El Pasajero

“¿Alguna vez la esperanza te ha mandado a la chingada?” Creí que no le había oído bien. “¿Que si alguna vez has perdido toda esperanza?” En los ojos de aquel desconocido sentado a mi lado un cadáver estaba pudriéndose.

He perdido la última esperanza que tenía, me dijo. Su voz era tan áspera que las escamas de un lagarto parecerían papel higiénico. Miró sus manos, como si en su imaginación sopesara su destino; sosteniendo aquella pérdida, o solamente las grietas de sus palmas le recordaron un rostro, o las palabras que en otra época pudieron salvarle la vida.

Tuve una esperanza —volvió a decirme— pero la he perdido para siempre. Lo miré nuevamente a los ojos; estoy seguro de que en esta ocasión él encontró en los míos alguna cicatriz de mi pasado. “¿Te puedo contar mi historia?”, no era una pregunta, era una súplica. Miré el mapa de las estaciones, por respuesta agregué: me bajo en la última. Intentó sonreír, pero el gesto que formaron sus labios fue de una tristeza corrosiva. En ese momento, comenzó a contarme una historia para la cual yo no estaba preparado —¿quién se prepara para escuchar la tragedia de un miserable? Jamás la olvidaré. ¿Será que el destino nos abraza como una presencia destructiva? ¿De la nada vendrá el sufrimiento y no habrá lógica en ello que nos consuele? Y tampoco olvidaré su rostro. Tan sólo al recordar aquel encuentro, el vientre se me constriñe.

Los mejores años de su vida los gastó en ahorrar para comprar un taxi. Se casó, tuvo dos hijas y el volante le dio para pagar la boda de la mayor, hasta para mantener a los recién casados mientras el yerno encontraba trabajo. Luego vino el primer accidente, el dedo de la muerte apretando, destrozando su columna. Pagó la primera operación, pero la segunda era tan costosa que únicamente vendiendo sus riñones podría pagarla. Afortunadamente salió caminando del hospital. Pero la columna desviada comenzó a doler.

Diez horas frente al volante, seis días a la semana, mientras el dolor iba y venía como el pasaje. La vida de un conductor es la de un esclavo. Lo que más se jode son los riñones, no tanto por estar sentado como por el exceso de Coca-Cola, café, bebidas azucaradas, cigarrillos. La circulación en las piernas se debilita, la sangre se estanca. Fueron cinco años hasta que el dolor se volvió permanente. “Ni un minuto me abandonó, ni siquiera mientras dormía, sin embargo cada vez dormí menos”, me confesó. El dolor era una presencia  a la que se fue acostumbrando.

Su familia terminó por detestarlo. “¿Otra vez te duele? Es tu imaginación, estás somatizando, todo está en tu cabeza.” Su esposa dejó de dormir con él, le molestaba oírlo quejarse en las madrugadas. Se había convertido en algo igual de molesto que un paralítico. “Me convertí en un hombre que sólo sabía llevar el dolor a la mesa, a la cama, a todos los rincones de aquella casa. Entendí que el dolor de los otros es insoportable, apesta”.  Se largó para siempre, manejando el Tsuru blanco.

Comenzó a depender de la mariguana y del alcohol. En un segundo accidente destruyó el auto. Salió ileso pero aquello lo tomó como un aviso. Intentó rehacer su vida. Probó todo tipo de terapias para vencer al dolor: medicina alternativa, budismo zen, hipnosis, magia blanca, orinoterapia, cristianismo radical, etcétera. Nada funcionó. El dolor desparecía un par de días, algunas horas, y de nueva cuenta las agujas punzando las vértebras, pequeños dientes cargados de electricidad devorándolo por dentro.

“¿Conoces el yoga tántrico?”, me preguntó. Jamás había oído tal cosa. “Es una forma de alcanzar estados de consciencia elevados a través del sexo. En una de mis sesiones, a través de los gemidos de Yessenia —una secretaria aficionada a la literatura que conocí en una página de citas— la energía del universo puso una nueva esperanza en mi cabeza: Fellatin, oh sí. El nombre había llegado en pleno orgasmo”.

