Los mapas de ninguna parte: una reflexión sobre la utopía

Por Alfonso Fierro

El inicio es conocido: un pequeño libro de Tomás Moro publicado 1516. Conocido es también que el nombre, Utopía, jugaba etimológicamente con la idea de un “no-lugar”, una isla sin sitio, que resonaba a su vez con la noción de un lugar feliz (eu-topia). Ubicada en algún intersticio entre Europa y América, Moro imaginó una sociedad para la cual no existían ni el dinero ni la propiedad privada, lo cual determinaba buena parte de las características de la isla que Moro se dedica a describir: arquitectura, filosofía, trabajo, ocio, moda, religión…. Es la descripción el modo principal que adopta el texto de Moro. Como el aleph de Borges, aunque la imagen de la isla sea simultánea –congelada en el tiempo–, su escritura es sucesiva, de ahí que la pulsión principal de Utopía sea cartográfica. Utopía es así una suerte de mapa social que Moro dibuja y el lector está obligado a reconstruir. El juego radica en el hecho de que, a diferencia del relato de viajes o la antropología, se trata de un lugar que ya desde el nombre señala su inexistencia.

Utopía es así una suerte de mapa social que Moro dibuja y el lector está obligado a reconstruir.
Muchas otras utopías literarias, escritas desde diversas posturas ideológicas y políticas, repiten el proceso, ubicando sus mapas sociales en Marte, en planetas aún más lejanos o en el futuro. En todos estos casos, se trata de abrir un espacio sobre el cual articular un modelo social que ofrezca respuestas y alternativas a los problemas fundamentales de una cierta realidad histórica. Visto desde este ángulo, el punto fundamental de la utopía no es la predicción del futuro o la descripción de un mundo ajeno por completo al nuestro, sino el modelaje: la creación del modelo de una sociedad posible que se propone, por un lado, como una crítica a determinado contexto histórico, y, por el otro, como una posible alternativa al mismo. Por eso Louis Marin llama a la utopía “una arquitectónica, un arte de sistemas”.[1]

Modelar es espacializar. Ya la “arquitectónica” de la que habla Marin nos recuerda la importancia fundamental que en los modelos utópicos tiene el concebir y describir minuciosamente un espacio específico. El falansterio cerrado de Fourier, la ciudad cuadriculada de Moro, los edificios altos y uniformes de LeCorbusier, los domos geodésicos de Buckminster Fuller adoptados por la contracultura de los sesentas: diseñar el espacio arquitectónico y urbano es crucial ya que éste da forma al modelo utópico, espacializa el discurso, organiza la sociedad posible desde los cimientos mismos del habitar. La arquitectura se convierte así, al mismo tiempo, en el movimiento fundador de la nueva realidad utópica –la creación de la isla, en Moro– y en la primera expresión física de la nueva forma de vida, una expresión necesaria para que esta nueva forma de vivir en el mundo se convierta en hábito y praxis cotidiana de la comunidad. Idealmente, la imagen o descripción del espacio utópico –el plano o diagrama o maqueta– daría los elementos suficientes para entender el modelo en su totalidad.

De esto se deriva que la utopía, de Moro en adelante, se proponga muy a menudo en términos de ciudad o grupo de ciudades. Si la ciudad se concibe como el espacio social autosuficiente de una comunidad compleja, entonces es la figura ideal para modelar un orden económico, político y social completo. Inversamente, de esto se deriva también que la ciudad futura, en diseños y programas urbanísticos –sobre todo modernistas– se proponga en términos explícitamente utópicos: la ciudad jardín de Howard, la Ville Radieuse de LeCorbusier, las ciudades satélite de Mario Pani en México o la Broadcare City de Frank Lloyd Wright son sólo algunos ejemplos de programas urbanísticos que se postularon en su momento como las soluciones definitivas a la cuestión urbana. Críticos de la utopía como Michael Foucault y Ángel Rama inciden justamente en este punto, señalando la complicidad entre la racionalidad de la utopía, el orden de la ciudad y el ejercicio del poder. Para el primero, el auge de modelos y utopías urbanas en la modernidad tiene que ver con la búsqueda de ordenar el espacio urbano de acuerdo a la razón para así resolver o evitar problemas fundamentales de gobierno –epidemias, revoluciones, servicios, cuerpos que deben ser ocultados o marginados (enfermos, locos, ancianos). En el fondo se trata de volver más eficiente el cuerpo colectivo de la población en términos de salud, disciplina y productividad. Para el segundo, escribiendo desde una perspectiva latinoamericana, utopía son antes que nada los diseños de la ciudad colonial que dibujaron –que espacializaron– un orden y una jerarquía a imponerse sobre las poblaciones originarias del continente, volviéndose así una de las herramientas más sólidas (literalmente) del poder colonial. Pero dejemos estas dos críticas llenas de riqueza para otra discusión a la que no podríamos entrar aquí.

