Ojos en la oscuridad

Los sabores y los olores del día de muertos le resultaban desconocidos hacía poco tiempo. Tantos conocimientos nuevos apilandose de golpe hacían estallar su cerebro, como si fuese un objeto hecho de cristal. Las calaveras de dulce le provocaban una náusea casi incontenible. En cuanto una arcada asomaba por su tracto digestivo, cuando el jugo gástrico no requisitado casi le rozaba la úvula, engullía el trozo de azúcar refinada con la esperanza de apaciguar su asco. No entendía lo gracioso de la muerte ni de la ausencia. Deglutir la representación de su cráneo o la de su primo José Manuel le parecía macabro, aunque estuvieran cubiertos de flores de confite o papeles de colores metálicos. Para él, las representaciones precisas de los cadáveres eran aquellas que involucraban carne podrida y alimañas arrastrándose sobre un ennegrecido trozo de hueso.

Cuando vivía su madre esta serie de festividades le estaban prohibidas, bajo ningún motivo debían ser celebradas. Había detrás una razón religiosa, pues la madre le repetía con suma frecuencia que “eran obra del enemigo”. Temeroso de ir al infierno, el hijo no se acercaba a las hojas de papel picado que pendían de todas las paredes de su escuela a mediados de otoño. Creía que si llegaba a tocar tan siquiera una, al morir un diablo devoraría su alma.

La abuela, ajena a todas las cuestiones religiosas de la madre, aprovechaba para llevar a su nieto a todos sus compromisos familiares relacionados con el día de muertos, ahora que su hija había fallecido. Fue de un día para otro, la mujer sintió una bola minúscula detrás de su pecho, justo arriba, detrás del pezón. Análisis médicos posteriores concluyeron que se trataba de un cáncer de mama con metástasis en huesos. No había nada que hacer. Varios tumores se habían extendido por su cuerpo como dientes de león en un hermoso pastizal. La mujer esperó a la muerte, como quien espera a ser atendido en el departamento de salchichonería o en la fila para realizar cualquier trámite administrativo. El hijo solamente lloró en la privacidad de su habitación, fuera de ésta le resultaba imposible. Todos los deseos de buena voluntad y empatía le parecían someros; los abrazos afectuosos, huecos y secos como una cáscara de guaje vacía.

Era el turno de su casa para convertirse en un punto del peregrinaje familiar relativo a las festividades. La tía Hermelinda amenazó con llevar su famoso dulce de calabaza, aquél que ocasiona más de una molestia estomacal y una charola de pan de muerto ganada en una rifa de la oficina. Venía también su primo el gordinflón junto con su consola de videojuegos. No quería ni hablarles porque no quería sentir la lástima que entremezclaban con sus palabras.

La abuela lo puso manos a la obra. Había que decorar la casa para dejarla acorde al espíritu de la celebración. Compró en el mercado local unos cuantos ramos de cempasúchil —no tantos como hubiera querido—, papel picado y unas calaveras de caramelo. El nieto y la anciana acomodaron la bolsa de mandado sobre una silla y sacaron las compras. Colocaron todo en una mesa, querían aparentar que tenían un punto en común con el resto del mundo, porque hacían lo mismo que todos los demás. Al parecer su mundo era muy pequeño. Formaron un mantel con los retazos de papel colorido, acabándose medio carrete de cinta adhesiva en el proceso; arrancaron unos pocos pétalos anaranjados a los ramos florales y los esparcieron a lo largo de la mesa; alinearon unas pocas chucherías y colocaron el pan de muerto. El niño temía dañar la memoria de su madre al ayudar a su abuela, pero le daba más miedo el rechazo de la única persona que quiso cuidar de él cuando se encontró solo.

Como toque final, la abuela dispuso dos cirios y en medio de estos la fotografía de su hija; prendió las velas. El niño no supo cómo reaccionar al ver la foto de su madre entre tantas cosas que ella despreció en vida. Sintió que cada adorno, cada pieza de alfeñique, representaba una puñalada a su recuerdo. Cerró los puños con fuerza y se abalanzó sobre el altar dispuesto a quitar la foto. Las luces se apagaron. La abuela movió el interruptor; el nieto volteó a verla. En medio de las sombras, observó la mirada de la mujer. Un profundo pesar se acumulaba en el fondo de sus pupilas, justo al lado del reflejo provocado por los pabilos encendidos de las dos candelas. En el tenebrismo de la escena, el niño dejó de apretar los nudillos. Contempló en silencio aquella penumbra trastocada por dos débiles puntos de luz. Lo que vio en la mirada de su abuela, pareció hablarle. Se percató de que ella tenía el mismo vacío que él sentía, un vacío que era llenado por la obscuridad.

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