años soñando lo mismo desde el día en que conoció a Sagrario. Horacio lo miró con sus ojos de leña y le sostuvo por un momento la mirada; pero no duró mucho porque los ojos se le cayeron de tanta presión que había en las pupilas de Robespierre. Estuvo sentado, esperando a que el doctor le dijera algo que no lo intimidara, algo que le permitiera relajarse en ese momento tan incómodo. En ese lugar había otro silencio; en cada latir del reloj de pared, en cada chasquido que emitía la rama de un árbol que rosaba el cristal de la ventana y de la campánula que se movía ligera en la maceta. Robespierre se detuvo detrás del sillón, y con su pesada voz de veterano le preguntó a Horacio cómo estaba.

—No lo sé, doctor.

—¿Qué es lo que no sabes?


—No sé cómo estoy.

—¿Por qué no sabes cómo estás?

—Porque no sé dónde estoy ni cómo llegué aquí.

—¿No sabes cómo llegaste aquí? —el doctor retomó su paso lento y con la mirada hacia la pared regresó a su escritorio y puso los lentes en la mesa para poner atención a las palabras de Horacio.


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—No. Ya le expliqué al policía que no sé cómo llegué aquí.

—¿Cómo te llamas?

—Horacio. Mi nombre es Horacio Cuéllar Miramontes.

—Muy bien, Horacio. Yo soy el doctor Robespierre. Y, ¿no sabes por qué estás aquí?

—No lo sé, doctor.

—Entonces, si no lo sabes, platícame de ti.

—¿Qué quiere que le diga?

—Dime de dónde eres, a qué te dedicas.

—Soy de la ciudad de México y trabajo para una agencia de noticias.

—¿Eres fotógrafo?

—Sí.

—Es curioso. Esas cámaras ya no se fabrican.

—Se fabrican. Son actuales.

—No te preocupes, Horacio. Todos creemos que las cosas nos pertenecen; pero en el momento en que se crea algo, ya no existe y forma parte del pasado. Pero ése no es el punto. ¿Tienes familia aquí?

—No, no tengo familia aquí. Y no sé cómo fue que llegué. Doctor, ¿qué fecha estamos?

—Diecisiete de mayo del dos mil dieciséis.

—No puede ser. Yo estoy en la fecha del diecisiete de mayo de mil novecientos sesenta y ocho —Robespierre cruzó la pierna, detrás del escritorio, porque sabía que aquel joven no era cualquier persona.

—Puede ser, Horacio. Mira el calendario. Estamos a diecisiete de mayo del dos mil dieciséis.

—No sé cómo es que llegué a este lugar. Yo salí de mi casa… y de pronto, cuando crucé la puerta, las cosas habían cambiado por completo. Las calles eran empedradas; y de pronto comencé a sentir calor, cosa extraña para una ciudad como en la que vivo. Iba rumbo a la redacción para celebrar mi cumpleaños; pero ya no encontré nada. Pregunté por las calles, pero nadie supo darme razón. Me perdí en las cuadras de una ciudad que comencé a desconocer. Sigo sin entender, doctor. ¿Acaso piensa que le miento, o que estoy loco?

—En absoluto. No pienso eso. Pero necesito que me cuentes de ti para saber qué es lo que pasa contigo.

—Doctor, sólo sé que estoy asustado y nervioso.

—No tienes de qué preocuparte. Platícame de tu vida. ¿Vives con tus padres? ¿Tienes hermanos? ¿Estás casado?

—Vivía con mis padres; pero desde que asesinaron a mi papá, mi madre comenzó a tener muchos problemas. Incluso, a ella se le culpó de homicidio en contra de mi padre.

—¿Cómo fue eso?

—Exactamente no lo supe. Yo estaba estudiando cuando ocurrió eso. Incluso llegué a odiar por mucho tiempo la escuela porque pensé que no tenía caso asistir a una institución para recibir un título inservible. Recuerdo que cuando entré a la casa vi que mi mamá estaba desesperada, como loca, y me dijo que me metiera a mi habitación y no saliera de ahí. Le echó llave y estuve un largo rato sin saber qué era lo que pasaba. Después llegaron a la casa buscando a mi mamá y se la llevaron porque pensaron que ella había sido la culpable. Lo que yo no supe era que mi mamá tenía problemas esquizofrénicos, y que desde hacía tiempo ya no recordaba a su familia. Supongo que por ese entonces ellos, mis padres, discutían demasiado, y más porque mi hermana tenía la idea de ser una gran pintora, que por ese entonces significaba morirse de hambre.

