Recordamos a Hunter S. Thompson con dos grandes textos

Reflexiones espeluznantes sobre la nafta, la locura y la música

Pida nuestro señor a tus siervos, que estén delante de ti, que te busquen a alguno que sepa tocar el arpa; para que cuando el Espíritu malo de parte de Dios venga sobre ti, él toque con su mano, y te sientas bien.
-Primer libro de Samuel 16/16

Es domingo por la mañana y estoy escribiendo una carta de amor. Del otro lado de la ventana de la cocina el cielo brilla y los planetas chocan unos contra otros. Siento la cabeza hirviente y estoy un poco inquieto. Mi cerebro empieza a comportarse como un V-8 con los cables cruzados. Las cosas ya no son lo que parecen ser. Mis teléfonos están embrujados y oigo animales que me susurran desde lugares que no llego a ver.

Anoche, un inmenso gato negro trató de atacarme en la piscina y después, súbitamente, desapareció. Me di vuelta y entreví tres hombres con chaquetas verdes que me observaban desde detrás de una alejada puerta. Uy -pensé-, algo extraño está ocurriendo en este lugar. Húndete bien en el agua en el centro de la piscina.

Manténte alejado de los bordes. No te dejes sorprender por la espalda. Debes estar alerta. El trabajo del Diablo nunca se revela por completo hasta después de medianoche.

Fue en ese preciso instante cuando empecé a pensar en mi carta de amor. La claraboya del techo, arriba de la alberca, estaba empacada plantas extrañas se movían en la espesa y total oscuridad. Desde un lado de la piscina era imposible llegar a ver la otra punta. Traté de permanecer quieto y esperar que el agua dejara de moverse. Por un instante me pareció oír que otra persona se metía en la piscina, pero no podía asegurarlo. Una oleada de terror hizo que me deslizara más hondo en el líquido y que adoptara una posición de karate. Sólo hay dos o tres cosas en el mundo más terroríficas que darse cuenta, de repente, de que uno está desnudo y solo, y que algo inmenso y detrás de aquella puerta, y que otra cosa se estaba deslizando hacia mí en la oscuridad, mi suerte estaba echada.

¿Solo? No, no estaba solo. Comprendí que no era así. Había visto a tres hombres y un gato negro, inmenso y en ese momento creí distinguir la silueta de otra persona que se acercaba. Estaba a una mayor profundidad que yo, pero podía ver claramente que se trataba de una mujer. Por supuesto, pensé. Debe ser mi amorcito, deslizándose furtivamente por la piscina para darme una linda sorpresa. Sí señor, típico de esta putita retorcida. Es una romántica sin arreglo y conoce muy bien esta pileta. En una época nadábamos aquí todas las noches y jugábamos en el agua como nutrias.

Old blue eye. Ilustración de Ralph Steadman ¡Dios mío! -pensé-. ¡Qué idiota paranoico! ¡Debo de haber estado volviéndome loco!

Una oleada de amor atravesó mi cuerpo mientras me enderezaba y me dirigía rápidamente, hacia ella para abrazarla. Ya podía sentir su cuerpo desnudo entre mis brazos… Sí, el amor lo puede todo, pensé. Pero no por mucho tiempo. No. Tuve que estar uno o dos minutos chapoteando en el agua para darme cuenta de que, de hecho, estaba completamente solo en la piscina. Ella no estaba allí; tampoco aquellos monstruos en la esquina. Y no había ningún gato. Era un tonto fácil de engañar. Se me estaba agarrotando el cerebro y me sentía tan débil que apenas pude salir del agua. A la mierda -pensé-, no puedo seguir en este lugar. Está destruyendo mi vida con sus rarezas. Véte y no vuelvas nunca. Se burló de mi amor e hizo pedazos mi sentido del romanticismo. En cualquier clase universitaria, esta terrible experiencia me haría acreedor a una nominación como “idiota del año”.

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Mientras hacía el camino de vuelta, comenzó a amanecer. Al pasar por el cementerio reduje la velocidad y, como hago siempre, arrojé una moneda por sobre la cerca. No había cornetas chocando entre sí, ni huellas en la r nieve, excepto las mías, y ningún so, nido en quince kilómetros a la redonda, excepto la voz de Lyle Lovett en la radio y el aullido de algunos coyotes. Seguí manejando con las rodillas mientras encendía una pipa de vidrio llena de hachís.

