La Vanguardia inexistente

En nuestras letras mexicanas, la palabra vanguardia produce tirria. Se ha sustituido por la palabra revolución, eufemismo mucho más violento pero que por razones históricas sólo en nuestro país resulta un término menos escandaloso. Esta aseveración resulta extraña cuando no pensamos en la opinión de Octavio Paz, el monarca de nuestra literatura. Para el premio nobel, la palabra vanguardia era un vocablo agresivo, tanto como para evitarlo él mismo: recordemos que Paz se sumó al surrealismo tardíamente. En efecto, el autor de ¿Águila o Sol? señaló la impertinencia del término vanguardia cuando proclamó el paradigma de una tradición de la ruptura. Para Evodio Escalante, la idea de la tradición de la ruptura es una contradicción tan evidente “como pensar que puede existir una Revolución Institucionalizada”. Para los mexicanos, la contradicción es la forma menos compleja de vivir. Somos una sociedad de tradiciones, eso nadie lo duda, pero ¿será lo mismo referirnos a nosotros mismos como una sociedad tradicionalista?

En nuestra tradición literaria, tuvimos una vanguardia pulcramente nacional llamada Estridentismo. Muchos críticos en la actualidad podrán argüir que el Estridentismo no fue una vanguardia, así mismo muchos otros darán los argumentos necesarios para sostener lo contrario. Para la mayoría será simplemente una vanguardia fracasada. El debate en estos momentos es superfluo. Todo lo anterior me ha servido para llegar a este punto: la ciudad de Papantla vio nacer un día como hoy (1 de mayo de 1898) a nuestro más insigne vanguardista, el vate Manuel Maples Arce, fundador del Estridentismo y cabeza de la revolución literaria en los años veinte del siglo pasado.

A la sombra de este movimiento, otra vanguardia sucedió en México. ¡Viva el mole de guajolote! es la arenga principal del manifiesto estridentista y una de mis frases favoritas. Casi nada se sabe de esta segunda vanguardia nacional, que sucedió a la par en que Maples Arce, Germán List Arzubide, Arqueles Vela, Alva de la Canal, Fermín Revueltas, y otros estridentistas, se reunían para conspirar contra el status quo de la literatura. Una de las cosas que no ignoramos es su nombre: Fatalismo. El mote es quizá una de las razones por las cuales este movimiento no causó revuelo. Otra de las razones, es que los poetas que lo fundaron vivían en la ciudad de Michoacán. ¡Funesto destino para el arte es no haber en una ciudad importante! Hablo con conocimiento de causa, soy el principal y el único historiador del Fatalismo. Seis poetas michoacanos formaron la segunda vanguardia nacional: Joaquín Tornero, Eladio Ramos Vidal, Felipe Stiglitz, Macedonio Corona, Ariel Strauss y Pablo Vacah, mi bisabuelo. Mi madre rescató de la destrucción tres cartas que formaron parte de la breve y amistosa correspondencia que sostuvieron los fundadores de ambas vanguardias.

Maples Arce le escribió a mi bisabuelo: “Pablo… mucho me temo que la literatura mexicana no está preparada para recibir las ideas proféticas del fatalismo.” Se conservan un puñado de poemas de cada uno de los fatalistas, muchos de ellos publicados en la revista América. Sólo la mitad de estos poemas podrían resistir la prueba del tiempo. Carlos Monsiváis en su Conferencia Sobre Poesía Mexicana, dictada en el Colegio de México en 1997, se refirió a ellos de la siguiente manera: “un grupo de obreros michoacanos que tuvieron la desgracia de escribir poesía ¡y publicarla!” Las palabras de Monsiváis manifiestan el peso destructivo que ha tenido el centralismo en nuestra literatura, el logro más evidente de esta sombría vanguardia es que le rindió tributo a su nombre. El Fatalismo será siempre nuestra vanguardia inexistente.

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