Entre el silencio y lo no-decible, entre los no-nombrados y los silenciados

Hay cosas que necesitan decirse pero no pueden decirse de frente: las diremos de costado. A veces somos los “revolucionarios” quienes bloqueamos la crítica y, si no la silenciamos, le negamos la escucha, o vemos una fiscalización del tono donde sí hay un cuestionamiento a la forma-fondo y no una descalificación de la forma, estéril e ingenuamente aislada. Entonces plantearemos una crítica de costado: sin mencionar nombres, sin mencionar quiénes, porque en un mundo tan violento es fácil ver una ofensa venir de donde no viene. Porque a veces no viene: a veces la crítica punza, pero no lleva en su filo la intención de herir. Discordar no significa desestimar.

Vivimos en un mundo difícil de desenmarañar. Cada vez es más visible una necesidad de matizar lo pensado: el reto y la dificultad de hilar fino. Pero, encima, a ella cosemos la dificultad de tejer en colectivo: dejamos sueltas las puntas que hace el otro porque nos negamos a escucharle o porque lo negamos al hablar: lo desestimamos. Seguido olvidamos que todo texto es una continuación de otro, de una conversación: que la soledad provechosa del pensamiento no es una cuestión de aislamiento, sino de la compañía diferida de los otros.

Esto también aplica en reversa. Tejer en colectivo implica respetar la soledad de los otros: no invadir sus tiempos y sus espacios con la sonoridad de nuestra palabra. Podemos romper la falsa dicotomía entre pronunciarnos o ser acallados: hacer un uso provechoso de nuestro silencio. Para escuchar es necesario suspender el habla.

Pero en el calor de la discusión, en el barullo de las voces, solemos confundir la crítica a los privilegios y las posiciones de enunciación con el abuso de la falacia ad hominem: con frecuencia invalidamos el argumento del otro por la posición que su cuerpo ocupa en el espacio social. Es verdad que, si el conocimiento es situado y cada enunciación la hace un cuerpo (o un cuerpo de cuerpos), hemos de atender quién dice qué, a quién, por qué canal y con qué efecto (Lasswell). Pero atender una economía política del discurso, inclusive entender que lo que se hace con las palabras es más que lo que se dice con ellas, no implica dejar de escuchar al otro, sino todo lo contrario.

A veces, sin embargo, hablamos muy fuerte y no dejamos que otras voces se escuchen. En el afán de hacer visibles las violencias que nos atraviesan, hemos señalado la jerarquización del dolor y de la muerte; hemos criticado las reacciones de los medios frente a los atentados en Europa Central y el silencio sobre las masacres en los sures globales. Pero queriendo señalar lo vulnerable de nuestros cuerpos, hemos llegado a ofuscar la vulnerabilidad de otros: la jerarquía ha aparecido de nuevo y ha reemplazado la condición, compartida por todos en formas diferenciadas, de ser los otros, las otras…

No es extraño que una violencia se use negando la importancia de las otras, muchas veces sin la intención de hacerlo. Nos matan porque somos mujeres, maricas, trans, pobres, racializados… nos matan por muchas cosas y hasta sin señas particulares que nos atraviesen el cuerpo. No es necesario negar la muerte violenta del otro para hacer visible ninguna otra muerte, pero a veces lo hacemos sin siquiera sospecharlo: le negamos su espacio, su dolor y su tiempo; decimos que unas muertes son primero, que unas son más numerosas, que unas incluso las provoca el mismo colectivo que las sufre. Tomar nota de hechos como éste es dibujar un matiz necesario, pero muchas veces se usa –con una atrocidad inadvertida– para desestimar unos dolores en la puesta en común de otros. Caemos en la trampa de atacar los dolores ajenos para defender los propios, que lleva implicada una privatización del dolor.

Ahora: es imposible detenernos a pasar lista de todas las muertes cada vez que nos pronunciamos. Nadie está obligado a nombrar las muertes lloradas por otros, y menos con el peso que nombrar las muertes lloradas por uno ya lleva. Tampoco tendríamos por qué unificarnos en una masa homogénea donde exijamos al otro luchar por nuestra causa bajo la bandera de que nosotros luchamos por la suya. Pero no unificarnos no significa vulnerarnos entre los vulnerados, lastimarnos entre los dolientes. No nombrar la muerte de otro no implica silenciarla ni borrarla del mapa que dibujamos con el discurso.

Así como la crítica busca maneras de decir lo no-decible, puede inventar maneras de no-nombrar al otro sin negarlo. Sin volver a negar la importancia de su vida y de su muerte: sin matar entonces a su muerte misma.

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