Cuando llegué a casa cargué mi Smith and Wesson 45 automática y lancé algunos disparos contra un barril de cerveza que había en el patio. Después volví al interior y empecé a garrapatear febrilmente en un anotador… !Y qué! -me dije-. Todo el mundo escribe cartas de amor los domingos por la mañana. Es una forma natural de adoración, un arte excelso. Y hay algunos días en que me salen muy bien. Hoy, sentía, era sin duda uno de esos días. Claro que sí. Empieza ahora mismo. Entonces sonó el teléfono. Levanté el tubo, pero del otro lado no había nadie. Me recosté contra la chimenea y me puse a sollozar. Entonces sonó nuevamente. Levanté el tubo, pero de nuevo no había voz alguna. ¡Por Dios! -pensé- alguien me está queriendo joder la vida…

Necesitaba música, necesitaba un poco de ritmo. Estaba decidido a conservar la calma, así que subí el volumen al máximo y puse “Spirit in the Sky”, de Norman Greenbaum. La pasé una y otra vez durante las siguientes tres o cuatro horas mientras le daba forma a mi carta. El corazón me latía a toda velocidad y la música hacía chillar a los pavos reales. Era domingo, y yo estaba rezando a mi manera. Nadie necesita estar fuera de sí en el Día del Señor.

Mi abuela nunca estaba fuera de sí cuando íbamos a visitarla los domingos. Tenía listas las galletitas y el té y siempre estaba sonriendo. Esto ocurría en el lado oeste de Louisville, cerca de las esclusas del río Ohio. Recuerdo una estrecha entrada de cemento y, en el garaje, detrás de la casa, un inmenso auto gris. La entrada tenía dos franjas de cemento y entre una y otra crecían manojos de hierba. A través de las ramas de rosales silvestres, el camino llevaba hasta lo que parecía ser un depósito abandonado. Lo cual era cierto. Estaba abandonado. Nadie entraba en ese lugar, y no había nadie para manejar ese inmenso auto gris. No se movía nunca de ahí. En el pasto no había ningún tipo de huella.

Según recuerdo, era un sedán LaSalle, una bestia con un potente motor de ocho cilindros y una palanca de cambios de piso, tal vez un modelo de 1939. Nunca logramos ponerlo en marcha porque la batería estaba muerta; además, casi no tenía gasolina. Estábamos en guerra. Para comprar dos litros y medio de nafta había que tener cupones especiales, que estaban fuertemente racionados. La gente los codiciaba y los atesoraba; pero nadie se quejaba, estábamos peleando contra los nazis y nuestros tanques necesitaban toda la gasolina posible para cuando llegaran a las playas de Normandía.
Ahora, al mirar retrospectivamente, veo con claridad por qué razón íbamos hasta ese barrio a visitar a mi abuela en el Día del Señor: era para birlarle los cupones de nafta del LaSalle. Era una señora entrada en años no necesitaba la nafta en absoluto. Pero su auto seguía en los registros y todavía recibía cada mes sus cupones. Por eso íbamos los domingos hasta su casa.

Y que hay! Yo haria lo mismo si mi madre tuviera gasolina y yo no. Todos haríamos lo mismo. Es la ley de la oferta y la demanda… y éste es, después de todo, el último y caótico año del siglo norteamericano y la gente se empieza a poner nerviosa. Los que almacenan mercancías están saliendo del ropero, murmurando cosas crípticas sobre Y2K y comprando carradas de estofado de carne marca Dinty Moore. Los higos secos tienen mucho éxito, así como el arroz y el jamón enlatado. Yo, personalmente, estoy atesorando balas, miles de ellas. Las balas siempre van a tener valor, especialmente cuando la casa se quede sin luz y el teléfono ya no tenga tono y a los vecinos empiece a faltarles la comida. Ese es el momento en que uno va a descubrir quiénes son sus amigos de verdad. Hasta los familiares cercanos se nos van a tirar encima. Después del año 2000, los únicos con los que será bueno tener amistad serán los muertos.

En una época tenia un gran respeto por William Burroughs, porque en mis tiempos había sido el primer hombre blanco en atosigarse con marihuana. William era el hombre. Fue víctima de un allanamiento ilegal en su casa, en el 509 de Wagner Street, en Vieja Argelia, un suburbio barato que había del otro lado del río en Nueva Orleáns. Se había instalado ahí por un tiempo para practicar tiro y fumar marihuana. William no estaba embromando. Se tomaba todo muy en serio. Cuando cambiaron la ley, William estaba ahí, esperando con un revólver. ¡Pum! ¡Boom! Todos para atrás. Yo soy la ley. Fue mi héroe mucho tiempo antes de haber oído hablar de él.