La utopía propone modelos sociales sistémicos
Como dijimos, el vínculo tan común entre utopía y ciudad tiene que ver sobre todo con el hecho de que la utopía propone modelos sociales sistémicos, es decir, modelos que presentan una solución a gran escala y una alternativa social completa. La ciudad, una nueva ciudad, es la imagen que a menudo adoptan estos modelos, el espacio dentro del cual se van organizando todas las piezas: la familia, la comida, el trabajo, el ocio, el arte, la educación… Al mismo tiempo, la ciudad implica un espacio delimitado, separado del exterior. Desde Moro, que narra la creación artificial de la isla como un mecanismo de defensa, muchas utopías insisten en sus fronteras y sus protecciones a la contaminación externa. Esto es lo que Fredric Jameson describe en Archaeologies of the Future (2005) en términos de la categoría de clausura, que, además de al aislamiento utópico, alude también a la noción narrativa de fin, de un proceso terminado: en este caso, una sociedad que lo ha resuelto todo y en la cual no queda nada por hacer.

Como Jameson mismo explica, es la clausura el gran miedo del anti-utopismo, es decir, de aquellas posturas que niegan la posibilidad utópica como tal. En cierta medida, estas posturas surgieron de la oposición a la Unión Soviética a mediados del siglo XX, se extrapolaron a todo utopismo (pero sobre todo el de izquierda) y se volvieron hegemónicas a al final del siglo pasado con la crisis del así llamado “socialismo real”. De Karl Popper a George Orwell, el anti-utopismo parte de la insistencia semi-religiosa en la “naturaleza” imperfecta del ser humano. Desde este ángulo, la posibilidad misma de proponer la búsqueda de una sociedad “perfecta” (pues tal es su concepción de la utopía) resulta sospechosa. En cambio, insisten que todos estos intentos en algún punto se invierten y muestran su verdadera cara: ya sea autoritarismo, dictaduras, censura, opresión o xenofobia nacionalista. Tal es el argumento de Karl Popper en “Utopia and Violence” (1946). Según él, perseguir fines políticos de acuerdo a los “planos de un Estado ideal”[2] conduce necesariamente a la violencia sobre aquellos que no estén de acuerdo con ese plano o modelo utópico. En su propias palabras:

Las diferencias de opinión en torno a cómo debería ser el Estado ideal no siempre pueden resolverse por medio de la argumentación. Estas diferencias por lo menos tendrán el carácter de diferencias religiosas. Y no puede haber tolerancia entre las distintas religiones utópicas. Por lo tanto, el utopista debe ganarse, o si no aplastar, a los competidores utópicos que no comparten sus propias metas utópicas.[3]

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El utopista debe ganarse, o si no aplastar, a los competidores utópicos que no comparten sus propias metas utópicas

Se trata de un argumento contra el radicalismo en general. Si todo programa político requiere del uso de la violencia a la hora de implementarse, ya que según Popper el consenso absoluto es imposible, debemos aspirar a la posibilidad que genere la menor violencia posible. Aunque nunca lo hace realmente explícito en su texto, esta posibilidad implica una noción de democracia liberal capaz de admitir el disenso a través de la garantía de libertad de expresión, por un lado, mientras que, por el otro, debe limitarse a la reforma y “mejora” del sistema económico y político existente. En la medida en la que un modelo utópico –cualquiera que sea su postura ideológica– se presenta como un programa de cambio y transformación sistémica (tal como hemos insistido), Popper lo considera un modelo absoluto, predeterminado, un modelo que no está abierto al disenso o a la modificación de lo preestablecido. Por lo tanto, es un modelo que tarde o temprano conducirá a la violencia, ya sea en el intento de imponerlo, ya sea en el autoritarismo proveniente de conservarlo una vez construido. Su alternativa es la reforma del Estado, la economía y el orden político ya existente. Uno podría objetarle a Popper que su solución supone una utopía propia, la de la democracia liberal, y evidentemente también podría cuestionar los límites de reformar un sistema que sostiene desigualdades estructurales de raza, clase, género e identidad. Aún así, se trata de una postura que adquirió mucho peso a la par del giro neoliberal en el último tercio del siglo XX y la caída del “socialismo real”. Por lo mismo, todo utopismo contemporáneo y posterior ha tenido que batallar de una forma u otra con el argumento de Popper y con el liberalismo en general.

