No apoyar a Hillary es boicotear nuestro futuro

El fenómeno de desilusión generalizada entre los millennials (para propósitos prácticos, electores menores de 30 años) hacia Hillary Clinton es real.

A una semana de la elección, Donald Trump sigue teniendo posibilidades de triunfo (las encuestas lo colocan a 5% de la candidata demócrata), pese a no tener mérito alguno para ser presidente de los Estados Unidos (su historial empresarial está lleno de fracasos) y haber dejado claro que no es apto para gobernar (tiene una visión racista, no ha pagado impuestos en años violando la ley, y cuenta con antecedentes de acoso y abuso sexual).

Que ésta siga siendo una elección cerrada se debe, principalmente, al desencanto de sectores que han dado la espalda a Clinton con un argumento básico: “no hay de dónde escoger entre ella y Trump”.

El argumento ha sido ampliamente difundido por personajes muy distintos, desde Slavoj Zizek, Colin Caepernick y Julian Assange, hasta John Ackerman, en un patético artículo panfletario intitulado “Killary”.

Al respecto, quiero comentar dos ideas. La primera, y muy concreta, es que es absurdo comparar a ambos personajes, por lo que ambos representan. La segunda, y más importante, es que la mejor manera de acotar los riesgos de Hillary Clinton es, paradójicamente, fortaleciéndola desde el punto de vista electoral.

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Clinton y Trump no son harina del mismo costal

Hillary nació y creció en una familia de clase media, sin mayores restricciones económicas, en Illinois. Siempre fue una estudiante brillante; de hecho, sus créditos universitarios los costeó mediante becas. Participó siempre en actividades extra-académicas (desde el periódico escolar, cuando niña, hasta ofrecer ayuda legal a minorías cuando era estudiante de Derecho en Yale).

Clinton ha estado 40 años en la política, mientras que Trump se ha dedicado a una extraña combinación de negocios y espectáculo. Trump nació y creció en Nueva York. Fue un mal estudiante desde niño y sus problemas de conducta obligaron a que sus padres, a los 13 años, lo enviaran a una academia militar. No estudió en una universidad reconocida, pero comenzó a administrar la fortuna de su padre, y desde entonces a la fecha, sus ganancias han sido básicamente inerciales respecto de su herencia.

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Clinton ha estado 40 años en la política, mientras que Trump se ha dedicado a una extraña combinación de negocios y espectáculo. En el último debate, la demócrata le espetó al republicano: “La misma noche que yo estaba dirigiendo la captura de Bin Laden, usted estaba participando en un ‘reality show’ en la televisión”.

Hillary Clinton pactó una agenda con Bernie Sanders: reformar el sistema de financiamiento de las campañas, incrementar el salario mínimo a 15 dólares la hora y garantizar educación gratuita en universidades, además de trabajar una propuesta conjunta de reforma migratoria. Trump, por su parte, quiere reducir los impuestos que pagan los millonarios, alzar un muro en la frontera y expulsar de su país a los migrantes sin documentos.

Es evidente, por tanto, que no se trata de perfiles comparables.

Hillary no es lo que quisiéramos

También es cierto que hay razones perfectamente entendibles por las que Hillary no puede ser un fenómeno anti-sistema que emocione a los electores más jóvenes y más desilusionados. No es Bernie Sanders: ella ha tenido que asumir costos como protagonista en administraciones demócratas, mientras que Sanders, desde su carrera estrictamente parlamentaria, tomó distancia con las decisiones más polémicas de Bill Clinton y Barack Obama.

Hay razones perfectamente entendibles por las que Hillary no puede ser un fenómeno anti-sistema que emocione a los electores más jóvenes y más desilusionados.

Hillary Clinton vive para la política. Alguna vez, Dante Delgado me dijo: “Jorge, yo no juego golf, no ando viendo con qué ‘hobby’ me entretengo; la política es mi pasión, es mi vocación y es mi ‘hobby’”. Así es Hillary. A los 20 años, por ejemplo, dedicaba su tiempo libre a ser voluntaria en campañas de los demócratas en lugar de salir de fiesta con sus amigos.

Eso la ha convertido en una mujer de Estado. Aunque es suficientemente inteligente para tener sentido del humor y conectar cuando se lo propone, proyecta una imagen más bien aburrida. Su prudencia en el discurso la hace parecer hipócrita: sus declaraciones dan la sensación de un guión escrito para el público en turno.

Hillary tiene un carácter firme y una especie de “instinto de Estado” que la hace reconocerse como una mujer al servicio de su imperio. Cuando el poder militar estadounidense se ha hecho sentir, ella ha formado parte de la ofensiva sin replicar. No cuestiona la relación de dominio que su país ejerce con el resto del mundo: prefiere moldear ese liderazgo geopolítico con sus ideales.

Ahora bien: ¿Su pragmatismo y pertenencia al “establishment” norteamericano son un riesgo? Por supuesto. Estamos frente a una crisis del poder público en todo el mundo, una crisis de representación que se manifiesta en una inconformidad generalizada con las elites.

¿Su aceptación cuasi-acrítica del intervencionismo norteamericano es preocupante? Absolutamente. El gobierno estadounidense ha incurrido en costos excesivos en Oriente Medio y Centroamérica.

Pero, ¿Cuál es la mejor vía para hacerle contrapeso a los excesos de Hillary? ¿A los riesgos que representa? Sin duda, apoyándola.31_10_16_trumpvshillary

Una mayoría demócrata

A pesar de ser un régimen presidencialista, en Estados Unidos el poder legislativo es un poder real.


Además de la presidencia, el próximo 8 de noviembre se vota para renovar la Casa de Representantes (cámara baja) y el Senado (cámara alta). En ambos casos, la mayoría está en una cerrada disputa.

Hace un par de semanas, en el peor momento de los escándalos de Trump, el líder legislativo más relevante de los republicanos, el conservador Paul Ryan, señaló eufórico: “¿Saben quién sería el presidente del Comité de Presupuesto si ganan los demócratas? ¿Han oído hablar de un tipo que se llama Bernie Sanders?”

A Paul Ryan no le interesa que gane Trump. Estoy seguro que, de hecho, prefiere que pierda. Pero al igual que Barack Obama y Bernie Sanders, sabe lo que está en juego.

El escenario ideal de los conservadores norteamericanos es que Hillary Clinton gane por un margen cerrado. Por eso el FBI volvió a la carga con el tema de los e-mails. Los fabricantes de armas, los grupos eclesiásticos más reaccionarios y los grupos de poder económico prefieren la continuidad de una mayoría republicana.


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Obama, en cambio, y el propio Bernie Sanders, entienden que su influencia y su capacidad para construir un legado verdaderamente reformista depende de una victoria holgada de los demócratas: que les permita tener, también, una mayoría legislativa que condicione a Clinton a profundizar los cambios.

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Sería trágico que esta posibilidad se viera frustrada por una campaña que trata de hacernos creer que votar por Clinton es “prácticamente lo mismo” que votar por Trump.

Siempre he desconfiado de los que se autoproclaman como puros. De los que se autodefinen como radicales. En una marcha, en un debate o en una elección, terminan siendo los mejores aliados de los que quieren impedir el cambio.

Espero que esta vez no les alcance para estropear nuestro futuro.

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