Pero no fue el primer hombre blanco de mi época en engancharse con la marihuana. Ese fue Robert Mitchum, el actor, que tres meses antes, el 31 de agosto de 1948, frente a la puerta de una casa perdida en la playa de Malibú, había sido arrestado por posesión de marihuana y bajo sospecha de haber corrompido a una adolescente. Recuerdo las fotos: Mitchum vestido con una camiseta, gruñéndole a los policías; el mar rugiendo alrededor y las palmeras moviéndose al viento. Sí señor, ése era mi hombre. Entre Mitchum, Burroughs, James Dean y Jack Kerouac, antes de los 20 años, me metí en una carrera sin camino de retorno. Comprar el pasaje, empezar el viaje. Así que bienvenidos a la ruta del trueno, amiguitos. Era uno de esos rollos que me atraparon cuando era demasiado joven como para resistir. Me convencieron de que el mejor modo de conducir era hacerlo a toda velocidad y en un auto repleto de whisky y, para bien o para mal, desde entonces manejo de esa manera.

La chica que estaba en las fotos con Mitchum parecía tener 15 años y también tenía puesta una camiseta, con un elegante y diminuto pezón saliéndosele por un costado. Los policías trataban de cubrirle el pecho con un abrigo mientras se dirigían apurados hacia la puerta. Mitchum también recibió cargos por sodomía y por contribuir a la delincuencia de una menor. En aquellos años, yo tenía también mis propios problemas con la policía. En quinto año fui oficialmente arrestado por el FBI por haber tirado un buzón delante de un ómnibus. Poco después de eso frecuenté, como detenido, distintas celdas del sur de los Estados Unidos por alcoholismo, robo y conducta violenta. La gente decía que era un criminal y la mitad de las veces tenía razón. Era un delincuente juvenil hastiado de todo y tenía un montón de amigos. Nos dedicábamos a robar autos, tomábamos gin y a la noche manejábamos a toda velocidad por ciudades como Nashville, Atlanta y Chicago.

En ese tipo de noches necesitábamos música y por lo general la encontrábamos en la radio, en estaciones de So mil vatios que se oían con claridad, como la WWL, de Nueva Orleáns, o la WLAC, de Nashville. Supongo que fue entonces cuando todo empezó a andar mal: escuchando la WLAC y manejando toda la noche a través de Tennessee en un coche robado que no sería denuncíado en los tres días siguientes. Fue de esa manera como descubrí a Howlin’ Wolf. No lo conocíamos, pero nos gustaba y sabíamos de qué hablaba. “l Smell Like a Rat” es un gran monumento del rock & roll al axioma que dice: “No hay nada como la paranoia”. Wolf podía tocar cosas fuertes, pero tenía también un lado melancólico. Podía desgarrarte el corazón como la peor clase de cabaretera. Si, como se dice, la historia juzga a los hombres en función de sus héroes, que mi expediente muestre a Howlin’ Wolf como uno de los míos. Era un monstruo.

La música siempre fue, para mí, una cuestión de energía, una cuestión de combustible. La gente sentimental llama a eso Inspiración, pero lo que quieren decir en realidad es Combustible. Yo siempre necesité Combustible. Soy un consumidor nato. Todavía creo, en ciertas noches, que un auto con la aguja de la nafta en cero puede seguir andando ochenta kilómetros más si en la radio uno tiene puesta a todo volumen la música correcta.

Un Cadillac de ocho cilindros va a andar quince o veinte kilómetros más rápido si uno le da una dosis completa de “Carmelita”. Esto ya fue probado muchas veces. Es por eso que a medianoche, en la Ruta 66, se ven tantos Cadillacs parados delante de las estaciones de servicio. Son rufianes de la velocidad y están cargando algo más que gasolina.


Si uno se queda observando un rato uno de estos lugares descubrirá un patrón de conducta: un auto veloz e inmenso se detiene delante de la puerta y de él baja una chica de aspecto salvaje, completamente desnuda excepto por un tapado de piel o una parka de esquí, y se mete en el lugar con un fajo de billetes, loca por comprar un poco de música que le asegure manejar a toda velocidad. Sucede una y otra vez, y tarde o temprano uno termina enganchado, se vuelve adicto. Cada vez que oigo “White Rabbit” me siento de nuevo en las grasientas calles de San Francisco, a medianoche, buscando música. Estoy montado en una veloz moto roja yendo colina abajo hacia el Presidio, inclinándome desesperadamente en las curvas, en medio de los eucaliptos, tratando de llegar a tiempo a Matrix para escuchar a Grace Slick tocando la flauta.

No había música envasada en aquellos tiempos, ni auriculares, ni walkmen. Ni siquiera parabrisas de vidrio plástico para evitar la lluvia. Pero igualmente podía escuchar la música cuando estaba a diez kilómetros de distancia. Una vez que uno oyó la música bien, puede guardarla en la cabeza y llevarla a cualquier parte, para siempre.

Si señor. Eso es lo que se y esta es mi canción. Es domingo y estoy imponiéndome nuevas reglas. Abriré mi corazón a los espíritus y prestaré más atención a los animales. Voy a llevar conmigo un poco de música de arpa y manejar hasta la estación Texaco, donde puedo comprar algunos tacos de cerdo y leer The New York Times. Después, voy a cruzar la calle hasta el correo y meter mi carta en el buzón. Res Ipsa Loquitor.