Desde el campo de la utopía se han articulado dos argumentos principales que revisan la postura liberal anti-utópica y ofrecen salida. Ambos tienen que ver de alguna u otra forma con la noción narrativa de clausura. El primer argumento, que podríamos llamar el de la utopía como dirección o proceso tiene una formulación teórica en los escritos del costarricense Franz Hinkelammert, aunque es interesante revisarlo a partir de un documento anterior: la novela The Dispossessed (1974) de Ursula LeGuin. La crítica ha ubicado a The Dispossessed, con su subtítulo de “Una utopía ambigua”, como parte de las utopías críticas de finales de los años sesenta y principios de los setenta. La noción de “Utopía crítica” se refiere al hecho de que estos textos no sólo modelan una alternativa social, sino que –en el proceso de modelaje– incluyen de alguna u otra forma una discusión sobre los límites de ese modelo y los distintos argumentos que podrían esbozarse en su contra. Tal es el caso de The Dispossessed, que opone dos mundos distintos: Urras y Anarres. Urras es un planeta más o menos relacionable con la Tierra, con distintas naciones y distintas organizaciones políticas.

La novela se concentra en AI-o, una nación capitalista tecnológica y científicamente avanzada, con mucha riqueza natural y material, pero con una gran desigualdad entre la población. Enfrente está el satélite Anarres, que se le ofreció a un grupo de habitantes de Urras que seguían el anarquismo de Odo y fundaron ahí una comunidad basada en estas ideas políticas, filosóficas y morales (aunque años después de la muerte de su filósofa fundadora). La novela establece un contrapunto entre ambos mundos a través de Shevek, un físico que busca crear una teoría unificada del tiempo y debe hacer el típico viaje intelectual de la periferia al centro para lograrlo. En su caso, debe viajar de Anarres a Urras, aunque esto represente un conflicto social importante ya que nadie nunca en la historia de Anarres ha vuelto a Urras y, en términos generales, la sociedad anarresti está cerrada sobre sí misma. Anarres es un planeta muy pobre, desierto, sin recursos ni riquezas naturales. Esto no sólo implica la austeridad en general, sino que además implica que Anarres depende económicamente de algunos metales que le vende a Urras como materia prima y de algunos productos terminados que reciben a cambio. Fuera de este intercambio, la sociedad anarresti está permanentemente cerrada sobre sí. Se trata de un intento de protegerse de un reconquista de Urras, pero también es producto del miedo a contaminarse del exterior o a que Urras destruya el balance logrado en Anarres. Y es que, dentro de todo, la sociedad anarquista de Anarres es una sociedad funcional: es igualitaria, se toman todas las decisiones en consenso, no hay policía ni ningún órgano de autoridad, el trabajo se distribuye por medio de un sistema cibernético justo, la propiedad privada no existe y los habitantes mismos parecen haberse deshecho de impulsos posesivos (hasta en el lenguaje, donde no existen pronombres como “mío” o “tuyo”). En Anarres hay libertad para disentir siempre y cuando se acepte el consenso mayoritario, además de que todos tienen la libertad de formar un grupo y establecer empresas propias (o irse por su cuenta). La escasez de recursos y la austeridad son sólo un problema a medias, pues para los habitantes de Anarres se corresponde con la mesura y la constante revisión autocrítica de actos e impulsos posesivos o individualistas, que ellos llaman “egotizar.”

