Intertextos: una variación sobre Romeo y Julieta

Con motivo del 400 aniversario del fallecimiento de dos grandes de la literatura universal, Fernando Solana Olivares preparó —por encargo de Rayuela, diseño editorial— Los extraños reinos: Cervantes y Shakespeare, libro que contiene un par de ensayos donde se analizan algunas aportaciones de ambos escritores, una charla de amigos imaginaria (pero muy plausible) entre ambos y una breve pero sustanciosa antología de textos de cada uno de ellos.

En sus ensayos, Fernando Solana no vacila en utilizar todos los recursos literarios de que dispone, de manera que muchos de ellos incluyen pasajes de ficción, que utiliza para reforzar sus ideas, sus análisis o sus propuestas. Aquí presentamos, con la autorización de la editorial y como primicia, un capítulo de su ensayo sobre William Shakespeare, .

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Intertextos: una variación sobre Romeo y Julieta

Él estaba en el pequeño restaurante que atendía por las mañanas cuando la vio. Si hubiese sido creyente habría dicho que era llena de gracia, como la aparición de una diosa. Se quedó mudo y se sintió torpe. Balbuceó dos o tres cosas incomprensibles, movió precipitadamente las sillas de una mesa del patio para que ella y su amiga se sentaran y volvió sobresaltado al mostrador. Pero salió de nuevo para mirarla, sin entender por qué. Esbelta, de cabellos lacios y oscuros, de rasgos perfectos y grandes ojos, él había visto otras jóvenes quizá tan lindas como ésta. Su conclusión relampagueante fue que ella era distinta porque él estaba enamorado.

Sin transición entre unos instantes atrás y ahora, ebrio de amor, cumplió nervioso el pedido de un jugo energético y otro relajante, mientras trataba de hacerle alguna pregunta que disfrazara, aunque sin ocultarlo, su deseo de saber si también ella había sentido el satori amoroso que a él lo traspasara. «Amor a primera vista. ¿Lo ves?» No se atrevió. Supo que se llamaba Julieta, una turista colombiana que horas más tarde se marcharía a Chiapas y dejaría Oaxaca para no volver, tenía veintitrés años, había estudiado actuación y viajaba por el sureste mexicano después de presentar algunas funciones de teatro en la capital, hospedándose hasta hoy a la una de la tarde en el hotel Principal.

Eran las doce diecinueve del día cuando intercambiaron sonrisas perturbadas, efluvios secretos, emociones aturdidas, y se dijeron adiós bajo el centenario zaguán de piedra donde él no la desnudó sin quitarle la ropa, sólo volvió a declararse ante sí mismo locamente enamorado, aventó el delantal sobre el mostrador, salió dejando solo el local, pues su reemplazo llegaba hasta las tres de la tarde, y echó a caminar rápidamente hacia el hotel de su doncella, evitando encontrarla en el camino. Su condición de avecindado le impedía saber lo que cualquier lugareño sabía, aunque muy pocos se molestarían en explicarlo claramente a los extraños, mucho menos a uno como él, tan extravagante con sus largas rastas ovilladas en la cabeza, tan bien parecido con su luminoso rostro crístico, tan mediterráneo y bucanero con sus tatuajes de cable de púas sobre los bíceps, tan europeo con su olor agrio, tan desconcertante con su mirada de insondable profundidad. Ninguno, pues, se dignó informarle dónde quedaba exactamente el hotel Principal: si por allí o por allá.

Doce cuarenta y el enamorado estaba extraviado. Las casas y las calles le parecían todas iguales en su ansiedad. Vio a la distancia los lancetazos verdes de los laureles del zócalo, se imaginó una vez más al ascendente espíritu palómico que coronaba la fachada de la catedral, y de pronto una puerta de caoba abierta de par en par y un tapete de bienvenida le avisaron que acababa de encontrar lo que buscaba.

Minutos atrás había comprado, casi arrebatándosela a su vendedora, una rosa roja de largo tallo que pensaba hacerle llegar a Julieta envuelta en un mensaje. Doce cuarenta y tres marcaba el reloj del hotel mientras el enamorado solicitaba hablar urgentemente con el gerente general. Su dulce y correcto español hizo el milagro de que por una vez un oaxaqueño en posición subordinada no lo escrutara como si fuera transparente o cómico, dos polos frecuentes de la psique aborigen, y lo condujera con quien pedía.