Traducción: Pedro B. Rey


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Los ángeles del infierno motoquero

Dicen que este reportaje fundó el nuevo periodismo. La paternidad se le atribuye a Hunter S. Thompson, el brillante periodista norteamericano que murió el 19 de febrero en su casa, tras suicidarse de un disparo, a los 67 años. Para escribir este artículo en 1966 -que luego se convirtió en un exitoso libro que consagró al autor-, Thompson aplicó la concepción de su estilo, que él llamaba “gonzo”: que el reportero fuera protagonista de su crónica, sufriendo todas, pero todas, sus consecuencias.
Por: Hunter S. Thompson

Durante el último fin de semana, el del Día del Trabajo, diarios de toda California publicaron reportajes en primera página sobre una infame violación cometida por pandillas en las dunas de arena situadas cerca de la ciudad de Seaside, en la Península de Monterrey. Dos muchachas -de catorce y quince años- fueron supuestamente raptadas por una banda de sucios, enloquecidos y borrachos matones motociclistas llamada Hell’s Angels (Ángeles del Infierno) que las plagiaron y abusaron repetidamente de ellas.

Un policía relataba: “Llegué a la playa y vi una fogata rodeada por ciclistas de ambos sexos. Entonces, dos muchachas, casi histéricas y sollozando, salieron de la oscuridad y pidieron ayuda. Una estaba completamente desnuda y la otra sólo vestía un sweater raído”.

Por ese entonces, unos 300 miembros de Hell’s Angels se encontraban reunidos en el área de Seaside, con el propósito, dijeron, de recolectar fondos para enviarle el cadáver de un ex camarada, muerto en un accidente, a su madre en Carolina del Norte. Uno de los Angels le dijo a un reportero: “Escogimos Monterrey porque aquí nos tratan bien; en muchas otras partes nos echan del pueblo”.

El tipo habló demasiado pronto. Apenas un día más tarde, los Angels ya no se encontraban en la península, sino que con cuatro de sus miembros en la cárcel acusados de violación, mientras que el resto de la tropa era escoltado a los límites del condado por un grueso contingente de policías. Varios de ellos fueron entrevistados: “Los cargos de violación en contra de nuestros muchachos son falsos y no llegarán a nada”, dijeron.

Eso resultó ser cierto, pero eso es otra historia y ciertamente no da para titulares. La diferencia entre los Hell’s Angels retratados en los periódicos y los Hell’s Angels en la realidad es suficiente como para que uno se pregunte para qué está la prensa. También hace surgir la pregunta de quiénes son los verdaderos Hell’s Angels.

Desde la II Guerra Mundial, California ha estado extrañamente plagada de violentos hombres en motocicletas. Usualmente, viajan en grupos de diez a treinta, retumbando por las carreteras y parando para emborracharse y armar alboroto. En 1947, cientos de ellos destruyeron todo a su paso en Hollyster, distante a una hora de San Francisco, y obtuvieron suficiente prensa como para inspirar una película llamada El Salvaje, con Marlon Brando como protagonista.

El clima de California es también perfecto para las motocicletas. Muchos de los motociclistas son inofensivos cultores de fin de semana, miembros de la Asociación Americana de Motocicletas, y no más peligrosos que los esquiadores o los aficionados al buceo. Pero algunos pertenecen a lo que los otros llaman los “clubes de forajidos”. Y son estos últimos los que -especialmente los fines de semana y los feriados- pueden aparecer en cualquier lugar del estado en busca de acción.

Cuando se entra en una discusión con esos grupos de forajidos, las posibilidades de salvar ileso se pueden contar, generalmente, con una mano. “Le rompí la cara”, me dijo uno de los motociclistas, refiriéndose a un hombre al que no había visto nunca antes hasta que comenzó la pelea. “Se puso listo. Me llamó inservible. Debió haber sido un estúpido”, agregó.

El más notorio de estos grupos de forajidos son los Hell’s Angels, quienes supuestamente tienen sus cuarteles en San Bernardino, justo al este de Los Angeles. Además cuentan con filiales por todo el estado. Como resultado del caso de la violación, el fiscal general de California emitió un informe sobre el grupo. De acuerdo al documento, éstos pueden ser fácilmente identificados: “El emblema de los Hell’s Angels consiste en un parche bordado de una calavera alada que porta un casco de motociclista. Justo debajo del ala del emblema se ven las letras MC. Sobre éstas se halla una franja que lleva las palabras “Hell’s Angels”. Estos parches están cosidos en la espalda de, usualmente, una chaqueta de jeans sin mangas. Adicionalmente, y sólo como decoración, algunos miembros portan insignias de la Luftwaffe y reproducciones de la Cruz de Hierro alemana. Muchos tienen barba y su cabello es largo y despeinado. Algunos llevan un aro en la oreja y llevan cinturones metálicos hechos de pulidas cadenas de motos, los cuales pueden ser usados como una cachiporra flexible… Probablemente, el denominador común para identificarlos es su sucio aspecto. Las huellas digitales son un medio efectivo de identificación porque un alto porcentaje de los Hell’s Angels tiene registros criminales. Además de los parches en la espalda de las chaquetas de los Hell’s Angels, otra insignia usada lleva el número “13”, en honor a la letra “M”, la décimotercera del alfabeto, e indica que el portador fuma marihuana.