“Mi padre era maestro de una escuela primaria. Pero como en ese momento se vivían años difíciles y de cambios, varios profesores eran desaparecidos para que no hicieran ruido con sus protestas ni luchas laborales. Poco después de la muerte de mi padre se descubrió que había sido envenenado en la misma institución donde trabajaba. A partir de ese momento todo fue triste porque mi madre no quedó igual. Le costaba trabajo superar aquella pérdida; y como no estaba consciente de su enfermedad, ella pensó que mi padre había muerto por su culpa. Y durante mucho tiempo estuvo así, sin hacer nada, hasta que mi hermana mayor y yo dejamos la escuela y nos pusimos a trabajar para no pasar penurias. Fue entonces que mi hermana abandonó la ilusión de querer pintar y yo me dediqué a la fotografía. Por fortuna conocí a personas que pronto me dieron la oportunidad de trabajar como reportero.

—¿Cómo se llama tu mamá?

—Se llama Sagrario.

—Y, ¿cómo está tu mamá ahora?

—Sigue enferma. Como ya no la veo, sé que la está atendiendo un especialista.

—¿Y conoces al especialista?

—No, no lo conozco. Mi hermana sí, porque es ella quien se encarga de pagar todos los gastos del médico; y yo soy el que se encarga de sufragar los gastos de la casa.

—¿Tienes alguna foto de tu familia?

—Doctor, honestamente no sé a qué quiere llegar con todas estas preguntas.

—Es necesario que me respondas para saber qué pasa contigo.

—Sí, tengo una fotografía.

—Muéstramela, por favor.

Horacio sacó una fotografía en cuerpo menor. El doctor se puso los lentes y miró: estaba Horacio, siendo un niño; su padre, el maestro, tan robusto como en sus mejores años; su madre, tan bella con sus ojos de otoño y los labios sutilmente pintados de rosa; y la hermana, que en ese tiempo estaba en silla de ruedas. Alzó la foto para verla con la luz que se metía diligente y se levantó hacia la ventana. Estuvo un rato callado, casi inmóvil, asegurándose que esa fotografía no era una broma de mal gusto. Pero no: todo apuntaba a que la mujer que aparecía en esa fotografía era la misma que años atrás él había conocido durante muchos años, y a quien había encontrado por azares del destino en un sanatorio donde era practicante de medicina mental. Sagrario. El mismo nombre y los mismos ojos amarillos de alcaraván, los mismos labios rosados, los mismos vestidos largos y el mismo color de piel.

—Horacio, lamento mucho la historia que me acabas de contar. Pero necesito que me cuentes más sobre ti. No ahora. Por hoy es suficiente. Sólo quiero pedirte un favor. Quédate unos días aquí, en el sanatorio, para seguir con otra sesión. Tengo que salir de urgencia. Necesito hacer algunas investigaciones para poder resolver tu caso. Pero en un par de días estaré de vuelta.

—Pero si yo sólo salí de mi casa para celebrar mi cumpleaños. No estoy loco.

—No digo que lo estás. Sin embargo necesito que te quedes. Por favor. Sólo unos días.

Horacio no tenía otra alternativa. Si no sabía cómo había llegado a ese lugar, tampoco sabría cómo regresar a su casa y a su época. El doctor condujo a Horacio a una habitación del sanatorio. Una mujer, que trabajaba como seguridad, acompañó a Horacio para indicarle las instrucciones y para darle algo de comer. Era una potranca maciza que sabía cómo tratar a los enfermos; pero cuando vio a Horacio no supo cómo reaccionar. Se sintió tan embelesada ante aquel joven que cuando se le acercó no supo si estaba hablando con un humano o con un fantasma, y no lo pensó por la blancura de su piel, sino por lo extraño de su ropa y de su boina. Le lanzó una mirada discreta, tratando de no ser tan obvia, y volvió hacia él para decirle que el servicio de comida estaba abierto; pero Horacio no quiso bajar al comedor, y le pidió como favor especial que le llevara la comida a la habitación.

—La próxima no será así. No tengo permitido hacer este tipo de favores.

—Te agradezco mucho.

—No me agradezcas a mí. El doctor Robespierre fue quien me dio autorización.

—Entonces, gracias al doctor.

—Estaré en el pasillo por si necesitas algo.

—Gracias.