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“Una coincidencia más alimentó mi necesidad: Yess  me pidió que la acompañara a la Feria del Libro. ¿Alguna vez has ido a una Feria del Libro?” Odio los libros, respondí. “Bueno, pues en la Feria se presentaba un tratado titulado El libro uruguayo de los muertos, escrito por un tal Mario Bellatin. Entendí que se trataba de un error auditivo insignificante, no era Fellatin sino Bellatin el nombre del doctor que me dictó el destino. ¿Crees en el destino?”. Creo en lo increíble, dije, y el hombre al escuchar mi respuesta apresuró su relato. “El doctor Mario Bellatin me inspiró confianza desde el primer momento en que lo vi, calvo, mirada penetrante, vejez prematura y lo más importante: no tenía un brazo. La ausencia de aquel miembro fue otra señal para mí: aquel hombre sabía del dolor, y de las pérdidas”.

“Compré El libro uruguayo de los muertos y lo estudié. El libro era muy difícil de comprender, pesado en su lenguaje; era un tipo de filosofía que enseñaba a través de parábolas literarias, pero ya tenía experiencia en eso, en mis clases de meditación oriental había estudiado El libro tibetano de los muertos ¿Lo has leído?” No tenía una maldita idea de lo que me hablaba ese sujeto, creí que todo aquello del dolor era sólo una mentira para estafarme. “Mario Bellatin habla en el libro de un escritor con una enfermedad extraña que viaja a Cuba para realizarse una terapia de inyección de oxígeno en la sangre. Pero la terapia no le funciona y busca a un hombre topo que da masajes milagrosos en el metro, en una estación desconocida. La sola mención de la probable existencia de aquel hombre semi-animal  terminó por devolverme completamente la esperanza”. Pensé en bajarme rápidamente cuando las puertas se abrieran, pero no sé si una energía sepulcral o los soporíferos minutos de la última corrida —o las dos cosas— mantuvieron pegado mi trasero sudoroso al asiento.

Un año entero se dedicó a buscarlo. Recorrió cientos de locales de masaje en toda la red pero en ninguno encontró a la bestia antropoforma.  Hasta que un día, por una extraña razón, sus pesquisas lo llevaron a un taller donde se reparaban bicicletas mediante un programa del Gobierno de la Ciudad. Ahí dentro, un hombre con las características del animal ciego lo recibió. La estatura del hombrecillo, los gruesos lentes de miope, la negrura de la piel, los dientes sobresaliendo de los labios, confirmaron su presentimiento. Se arrojó a sus pies e imploró, “Sólo usted puede quitarme este calvario, diez años he cargado una cruz de fuego en la columna, ¡sálveme con uno de sus masajes!”. Chilló, se retorció en el suelo, suplicó, hasta el desmayo. Nada conmovió al Hombre Topo.

Le pregunté cuál era el nombre de aquel ser. Susurró un nombre que no alcancé a percibir porque un estúpido vendedor de discos pasó zumbando en mi oído los acordes de una cumbia.

“No me di por vencido, había encontrado al único ser capaz de ayudarme, así que regresé todos los días a chillar, a retorcerme, a implorar. Me volví un limosnero a los pies de aquel santo miope. ¿Y sabes lo que me dijo? Comprendo que tu miseria es genuina, pero cómo verás  ahora me dedico a reparar bicicletas. Su respuesta me dejó helado. ¿Acaso era una parábola? Con aquellas palabras la voz de un santo me pedía un sacrifico  para renacer, era el mensaje y la penitencia, lo supe, la voz del cosmos que reclamaba a gritos mi muerte simbólica, para regresar al mundo liberado del dolor por fin y para siempre.”  No había locura en aquellas palabras… había algo más siniestro.

Así que se dedicó a planear el accidente en bicicleta.