El informe del fiscal general es colorido, interesante, fuertemente prejuiciado y consistentemente alarmante: justo el tipo de documentos que motiva a hacer un resonante artículo en una revista noticiosa nacional. Y así sucedió. Newsweek publicó un gancho a la izquierda titulado “Los salvajes”; Time lo hizo a la derecha e inevitablemente tituló “Más que salvajes”. Los Hell’s Angels, blasfemando por las implicancias de este nuevo ataque, se retiraron al bar del Hotel De Pau, cerca de la costa de San Francisco, y planificaron una fiesta playera de fin de semana. Les mostré los artículos. Por lo normal, los Hell’s Angels no leen las revistas de noticias. “Me volvería loco si leyera estas cosas todo el tiempo”, dijo uno de ellos. “Es pura mierda”, acotó.

Newsweek fue relativamente cautelosa. Traía citas coloridas y breves, además de “evidencia” cuidadosamente atribuida al informe oficial, pero irresponsablemente decía que el reporte acusaba a los Hell’s Angels de homosexualismo, cuando lo cierto es que éste decía justo lo contrario. Time se lanzaba al combate con una racha de sangre, alcohol y palabrería manchada de semen: “Estupores inducidos por drogas… ningún acto es demasiado degradante… intercambiar chicas, drogas y motocicletas con igual dejadez… robar y saqueos”.

¿Dónde deja todo esto a los Hell’s Angels y a los miles de estremecidos californianos que (de acuerdo a Time) están enfermos de preocupación por ellos? ¿Serán realmente estos forajidos atrapados y enrielados, como lo han propuesto las revistas noticiosas? ¿Podrán los honestos volver a caminar en paz por las calles? La respuesta es que nada ha cambiado, con la excepción de que algunas personas que se hacen llamar los Hell’s Angels tienen un nuevo sentido de identidad e importancia.

Después de dos semanas de inmiscuirme en el fenómeno de los Hell’s Angels, estoy convencido de que el resultado del aullido general ha sido oscurecer y evitar los verdaderos problemas, invocando una conspiración salvaje de fantasmas, llevando al público a creer que todo “será como siempre”, una vez que esta temible serpiente sea eliminada, como seguramente lo será, por los duros esbirros del establishment.
Mientras tanto, de acuerdo a las cifras de la fiscalía general, el verdadero cuadro del crimen en California hace que los Hell’s Angels se vean como una pandilla de insignificantes aficionados. Las cifras generales de California de 1963 anotan 1.116 homicidios, 12.448 asaltos graves, 6.257 ofensas sexuales y 24.532 robos con allanamiento de morada. En 1962, el estado registró 4.121 muertes por accidentes de tránsito, superando a las 3.839 de 1961. Las cifras de arrestos por drogas para 1964 mostraron un aumento del 101% respecto de 1963. En un reportaje de última página, publicado por el San Francisco Examiner, se decía que “la tasa de enfermedades venéreas, entre los adolescentes de la ciudad se ha más que duplicado en los últimos cuatro años”. Aun considerando el crecimiento anual de la población, los arrestos juveniles en todas las categorías están creciendo a un ritmo de 10% cada año.

Frente a este panorama, ¿haría alguna diferencia para la seguridad y paz mental del californiano promedio si todos los motociclistas forajidos (901 en total, de acuerdo al estado) fuesen apresados en un plazo de 24 horas?

“Para el mundo somos bastardos y para nosotros ellos lo son”, le dijo uno de los Hell’s Angels a un reportero. “Cuando uno entra a un lugar y la gente puede verte, uno desea verse lo más repugnante y repulsivo que se pueda. Somos unos completos parias y marginales, en contra de la sociedad”.

Mucho de esto es mera pose, pero la mayoría de los motociclistas forajidos son hombres sin educación y sin oficio, de entre 20 y 30 años, y muchos no tienen más credenciales que un registro policial. Entonces, en la raíz de su triste postura hay bastante más que una nostálgica búsqueda de aceptación en un mundo que nunca fue hecho para ellos: están fuera del juego y lo saben. Y precisamente ése es su significado. A diferencia de muchos perdedores en la sociedad actual, los Hell’s Angels no sólo saben sino que proclaman sin despecho y exactamente dónde se encuentran parados.