La mujer miró a Horacio desde afuera y lo contempló en un profundo estado de estupor. A diferencia de los demás enfermos, ella no encontró en él algún indicio de locura; al contrario: lo notó más asustado que loco, e incluso pensó que ese pobre joven era sólo alguien que había olvidado quién era y que ahora trataba de recordar su pasado. Horacio permaneció recostado en la cama, mirando hacia el techo, tratando de encontrar una explicación a todo lo que le había ocurrido. No era el cumpleaños que él hubiera querido. Por un momento deseó que su viaje en el tiempo fuera un sueño. Pero nadie, incluso el doctor, le había hablado de esa posibilidad. Dejó el plato sobre la mesa y desde el visillo de la puerta miró a la guardia, y con una leve sonrisa le agradeció de nuevo el favor. Después sintió que una mirada le arañaba la espalda y cuando volvió los ojos, alguien idéntico a él dormía apaciblemente en la cama, con los ojos abiertos, con la misma boina y con la cámara fotográfica. Ahí estaba Horacio, mirándose a sí mismo durmiendo en aquella cama, y pensó seriamente en despertarlo en un brusco movimiento; pero no lo hizo porque pensó que aquel Horacio era el mismo que se encontraba aún dormido, soñando que un día salía de la casa y que no reconocía nada. Sabía que si era un sueño tarde o temprano despertaría y podría llegar al final de este amargo momento. Se dirigió a la ventana y vio cómo la ciudad era devorada por el atardecer.

 

 

*   *   *

 

 

 

—Señora Sagrario, ¿se acuerda de mí? —preguntó el doctor Robespierre.

—¿Quién es usted? —respondió Sagrario, apenas con su apagada voz de candil viejo.

—Soy Robespierre, su médico de hace algunos años.

—Robespierre, Robespierre, Robespierre…

—Señora Sagrario, tengo algo urgente que contarle.

—Robespierre, Robespierre…

—Hace un par de días llegó al sanatorio donde trabajo un joven fotógrafo muy parecido a su hijo.

—¿Mi hijo? Robespierre… ¿mi hijo? ¿En dónde está mi hijo?

—Estoy casi seguro, señora Sagrario. Esto que le cuento ha superado cualquier realidad. No entiendo cómo es que llegó al sanatorio. El informe que me dieron los policías decía que lo encontraron en la calle, desorientado, con la cámara, perdido. Después lo llevaron a mi trabajo para hacerle un diagnóstico. Sin embargo, resulta que el joven tampoco sabe qué es lo que sucede.

—Pero, usted me dijo que no… que yo estaba loca.

—Señora Sagrario, nunca dije que estaba loca. Pero no podía dejarla fuera del hospital porque corría el riesgo de que le pasara algo.

—La he pasado muy mal durante este tiempo. Mi hijo, mi hijo ya no regresó a casa. Me lo desaparecieron. Me lo mataron.

—No, señora Sagrario. No lo mataron. Horacio no regresó a casa porque se perdió.

—Me lo mataron esos militares en la plaza.

—Por eso vine a visitarla, para decirle que se traslade conmigo al sanatorio para que vea a Horacio.

—¿Cómo me dice eso?

—Se lo aseguro. Hay una fotografía en donde están todos ustedes, en familia.

—¿Después de todo no estoy loca?

—De ser así, yo también estaría loco.

—No se burle de mí.

—No lo estoy haciendo, señora Sagrario. En cuando vi al joven me acordé de su caso y de todo lo que tuvo que pasar.

—Mi hijo está muerto. Me lo mataron.

—Le repito, señora: su hijo no está muerto.

—¿Le sirvo una taza de café?

—No, gracias, señora.

—¿Acaso piensa que…?

—No pienso nada, señora Sagrario. Sólo que no me apetece un café en estos momentos. Estoy desconcertado, así como usted.

—No pensará que si toma café tendrá el mismo fin que mi esposo difunto.

—No pienso lo que usted piensa. Lo que quiero es que me acompañe para que conozca a Horacio, al joven que está en el sanatorio.

—Robespierre… Doctor Robespierre, llevo años tratando de superar la muerte de mi esposo. Ya estoy muy vieja como para creer que mi hijo está vivo. Y de ser así, no creo que le interese conocer a su madre a esta edad, que está hecha casi un cadáver.

—No diga eso, señora Sagrario. Acompáñeme. Ya compré los boletos. Mañana salimos temprano. Paso por usted a primera hora. Me estoy quedando en un hotel cerca de la ciudad.

