El Cañonazo

Roberto Osuna nació en Sinaloa en una familia dedicada al juego. Su padre participó en Grandes Ligas al igual que su tío Antonio, el Cañón Osuna. Tuvo una vida difícil, creció en uno de los lugares donde la sangre corre y el desprecio a la vida es cosa de cada día y vio cómo el narco se convertía en la bestia indomable que es hasta este momento. El juego lo absorbió desde pequeño, acompañó a su padre con los Cañeros hasta que su carrera declinó y debió irse a la pisca para sostener a su familia, el propio Roberto debió dejar la escuela a los doce años para trabajar.

Viajó a Japón con todas las complicaciones que conlleva buscar dinero para el viaje y regresó con buenos resultados, derrotó a peloteros de 20 años y le ofrecieron quedarse por cuatro meses; antes de irse le dijo a su madre: “Ya me voy a ir, pero te prometo no llorar. Porque al niño que llora los regresan a su casa, entonces yo tengo que ser profesional, tengo que salir adelante y no tengo qué llorar”; mientras, la pisca lo esperaba.

A los 16 debutó con los Diablos Rojos del México y luego pasó a los Azulejos de Toronto, donde estuvo en sucursales por algún tiempo hasta que en 2015 se subió a la loma contra los Yankees para cerrar el juego. Un lanzador salva un juego cuando las cosas están graves y debe entrar para acabar con la amenaza de la derrota, debe hacerlo o salir del juego.

Se convirtió en una leyenda casi de inmediato. Cada que es llamado a lanzar, en el estadio truenan los acordes de El sinaloense ante la mirada de los canadienses que no saben cómo reaccionar. Camina al montículo, se quita la gorra y baja la mirada, se persigna tres veces rápidamente y deja un breve momento para besar el canto de su propia mano, engarzada en una cruz de dedos listos para tomar una bola y proyectarla a 97 millas por hora. Todo en él cambia: la mirada clavada en las direcciones del cátcher, la postura retadora ante el lanzador, los tics que expresan el nerviosismo de sentirse responsable del destino de cada uno de los juegos, lanza, poncha, los dedos vuelven a formar una cruz que suben rápidamente a los labios y lanzan un beso al cielo, se golpea al pecho, sólo para resistirse a las lágrimas que están a punto de salir por la emoción; sólo entonces puede celebrar. Su fe parece inquebrantable, la lleva en su cuerpo, “Dios cree en mi” y “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece”. “Dios es mi escudo” ha repetido en casi cada entrevista, como consigna y mantra.

Yogi Berra dijo que el juego es 90% mental, busca decisiones rápidas y efectivas, exige que cada jugador haga su trabajo y condena los errores. El juego lo registra todo, lo vigila todo y la responsabilidad del lanzador es la de todo su equipo. Solo frente a su rival, buscando engañarlo, burlar todos y cada uno de sus movimientos, de sus reflejos, de sus intenciones. Un cañón basa su poder destructivo en la magnitud de sus explosiones, en el destrozo que deja a su paso, en la manera en que deja aturdido al enemigo, presión aguantada, pólvora en el fondo para detonarlo todo, una chispa, un momento que lo desata y que todo lo cambia.

Su desempeño ha bajado, en el Clásico Mundial se prendieron las alertas y empezaron las preguntas sobre qué le pasaba. Nada sucedió. Vino el declive junto con las lesiones. Aun así, ha logrado ser el lanzador más joven en alcanzar 75 juegos salvados. El viernes y sábado pasado se ausentó y su equipo perdió, apenas lo aceptó, la ansiedad salió debajo de su cama y nubló su mente, la dejó llena de escorpiones y le quitó el sentido a muchas de las cosas, “sólo cuando estoy en la loma estoy bien”, dijo al fin, “no soy yo y no sé cómo explicarlo, nunca lo había sentido.”

La mente del cañoncito estalló y le dejó aturdido, atónito. Hoy salió de nuevo, siguió su ritual, se encomendó al cielo y acabó con sus rivales en la última entrada, encarrilando de nuevo a los Azulejos en la victoria. La ovación estalló.

Dios ha vuelto a creer en Roberto Osuna.

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