Recientemente fui a uno de sus encuentros. Los Hell’s Angels, que desafían la maquinaria del mundo, se han agrupado con una especie de lealtad inconsciente y se han movido fuera de las estructuras, para bien o para mal. No hay nada particularmente romántico o admirable en ello: es sólo la manera en que son las cosas, fortaleza en la unidad. No les importa decir que conducir rápido y de forma ruidosa en sus Harley 74 les da el poder y el propósito que nada más parece ofrecerles.

Más allá de ello, su postura de forajidos autoproclamados evoca cierto atractivo popular, aunque de mala gana. El inarticulado lazo entre los Hell’s Angels y los millones de perdedores y marginales que no visten “colores” es la clave de su notoriedad y de las reacciones ambivalentes que inspiran. Existen otras claves, las cuales tienen que ver con políticos, policías y periodistas, pero para este artículo tenemos que volver a Monterrey y a la violación del Día del Trabajo.

El senador estatal Fred S. Farr no es para nada amigo de los vagos de todo tipo, especialmente de los pandilleros violadores que invaden su distrito. Él demandó una investigación inmediata sobre los Hell’s Angels y otros de su tipo -Comancheros, Stray Satans (Satanes Extraviados), Iron Horsemen (Jinetes de Hierro), Rattlers (Serpientes de Cascabel), y los Booze Fighters (Combatientes del Licor)- cuya carencia de estatus les provocó ser tildados como “de mala fama”. En el mundo de las grandes motos, las largas corridas y rugidos sancionados por el estado hicieron grandes a los Hell’s Angels.

El fiscal general se movió rápido para montar una investigación sobre estos tipos. Envió cuestionarios a más de 100 alguaciles, fiscales de distrito y jefes policiales, pidiéndoles información sobre los Hell’s Angels y esos otros “de mala fama”, y pedía sugerencias sobre cómo la ley debía tratarlos.

Seis meses pasaron antes de que las respuestas estuvieran condensadas en el informe de 15 páginas que provocó nuevo alboroto público y titulares rimbombantes (los Angels también tuvieron su copia, uno de ellos se robó la mía). Como documento histórico, se leía como una sinopsis de una pesadilla, pero en materia de soluciones era vago: el estado centralizaría la información sobre estos matones, aplicaría una persecución más vigorosa, los pondría a todos bajo vigilancia cuando fuera posible, etc…

Un lector atento tendría la impresión de que aun cuando los Hell’s Angels hubiesen actuado bajo este guión -se los consideraba autores de dieciocho crímenes, además de estar implicados en otros doce- es muy poco lo que podría hacerse con ellos.

En el documento figuraban muchas acciones desquiciadas, destrucciones sin sentido, orgías, alborotos, perversiones y un extraño desfile de “víctimas inocentes” que era suficiente para poner a prueba la credulidad de los reporteros policiales más torpes. Cualquier acopio proveniente de los cuadernos policiales y partes del reporte del fiscal general son realmente humorísticos, aunque sólo por el lenguaje. De muestra una cita: “El 4 de noviembre de 1961, un residente de San Francisco que conducía a través de Rodeo, posiblemente bajo la influencia del alcohol, chocó con una motocicleta, perteneciente a los Hell’s Angels y que estaba estacionada en las afueras de un bar. Un grupo de Angels persiguió al vehículo, sacó al conductor del auto e intentaron destrozar el costoso auto. El encargado del bar aseguró que no vio nada, pero una mesera confeccionó el retrato de los atacantes. Al día siguiente, se les reportó a los oficiales que un miembro de la banda de los Hell’s Angels había amenazado de muerte a la mesera, así como también a otra compañera de trabajo. Un testigo identificó sin dudas a cinco participantes en el asalto incluyendo al presidente de los Hell’s Angels de Vallejo y al de las “Ratas de la Carretera” de ese mismo lugar. El hombre, eso sí, les dijo a los oficiales que debido a su temor de ser castigado por los motociclistas se negaría a testificar los hechos que previamente había contado”.

Se trata de un ejemplo representativo de la sección del informe titulada “Actividades de los maleantes”. Primero, ello ocurrió en un pueblo pequeño -Rodeo está en la bahía de San Pablo, justo al norte de Oakland- donde los Angels pararon en el bar sin causar problemas hasta que consideraron que alguien los había ofendido. En este caso, un conductor, el cual incluso la policía admite que estaba “posiblemente” ebrio, chocó una de sus motocicletas. El mismo tipo de accidente ocurre todos los días en toda la nación, pero nuevamente cuando involucra a motociclistas forajidos se convierte en otra cosa. En vez de arreglar el asunto con un intercambio de información sobre los seguros o, en el peor de los casos, con una discusión y unas cuantas bofetadas, los Hell’s Angels golpean al conductor e “intentan demoler el vehículo”. Le pregunté a uno de ellos si la policía había exagerado este aspecto, y me dijo que no, que habían hecho lo natural: romper las luces delanteras, patear las puertas, quebrar los vidrios y sacar varias piezas del motor.