—Doctor, ya casi no puedo caminar. Vea mi casa, está muy vieja, como yo. Mi hija apenas y me da lo necesario para poder vivir.

—No se preocupe por el dinero. Los boletos están pagados para su ida y su regreso. Allá tendrá un espacio para dormir y comer.

—Me duele todo mi cuerpo. Ya casi no veo nada.

—Entiendo, señora Sagrario. Todo esto parece un sueño. Siento como si aún siguiera dormido.

—¿Un sueño? ¿Qué es un sueño, doctor?

—Un sueño es un espejo roto en donde creemos que todas las piezas pueden formar de nuevo aquellas miradas y objetos que lo habitaron.

—Estoy muy vieja para entender esas cosas.

—No es la edad, señora Sagrario. Se necesita un poco de inocencia para creer.

—Yo creo que será mejor que mañana nos veamos. Ahora estoy cansada.

—A primera hora paso por usted, señora.

 

 

 

 

*   *   *

 

 

 

Era muy largo el tiempo como para ser un sueño, si es que existe el tiempo en los sueños. Horacio se veía a sí mismo acostado. El otro, el que estaba frente a la ventana —sellada por dentro y por fuera— trató de recordar la última vez que salió de su casa. No es posible, pensó; y volvió la mirada a la cama.

Durante los días que estuvo, la guardia trató de hacerle más ameno el encierro. Por las tardes, después de la comida, lo invitaba a caminar en el jardín. El segundo día en que estuvo en el sanatorio, Horacio encontró en la guardia no sólo a una trabajadora de carácter fuerte y responsable, sino una mujer reacia, escrupulosa y amable. Aunque no tenían mucho tiempo para estar juntos, la guardia buscó la manera de entablar una conversación no tan rudimentaria y rompió el proceso protocolario que tenía con los demás enfermos. Sentados en una banca, frente a un árbol ella le dijo Tú no estás loco, Lo sé, le respondió Horacio; se sentía comprendido y supo que en ella encontraría la manera de salir de ese lugar. No puedo hacer nada, le dijo ella, porque si lo hago me voy a meter en un grave problema. Pero aquí estaré para hacerte más llevadera tu estancia, Ayúdame, por favor, te juro que no estoy loco, le insistió Horacio, Espera a que el médico llegue, quizá él tenga una respuesta a todo lo que te pasa; mira, entiendo cómo te sientes, debo confesarte que nunca había visto un caso similar en los casi cinco años que tengo trabajando como guardia; me imagino que te has de sentir muy desesperado, pero ten calma, pronto regresarás a tu casa, No podré regresar porque no sé ni cómo llegué aquí, le respondió Horacio, con los pocos ánimos que le quedaban, El doctor no tarda en llegar, debes ser paciente. La mujer se levantó de la banca y fue a hacer su guardia de medio día en la segunda planta. Estaba acostumbrada al trato con los enfermos y a los olvidos siniestros de los pacientes. Una ocasión le tocó cubrir el turno de la noche, y cuando dio su habitual rondín, una voz que provenía de una habitación le llamaba. Por un momento pensó que era una mujer que ella conocía a la perfección; pero en cuanto se acercó a la puerta se dio cuenta que en esa habitación no había nadie. Abrió la puerta y dentro había sólo un eco que rebotaba en las paredes y se deslizaba en cada recoveco, en cada esquina, en cada vacío que inundaba todo. Ésa era la habitación que permaneció aislada de los enfermos porque desde hacía tiempo alguien se había suicidado y de cuyo suceso se pensó que había sido un homicidio, y que el asesino se encontraba en el sanatorio; pero ni las diligencias pudieron descubrir la verdad sobre aquella muerte. Este recuerdo llamó mucho la atención de la guardia, porque desde el primer día instalaron a Horacio en esa habitación; en ese lugar que durante meses permaneció vacía. Y pensó que lo mejor era alejarse de aquel hombre, porque tenía la ligera premonición de que su caso no terminaría nada bien. Lo que más le dolió fue que tenía que abandonar sus principios y su bondad. Se vivían años difíciles en donde cualquier acto de caridad significaba la condena.

 

 

 

 

*   *   *

 

 

 

El doctor ha llegado con una señora muy vieja. Ella trae el cabello cenizo y un largo vestido floreado. Apenas puede caminar. El doctor me ve y desde lejos me saluda. Estoy en la segunda planta, vigilando el pasillo. Supongo que el doctor trajo a otra paciente más. Pobre señora, ya se ve muy vieja. Veo que entra con el doctor. Él no trae buena cara. Después, sale y me hace señas. Bajo la escaleras. Parece que algo no anda bien.