“El accidente tenía que ser perfecto. Los ejes de la bicicleta eran mi columna, y como tal debían destrozarse. Así que pensé que reventarme contra el Metrobús era la mejor opción.  Porque si yo moría, el gobierno de la Ciudad cubriría algunos gastos, y si salía vivo –como era mi propósito— tal vez podría recibir alguna indemnización. Por otra parte, la prensa hablaría de mi accidente, esto era lo más importante, necesitaba una prueba.”

Interrumpí su relato diciéndole que no le creía, que era absurdo lo que me estaba contando. Mi reacción fue tan violenta –detesto cuando tratan de engañarme— que la gente a nuestro alrededor me miró con repugnancia, solamente a mí, como si yo fuera el lunático.  Me contestó que no lo sorprendía mi actitud, muchas otras personas le habían expresado lo mismo —imaginé a este hombre en desgracia contando la misma historia a otras personas ¿qué impacto tendría su narración en aquellos otros desconocidos?— no obstante él tenía pruebas de aquella penitencia. Diferentes periódicos, tanto de circulación local como nacional, cubrieron el percance. El accidente había sido perfecto: sólo se fracturó una pierna. Lo que consideró como ayuda divina o como quieras llamarle. Incluso había salvado  a una anciana de ser arrollada, lo que entendió como una lección axial del cosmos: “en la búsqueda de nuestra felicidad también salvaremos a otros”. El Gráfico tituló la escena “Bicicletero kamikaze salva anciana”, aquel encabezado era su favorito, por ser el único tono de humor dentro de su infortunio. Me mostró una foto en su celular de la primera plana del diario. Cuando regresé a casa, busqué las notas en internet, las imágenes me impresionaron.

“Regresé al taller de bicicletas con el periódico en la mano. El Santo Miope leyó la crónica, miró las fotos, se quedó un rato inmóvil; sumido en una reflexión crucial. Después me miró con sus ojillos de rata. Te voy a dar el masaje. Pero te voy a poner una condición: necesito prepararte. El masaje no se puede dar sin una preparación previa. Me quedé atónito, ¿cuántas malditas pruebas más tendría que superar para sanar? A partir de ese momento visité todos los días el taller, el Hombre Topo me enseñó a reparar bicicletas, me tomó como su aprendiz. Sus lecciones eran de una profundidad filosófica que asustaban, detrás de cada una de Las Enseñanzas se escondía algo más oscuro: la forma en que el hombre podrá liberarse para siempre de la conciencia del dolor”.

“Poco a poco fui evolucionando en el aprendizaje, hasta que logré comprender la manera de canalizar el dolor hacia sus manos. Ése era el objetivo de su arte milagroso, aprender la forma de enviar la energía de mi cuerpo hacia él, para que sus manos guiadas por mi propia destrucción encontraran en mi espalda los sitios precisos que había que pulsar. Llegar a ese nivel de conciencia no fue sencillo, muchas veces retrocedí en el aprendizaje y otras veces caí rendido. Agotado por lo duro del procedimiento, creí que renunciaba, pero el dolor era mi motivación más intensa. El Hombre Topo y yo nos volvimos algo más que un simple maestro y un discípulo. Él se había convertido en mi padre, y yo era su hijo pequeño que aprendía a caminar. Practiqué además el don de la paciencia: había pasado más de un año desde que me inicié en la sabiduría del Masaje Astral. Estaba todo listo para recibir la curación final  cuando…”

Pitaron las puertas. El hombre se levantó rápidamente de su asiento. “Tengo que bajar en esta, me despido”. Yo lo seguí hasta la puerta, jalé su ropa, le grité: ¡No se puede ir, tiene que terminar la historia! “¿Acaso no la sabes ya?” me desarmó con aquella respuesta en forma de pregunta. Miré por última vez en aquellos ojos ennegrecidos por el sufrimiento; un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. “Me despido para siempre.”

Cuando salió del vagón volví a gritarle: ¿Murió verdad?


“Todos vamos a morir”. Fue su última respuesta.

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