De todos sus hábitos y gustos que la sociedad encuentra alarmantes, esta exacerbación modernizada del viejo refrán del “ojo por ojo” es lo que más asusta a la gente. Los Hell’s Angels no tratan de hacer nada a medias, y cualquiera que se maneje en los extremos inevitablemente -quiéralo o no- causará problemas. Esto, además de creer que la máxima del grupo -tomar represalias por cualquier ofensa o insulto que los afecte- es lo que hace que los Hell’s Angels sean inmanejables para la policía y morbosamente fascinantes para el público en general. Su aseveración de que “no inician líos” es probablemente cierta más a menudo que lo que se piensa, pero su idea de “provocación” es peligrosamente amplia, y su mayor problema es que nadie parece entenderlo. Aún tratando con ellos personalmente, en los términos más amistosos, uno puede sentir su impulsiva sed por vengarse.

Esto es lo que ve el público, algo muy distinto a cómo se miran ellos mismos. En sus juntas, su conversación es totalmente franca y abierta. Hablan entre sí y sobre cada uno de ellos con una honestidad que mucha gente civilizada no soportaría. En el encuentro en el que estuve presente (y antes de que se dieran cuenta de que soy periodista) uno de los Angels era públicamente evaluado: algunos miembros lo querían fueran del club y otros querían que se mantuviera. Parecía una clínica de terapia grupal en progreso. No era exactamente con lo que esperaba encontrarme cuando, justo antes de la medianoche, entré en el bar del De Pau, en uno de los vecindarios más desolados de San Francisco, cerca de Hunters Point. En el momento que abandoné su compañía -a las 6:30 de la mañana, luego de una borrachera con ellos en mi departamento- muchas eran las cosas que me habían impresionado, pero nada en ellos era más consistente que su lealtad grupal. Se trata de una cualidad admirable, pero es también una de las cosas que los mete en problemas: un compañero Angel siempre tiene la razón cuando trata con extraños. Y esta suerte de razonamiento hace que un grupo de “ofendidos” Hell’s Angels sea casi imposible de manejar.

Otro incidente del reporte del fiscal general dice: “El 19 de septiembre de 1964, un numeroso grupo de Hell’s Angels y de Satan’s Slaves convergió en un bar en South Gate, en Los Angeles, estacionaron sus motocicletas y autos en la calle de tal manera que bloqueaban la mitad de las pistas. Les dijeron a los policías que tres Angels habían sido recientemente echados del bar, por lo que ahora habían regresado para derribarlo. Cuando los vio llegar, el dueño del bar cerró las puertas con llave y apagó las luces. No había posibilidad de entrar, pero el grupo demolió una cerca de cemento. Al llegar la policía, miembros del club estaban sentados en la acera y en la calle. Se les pidió abandonar el pueblo, cosa que hicieron a regañadientes. Se fueron, pero gritando que volverían y echarían abajo el bar”.

Una vez más, la ética de la venganza total. Si se te echa de un bar, el resto vuelve y destruye el edificio. Incidentes similares, junto a un número de vagas acusaciones de violación, conforman el grueso del reporte. Dieciocho incidentes en cuatro años, y ninguno, con excepción de los cargos de violación, es más serio que otros casos de asaltos comunes a ciudadanos comunes cometidos por delincuentes comunes. No pude encontrar ningún caso de ataques a víctimas que fueran completamente inocentes. Existen unos pocos en los cuales las víctimas de ataques físicos parecían ser inocentes, según los informes policiales y de la prensa, pero que después se rehusaban a testificar por miedo a sufrir “venganza”.

El informe asevera que los Hell’s Angels son difíciles de enjuiciar y condenar, porque tienen el hábito de amenazar e intimidar a los testigos. Hasta cierto punto, ello es probablemente cierto, pero en muchos casos las víctimas se negaron a dar su testimonio porque estaban comprometidas en dudosas actividades al momento del ataque.

Hay un incidente más. Una “violación” en Clovis, cerca de Fresno en el Valle Central. En este último, una viuda de 36 años y madre de cinco niños aseguró habar sido sacada bruscamente de un bar, en donde tomaba una cerveza con otra mujer, para luego ser llevada a una cabaña abandonada detrás del recinto. Allí dice haber sido violada varias veces durante dos horas y media por 20 Hell’s Angels, quienes además le robaron 150 dólares. Así es como apareció la historia al día siguiente en los diarios de San Francisco, y se mantuvo durante unos días más gracias a las acusaciones de la mujer respecto de que estaba recibiendo amenazas telefónicas si es que testificaba en contra de sus asaltantes.