—¿Cómo está Horacio?

—Supongo que bien.

—¿Sigue en la habitación?

—Sí, ahí ha de estar. ¿Todo bien, doctor?

—Ammm… no, algo no anda bien.

—¿Qué pasa doctor?

Me toma del brazo y me conduce a un rincón.

—¿Viste a la señora con que llegué?

—Sí, la vi. A la anciana.

—Es algo que me ha costado trabajo entender.

—¿Qué pasa?

—Hace más de veinte años tuve una paciente en el anterior sanatorio. Ella me platicó que la habían acusado de haber matado a su esposo. Y a partir de ese momento comenzó a tener mucha ansiedad. Total, meses después, por esa época, se vivía un ambiente terrible. Me platicó que una vez su hijo salió de casa y jamás regresó. En ese momento pensé que el grado esquizofrénico que tenía había empeorado. Seguimos el tratamiento hasta que yo tuve que dejar a la paciente y venirme para acá. Mira, lo que pasa es que la anciana que acabas de ver es doña Sagrario. Y aunque parezca increíble, el muchacho que está aquí, Horacio, es el hijo de esta señora.

No le digo nada. Entiendo por qué Horacio ha estado tan distante; tan lejos, como inalcanzable. El doctor se lamenta y me sigue contando y yo sin saber qué decirle. Estoy tan acostumbrada a este tipo de historias que no me sorprendería que la señora resultara ser mi madre. El doctor me mira y me pide que lo acompañe a su clínica. Veo a doña Sagrario. Ahí está, sentada, como ida, como si tampoco ella perteneciera a esta época. Cierro la puerta y salgo a la segunda planta. Pienso que sería bueno contarle a Horacio que su mamá está aquí. Pero eso no me corresponde. Supongo que el doctor fue a buscar a la señora para contarle la verdad, lo que está pasando. Bajo al jardín. A esta hora él debe estar sentado en una banca. Lo busco. No lo veo por ninguna parte. Quizá esté en la habitación. Voy a buscarlo. Toco la puerta. No responde. Le hablo. Tampoco. Es raro que Horacio no responda. Abro la puerta. No está. La cámara y la boina están sobre la mesa. El doctor viene con la señora, rumbo a la habitación. Le digo al doctor que Horacio no está, que ya lo busqué abajo, en el jardín, y que pregunté si lo habían visto en el almuerzo. Nadie lo ha visto.

Bajo a buscarlo de nuevo, en las bancas. Nadie lo ha visto salir. Regreso a la habitación. Le confirmo al doctor que no está. Me dice que no pudo haberse escapado, que la ventana está sellada. No respondo nada. La señora se ve más desgastada. Ella parece reconocer la cámara y la boina. Es de mi hijo, dice, es la boina que llevaba cuando salió de casa. El doctor permanece inmóvil. Me acerco a la cama y toco la sábana. Aún está tibia, les digo. La ventana también está tibia. No, no pudo haber escapado. Él no tenía esas intenciones. Ayer platiqué con él y me dijo que esperaría. El doctor me mira dubitativo. Cree que yo tengo que ver con su desaparición. Ayer estaba aquí, le dije. La anciana se sienta en el borde de la cama y acaricia las sábanas. Siente el calor, la humedad de la almohada. Ella llora. Y yo sólo le digo al doctor que nadie lo vio salir.

Tres policías llegan a la habitación buscando al doctor. Le dicen que traen a un joven de unos veinticinco años que encontraron en la costera, perdido. El doctor va hacia la clínica. Lo sigo. La anciana se queda en la habitación. Sentado en la silla reclinable está un joven, de espaldas a la puerta, con una boina gris y una cámara al cuello. El doctor lo mira asustado. Le pregunta su nombre. El joven le dice que se llama Horacio y que había salido de su casa y que de pronto las calles eran otras…


Luis Ricardo Palma de Jesús (Acapulco, 1990) es licenciado en Literatura Hispanoamericana y Maestro en Humanidades por la Universidad Autónoma de Guerrero. Premio Estatal de Ensayo CONACYT (2014), Premio Estatal de Cuento y Poesía María Luisa Ocampo (2016); ganador del Programa Editorial en Cuento (2017). Ha publicado cuentos en Revista Asalto, Revolución y Círculo de poesía. Becario del Interfaz y del PECDAG (2015).

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