Aún así, Anarres parece aproximarse a un silencioso estado de parálisis. Su clausura  al exterior lo ha vuelto una sociedad hasta cierto punto provinciana, lo cual se manifiesta en un rechazo casi instintivo a cualquier cosa que no se acostumbre (como el viaje de Shevek a Urras). Para Shevek y su grupo de amigos, el provincialismo de Anarres y su apego a la costumbre se ha vuelto acrítico en tanto impide cuestionar el funcionamiento de ciertas instituciones y prácticas sin levantar sospechas, por no mencionar la creación de nuevas prácticas que vengan a romper con lo establecido. Anarres se ha burocratizado cada vez más, y esto a causa de su resistencia al cambio antes que a la escasez. Sin un Estado o algún tipo de poder más allá del consenso común, esto representa un problema grave pues la sociedad anarresti actúa a menudo como una “tiranía de la mayoría” que oprime la libertad del individuo, la cual era en teoría un elemento fundamental para la libertad comunal: “La consciencia social domina por completo nuestra consciencia individual, en vez de llegar a un balance. No cooperamos, obedecemos. Tememos ser expulsados, ser llamados flojos, ser disfuncionales, ser egotistas. Tememos la opinión del vecino más de lo que respetamos nuestra libertad de elegir”[4] (330).

El largo proceso que conduce a Shevek a Urras y luego de regreso a Anarres constituye un reconocimiento de este estado de las cosas, pero también una reafirmación del rechazo a las sociedades de Urras y una revisión del pensamiento de Odo. En efecto, Shevek vuelve a la noción odonista de la “promesa” para postular la necesidad de que Anarres se abra a seguir cambiando: “La libertad daba significado a la promesa. Una promesa es una dirección tomada. Si uno no se dirige a ninguna parte, ningún cambió ocurrirá. La libertad de elegir y de cambiar serán desperdiciadas, exactamente igual que si uno estuviera en la cárcel”[5]. La “promesa” es la utopía, el modelo y el compromiso con éste, pero, en tanto modelo, es siempre una “dirección” que le otorga rumbo y sentido a una transformación que no debe detenerse. Por eso Shevek concluye que la sociedad anarresti no debe ser protegida y conservada como un producto terminado, sino que debe ser pensada como un proceso abierto, una revolución permanente: “No había fin. Había proceso: el proceso era todo. Podías ir en una dirección prometedora, o te podías equivocar, pero nunca te dirigías con la expectativa de detenerte en ningún lugar”[6]. Además de a la transformación interna de Anarres, esta forma de pensar lo abre a algo así como un cosmopolitismo crítico: Shevek aspira a la posibilidad del intercambio con otros mundos, un intercambio que no implique convertirse en Urras ni mucho menos perder autonomía como sociedad. Para él, más que una amenaza a su modo de vida, de la apertura de Anarres al exterior provendrán conocimientos e intercambios fértiles para el continuo proceso utópico de su sociedad.

Así, LeGuin termina por ofrecer un modelo utópico anarquista que contiene en su interior un argumento a favor del utopismo como tal. Al gran miedo anti-utópico a la clausura opone, en primer lugar, una noción de utopía como dirección, un modelo que debe ser todo el tiempo modificado por la experiencia histórica concreta sin perder por ello el sentido y el rumbo, el horizonte. En segundo lugar, The Dispossessed defiende la posibilidad del pluralismo, pero de un pluralismo de mundos. Esta es para mí la importancia del cosmopolitismo de Shevek, del “ansible” –el aparato creado por la teoría del tiempo que comunicará planetas lejanos– y también de Hain, el plantea que funge como mediador y al cual la novela describe como un mundo viejo, sereno y sabio. Así, se modela la posibilidad de una red de mundos que puedan estar conectados y colaborar sin por ello asimilarse unos con otros o perder su autonomía. Esto aproxima las ideas de LeGuin a proyectos de redes de autogestión, por un lado, y por el otro a la pluralidad de proyectos de mundo trabajados por el poshumanismo (y es, de hecho, una autora con peso en ambas tradiciones).