Cuatro días después del crimen, la víctima fue arrestada por cargos de “perversión sexual”. La verdadera historia emergió, según la policía, cuando la mujer fue careada con testigos. “Nuestra investigación muestra que no fue violada”. Según el reporte, “ella participó en actos depravados en la taberna con al menos otros tres Hell’s Angels antes de que los dueños les ordenaran dejar el lugar. Fue ella quien los incitó y luego los condujo a la parte trasera… No le robaron, de acuerdo a lo que dijo una mujer que la acompañó, ya que había salido de su casa temprano en la tarde con apenas cinco dólares”. Este incidente no apareció en el informe del fiscal general.

Pero es imposible no mencionar la “violación de pandillas” en Monterrey, puesto que fue el motivo para que todo el problema se hiciera oficial. En la primera página del informe se decía que el caso fue abandonado porque “… posteriores investigaciones levantaron dudas acerca de si hubo efectivamente una violación forzosa o sobre la validez de las identificaciones hechas por las víctimas”. Los cargos fueron sobreseídos el 25 de septiembre, con la concurrencia del gran jurado. El segundo fiscal de distrito dijo que “un doctor examinó a las muchachas y no encontró evidencia” para apoyar las acusaciones. “Además de ello, una de las muchachas rehusó testificar”, explicó, “y la otra fue sometida a un prueba en el detector de mentiras y se vio que no era confiable”.

Esto era lo que los Hell’s Angels habían afirmado todo el tiempo. Y ésta es su versión de lo que ocurrió, de acuerdo a cómo fue contado por varios de los que estuvieron presentes: “Una de las chicas era blanca y estaba embarazada, la otra era de color, y estaban acompañadas de cinco sementales negros. Estuvieron el sábado por la noche en el bar Nick’s Place durante unas tres horas, bebiendo y conversando con nuestros motociclistas, y después todos ellos se vinieron a la playa con nosotros. Estaban parados alrededor del fuego, bebiendo vino, y algunos de los chicos conversaban con ellas, hasta que uno les preguntó si querían ‘encenderse’ -tú sabes, si querían fumar algo de hierba-. Ellas dijeron que sí, y se fueron caminando hacia las dunas con algunos de los chicos. La negra se fue con algunos de los muchachos y luego quiso irse, pero la embarazada estaba ansiosa y se lanzaba a los brazos de algunos chicos, pero luego también se calmó. En ese momento, uno de sus amigos se asustó y fue a buscar a los policías. Y eso es todo lo que pasó”.

Pero no todo. Después de lo ocurrido, vinieron el senador Farr, unos cien policías, docenas de notas en los diarios, artículos en las revistas noticiosas nacionales e incluso este artículo, que es un resultado directo de la “violación de pandillas” de Monterrey.
Cuando se dio a conocer el informe, la prensa local -principalmente el San Francisco Chronicle, el cual previamente había hecho una larga y objetiva serie sobre los Hell’s Angels- se anotó un punto al decir que los cargos de Monterreyhabían sido abandonados por falta de evidencia.

Newsweek tuvo cuidado en no mencionar para nada a Monterrey, pero el New York Times se refirió sobre este caso como la “supuesta violación de pandillas”, lo cual, en todo caso, no deja espacio a la duda en la mente del lector de que algo salvaje ocurrió.

Faltaba que Time ignorara descaradamente el hecho de que los cargos de violación en Monterrey habían sido sobreseídos. Su artículo se inclinó a las secciones más conocidas del informe, e ignoró el resto. Por ejemplo, se leía que el rito de iniciación de los Hell’s Angels “demanda que todo miembro nuevo traiga una mujer o muchacha (llamada una ‘oveja’) que esté dispuesta a tener relaciones sexuales con cada uno de los miembros del club”.

Eso es falso, aunque como lo explica un Angel, “de vez en cuando uno tiene una mujer a la que le gusta ‘cubrir’ al lote y, bueno, yo no soy un mojigato. A la gente no le gusta pensar que a las mujeres les puede gustar algo así, pero a muchas sí les fascina”.
Conversábamos en torno a la mesa de pool acerca de cómo la racha de publicidad había afectado las actividades de los Angels. Trataba de explicarles que la mayor parte de la prensa de este país tiene intereses demasiado fuertes en el statu quo, por lo que no se puede permitir hacer investigaciones honestas, por miedo a lo que se puede encontrar.

“Oh, no sé”, me dijo un Angel. “Por supuesto que no me gusta leer toda esa mierda. Pero desde que somos famosos nos han buscado más maricas ricos y mujeres hambrientas de sexo que nunca antes. Estos días hemos tenido más acción que nunca”.

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