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Encontró a un hombre joven al que le brillaron los ojos cuando le contó la cuestión. Aseguró que sí, que personalmente le entregaría la flor y el mensaje a la chica, a quien de inmediato identificó. «Dime que sí, te suplico que no me digas no. Cuanto te vi, te amé para siempre. Por favor, llámame: sin ti no existo, no me rompas el corazón. Romeo Strapa. 51-67344.» Como juzgó el mensaje del enamorado muy por debajo de lo que el asunto merecía, el gerente del hotel decidió subir personalmente la rosa al cuarto de Julieta. Buscó un sobre presentable, escribió el nombre de ella con letra palmer, metió el mensaje y lo puso debajo de la flor, sobre el equipaje ya listo para partir, primero, y después, siguiendo un mejor impulso celestino, sobre la cama que acertadamente supo de la amada y no de la amiga.

La una menos dos minutos. Mientras el eficiente mensajero cerraba la puerta de la habitación y se escabullía discreto, Julieta entraba al hotel para saldar su cuenta y Romeo caminaba hacia el restaurante con el alma en vilo, componiendo todas las imágenes de su epifanía amorosa, desde una donde la vestal se prendaba del gerente de ojos chispeantes, hasta otra del paraíso por venir si respondía a su llamado. En el merendero ningún cliente lo aguardaba. Los visitantes escaseaban por la ciudad lacerada de sol, sucia y caótica, ávida de vacacionistas que disminuían al terminar la temporada. Romeo sólo contemplaba el teléfono mudo, no la degradación de las cosas a su alrededor. Una y veintiocho. Creyó entonces que el sol de su vida había pasado de un punto del cual nunca iba a regresar.

El encuentro con el joven mesero había trastornado a Julieta, su corazón desfallecía. El hotelero la observó subir las escaleras pálida y atolondrada. Cenicienta quebrando el tacón de su sandalia y tropezando. Dejó ver la hermosa arquitectura de su cuerpo al recobrarse graciosamente y el gerente del establecimiento la siguió mentalmente después de que dobló por la escalera y desapareció de su vista.

¿Qué debe hacer una mujer a la que se le cumple un sueño a miles de kilómetros de casa? Tres o cuatro veces Julieta había soñado lo que ahora estaba ocurriéndole: una rosa roja de largo tallo puesta por un desconocido en su cama del hotel de una ciudad de la que en el sueño ignoraba el nombre pero recordaba una letra: la x, y en la cual se enamoraba de ese desconocido, un hombre mediterráneo con nariz de garfio y sonrisa de dios griego, idéntico a Romeo Strapa sin rastas. La joven leyó una y otra vez el mensaje y una y otra vez se dijo a sí misma que le había arrebatado el alma. Cuando la amiga entró a la habitación, retrasada por comprar algunas artesanías, encontró a Julieta con la mirada perdida como si fuera una virgen después de la anunciación. Ésta la puso al corriente de lo acontecido y la discusión entre las dos tuvo momentos que llegaron a ser álgidos: sí porque sí debía responder Julieta, no porque no debía responder, sí pero no debía responder.

Ella aspiró de nuevo el fragante perfume de la rosa, leyó otra vez el mensaje con unción, paladeó el nombre del amado, se acercó al teléfono y marcó su número. Diez para las dos. El gerente del hotel sonrió complacido en la recepción cuando registró la llamada y vio la hora, curioso por el desenlace. «¿Pronto?», contestó la voz ahogada de Romeo, quien hasta ahora no ha podido contarme cómo concluye la historia de su flechazo shakesperiano por Julieta, porque están ocultos los dos en algún lugar de la ciudad madrastra después de la enésima posposición del regreso a Bogotá, ella en proceso de dejarse crecer rastas, él preguntándose febril si desear tanto a alguien no es un dulce tormento, y los dos temiendo en secreto que alguna vez morirán de amor.

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