Un ecosistema para miserables: el metro de la Ciudad de México

El metro es el útero de la Ciudad de México. Una matriz comunitaria en donde los seres nonatos se cuentan por millones. Cada día, los usuarios de esta red de transporte público –el más eficiente entre todos los vehículos del infierno— vivimos un renacimiento espiritual y misterioso: una ensoñación infame del recuerdo de nuestro nacimiento. Salir de un vagón atestado de gente en las horas rabiosas del tráfico, es lo más parecido al acto de nacer. Empujas tu humanidad bajo el principio instintivo de vivir. Porque pasar más de cuarenta minutos en un vagón hirviente de personas es mantenerse en un estado periférico a la vida misma, como mantenernos en el estado transitorio entre la existencia y la no-existencia.

¿Acaso en el metro no hemos conocido las emociones más profundas del ser humano?

Nadie recuerda su nacimiento, pero todos llevamos en nuestra memoria más profunda la intuición de ese acto primigenio. Cada que somos devorados por las fauces del metro reconocemos nuestra posición en el mundo: somos tragados por un dios primitivo (o moderno, da igual), asimilados en sus entrañas, desintegrados en su cosmos interno —asesinados brutalmente por una cotidianidad feroz— para después, finalmente, hallarnos revelados en una maravillosa nimiedad. Nos reconocemos en nuestra propia insignificante naturaleza: átomos en constante pugna por la supresión de las desigualdades físicas. Al salir del metro ya no somos los mismos, pero volvemos a nuestra mismidad. Y lo mismo sucede, cada día que regresamos al subterráneo metropolitano.

Por supuesto, en este tránsito espiritual hay más perspectivas negativas que milagrosas. Porque el subsuelo está habitado por dioses más crueles, seres infames y egoístas; en fin, debajo de la tierra el reino de los insectos está controlado por la agresividad, la furia, y el poder. ¿Acaso en el metro no hemos conocido las emociones más profundas del ser humano? ¿Quién no ha conocido el desprecio y la cólera, la humillación y el odio? También hemos experimentado el placer y amor, pero esto en contadas ocasiones.

Esta reflexión se ha suscitado por el anuncio de la reducción del precio del boleto del metro para un sector muy pequeño de los estudiantes universitarios de este país.  Costará 3 pesos para aquellos unamitas cuya condición económica adversa sea inversamente proporcional a su dedicación en el estudio. Lo cual me parece bien, pues esos estudiantes conocerán ahora dos hermosos privilegios que cuestan tres pesos: los mazapanes y el boleto. Desde este momento ya envidio a esos estudiantes. Pero la envidia es un mal atroz, y hay que controlarla hasta extinguirla.

El metro representa algo muy íntimo para mí. Ya he descrito en términos ontológicos esta perspectiva. No obstante, este espacio subterráneo es capaz de albergar múltiples perspectivas sobre sí mismo, contradictorias y complementarias. En términos vitales, es un reducto al que me entrego con vocación de mártir y de conquistador, un territorio que todos los días representa un riesgo y una aventura. El metro se nos ofrece en una dualidad tan mítica como surrealista, es un mundo en donde la tragedia convive con la fantasía. Como ejemplo es indispensable acercarnos a la literatura o a la música. Gran cantidad de músicos han explorado el metro como tema vital, recuerdo dos casos bastante conocidos: Café Tacvba tiene una canción en la que se habla de un hombre que ha quedado atrapado para siempre en las entrañas del metro; y Real De Catorce ha expresado que Jesucristo anda entre los vagones como un pasajero más.

Los escritores son quienes más han volcado sus preocupaciones en el símbolo que significa el metro. Tal es el caso  de Guillermo Vega Zaragoza, quien ha escrito un cuento en donde explora la necesidad imperiosa de evacuar el vientre mientras se viaja en el subterráneo naranja, dicho cuento está antologado en una de esas ediciones de Para leer de boleto en el metro. José Emilio Pacheco, en su libro El principio del placer, ha descrito las pesadillas de un escritor frustrado que tiene como último reducto de la imaginación un viaje en el metro. Mario Bellatin, famoso por sus narraciones, mantiene la teoría en El libro uruguayo de los muertos que existe un hombre topo que da masajes curativos en el metro. Mi amigo Lauro Cruz ganó un concurso literario con un cuento que es por demás indispensable en la imaginería metropolitana: Vuelta al Zócalo en ocho minutos, se trata de la triste historia de un deseo sexual frustrado por la incapacidad de salir del vagón en hora pico.  

El poeta Emmanuel Vizcaya me dijo en una ocasión: ya no uso el metro. Y lo vi alejarse en su bicicleta por la avenida insurgentes, se alejó tanto ese día que ahora vive en Boston.  Si yo viviera en la Ciudad de México seguramente también me volvería adepto del manubrio. Para nosotros los mexiquense el metro se ha convertido en un verdadero ecosistema; andar en el vagón es un estilo de vida que las grandes marcas de ropa –o de perfumería— deberían aprovechar.

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