Jameson mismo, en el momento de Archaeolgies en el que se atreve a especular, ofrece una imagen que surge directamente de LeGuin y otras utopías críticas como la de Kim Stanley Robinson: “un archipiélago utópico, islas en una red, una constelación de centros discontinuos, ellos mismos decentralizados en su interior”[7]. Pero, en términos generales, el argumento de Jameson es definitivamente formalista. Escribiendo en el contexto del “fin de la historia,” de la falta de alternativas al capitalismo global e incluso de la imposibilidad de imaginarlas, Jameson encuentra en la forma de la utopía un antídoto a esta situación. Así, reivindica en términos formales la noción de clausura, el foco de los argumentos anti-utópicos que señalamos más arriba. Jameson argumenta que, puesto que en el fondo somos incapaces de imaginar el futuro como tal, todo contenido utópico, todo modelo de sociedad posible, termina por ser ideológico de algún u otro modo. Pero la función principal de la utopía en realidad no tiene que ver con el contenido, sino con la forma. No se trata de ofrecernos modelos sociales o políticos a seguir, se trata de obligarnos a pensar, a través del enfrentamiento lector con estos modelos radicalmente distintos, en la posibilidad misma de la alternativa:

Pues es el principio de la ruptura radical como tal, de su posibilidad, lo que es reforzado por la forma utópica, que insiste en que la diferencia radical sí es posible y que una ruptura es necesaria. La forma utópica es la respuesta a la convicción universal de que no hay alternativa posible, de que no hay alternativa al sistema. Pero lo asevera al forzarnos a pensar en la ruptura en sí, no al ofrecernos una imagen más tradicional de cómo serían las cosas después de la ruptura.[8]

Se trata de un argumento sólido, un argumento en la tradición del “extrañamiento cognitivo” de Darko Suvin y otros pensadores marxistas de la utopía y la ciencia ficción. Y, sin embargo, valdría la pena preguntarnos si es todavía un argumento política y metodológicamente convincente en el contexto del auge de ultraderechas nacionalistas en Europa y América, por un lado, y, por el otro, de intentos importantes de reconfiguración de la izquierda. Estos últimos pueden verse tanto a nivel de representación democrática (Podemos o Syriza, por ejemplo) como de movimientos sociales y espacios autogestivos que intentan articular proyectos radicales que atraviesen y vinculen cuestiones de género, sexualidad, raza, clase, tierra y ecología. Tanto las alternativas de ultraderecha como las de izquierda parecen surgir de las fracturas de ese supuesto “fin de la historia” donde ninguna alternativa a un capitalismo neoliberal, globalizado, “democrático” y “plural” parecía viable. De ser así, entonces ya hay distintos proyectos de futuro gestándose en mayor o menor medida y desde muy distintas posturas. Por lo tanto, a nivel estratégico habría que volver a pensar en el contenido, en los proyectos y los modelos utópicos como tal surgidos en la literatura, en el urbanismo, en los movimientos sociales, en el arte conceptual y en emergentes programas políticos, aquello que Jameson en su momento señalaba como un error en el contexto de la hegemonía a nivel discursivo del capitalismo global y la democracia liberal.

Tanto las alternativas de ultraderecha como las de izquierda parecen surgir de las fracturas de ese supuesto “fin de la historia” donde ninguna alternativa a un capitalismo neoliberal, globalizado, “democrático” y “plural” parecía viable

Así, esta discusión de utopía como modelos y alternativas retomaría el hilo de LeGuin y Hinkelammert –el modelo entendido como un proceso y una dirección–, y entroncaría con dos líneas de pensamiento desde las cuales tendría que ser revisada en el presente: por un lado, con aquellas teorías de la utopía construidas desde la práctica cotidiana de movimientos sociales y espacios autogestivos; por el otro, desde los ensamblajes concretos, más-que-humanos, de nuevos materialismos como los que trabajan recientemente Anna Tsing y Donna Haraway, los cuales se presentan como pequeños espacios o núcleos de supervivencia precaria emergiendo ya, ahora mismo, en el presente.


[1] Louis Marin. Utopics. New York: Humanity Books, 1984: 10. Todas las traducciones a textos en inglés son mías.

[2] Karl Popper. “Utopia and Violence”. En Conjectures and Refutations. London and New York: Routledge, 1963: 358.

[3] Ibid.: 359-60.

[4] Ursula LeGuin. The Dispossessed. An Ambiguous Utopia. New York: Harper Voyager, 1974: 330.


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[5]Ibid.: 245.

[6] Ibid.: 334.

[7] Fredric Jameson. Archaeologies of the Future. The Desire Called Utopia and Other Science Fictions. New York and London: Verso, 2005: 221.

[8] Ibid.: 232.

 

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