Una mujer…

Uno quiere simplemente una mujer. No se requiere mucho más para alcanzar el equilibrio en los afectos y sentirse bien con el mundo, en armonía. Se lo digo yo, que he vivido cultivando por años el refinado hábito de la mirada clínica, que es de lo poco que aún podemos hacer sin restricciones. Por supuesto, para ejercitar sin percances tal afición es indispensable reservamos las conclusiones, además de ser discretos por método. Si bien hay quien la considera una ciencia vulgar, no por ello pierde interés para los hombres como yo, libres de pretensiones,con más vida hacia atrás que por delante. Así puedo afirmar que un hombre, si ha de vivir con alegría, necesita sencillamente una mujer.

Claro que si es posible plantear una solicitud más específica, sería preferible que ella contara con una gran reserva de ternura. La vida es guerra cotidiana, aún para un sencillo empleado de oficina: hay que dejar la cama para viajar con el pelotón anónimo durante horas, sin camaradas a la vista para entablar conversación. Se debe cruzar a diario, ágilmente, entre automóviles detenidos por el tráfico, librando el cuerpo en el momento justo en que se rompe la frágil inmovilidad del tránsito. Se trata de pasar el día en un trabajo respetable, donde hay que ver claudicar a cada paso la inteligencia creativa para que todo salga bien, y de vez en vez, hacer bromas cíclicas con los compañeros para que nadie se lance por la ventana. Hay que sobrevivir en cada jornada a eso en que nos convertimos tras una suma de concesiones civilizatorias: cortarse el pelo, lavarse los dientes, ponerse corbata y agradecer por el fabuloso clima que se pronostica en televisión. Así pasamos en labores las horas más dulces del día, lejos de la vida que antaño nos pertenecía sin condiciones. Solo se puede superar esa sensación recordando a los que claudican, a los que son como uno y que no viven viajando por el mundo ni son indispensables, y cuyo nombre no aparece en otro sitio que en la nómina de pago o el padrón de electores. Con esas cláusulas de sobrevivencia nos palmeamos la espalda, organizando el olvido para convencernos de que hemos elegido el mejor traje del aparador, que siempre es un poco menos atractivo cuando nos lo vemos puesto.

Por eso, cuando uno regresa a casa roto de cansancio y con el desconsuelo mejor alimentado que la esperanza, purifica una mirada un poco enamorada y otro tanto comprensiva. Un beso franco de bienvenida puede activar el entusiasmo en un corazón sencillo, haciendo florecer una sensación vecina de la felicidad de que tanto hablan, y que personalmente, no puedo afirmar ni negar que exista, porque solo soy un hombre común y no un santo, una celebridad o un filósofo. Uno quiere una mujer afectuosa y solidaria nada más, que ayude a recordar que no hemos rendido la plaza del todo, que seguimos resistiendo a secarnos, ponchando las llantas del jefe o pasando un semáforo en rojo, por el puro gusto. Si ella puede sobrellevar la velada en nuestra compañía, tiene que ser porque hay algo que se mantiene intacto, un centímetro que no nos arrebataron ni vendimos: sé que le han llamado dignidad en algún lado.

Pero si estamos hablando desde el fondo del corazón, sin censuras hipócritas, uno quiere que sea guapa. Puede parecer vanidad y tal vez lo sea, pero no vale mentir para simpatizar a los amigos. Uno quiere una mujer para quitarle el vestido como a una fruta la cáscara y para admirar su cuerpo totalmente desnudo, con sus luces y sombras, sus fondos y sus formas, sus arrecifes y corrientes a remontar, todo al alcance, pero solicitando una campaña de conquista cada vez, para tomar esa belleza como ración y gozar en reciprocidad por los dones otorgados. Uno quiere lamer las tristezas de un rostro añorado, deshilacharle los labios y recomerse los cielos sucesivos del girasol entre sus piernas; quiere suspirar con su foto en la cartera y susurrar una canción mientras ella se arregla el cabello, tras salir de la bañera.

Ahora que si damos voz a eso que anhela el alma, lo que uno quiere de verdad es una mujer con luz propia, de esas que pueden pasar desapercibidas entre la gente, pero ser inolvidables al tacto y en la conversación. Una compañera. Uno desea ir por las calles en domingo, al amparo de la sutil alegría de todas las cosas, intercambiando observaciones sobre el mundo que nace frente a los paseantes. Ocurre que atestiguar como el ángulo de un rayo solar modifica el gesto de una estatua, es noticia para dos y nostalgia para uno. La intimidad es la marca del amor. Poco se disfruta tanto como recrearse en el código mutuo: los acuerdos semánticos en clave de alzamiento de cejas, sonrisas de luna menguante o disposición de los hombros, son mensajes que generan tsunamis de significado solo accesibles para los cómplices. Ir así, tan sin prisa bajo el cielo, es atravesar el mundo como músculo, esqueleto y energía, pero además, con la grata certeza del modesto milagro que tiene lugar en el encuentro de dos seres entre la selva del tiempo.

Dicho esto, usted puede pensar que uno quiere, más que una mujer cualquiera, a la maddona universal. Tiene razón. Uno quiere amar hasta las orillas de su propio vaso, para conectarse con todos los centros de su propia naturaleza y desenfundar como un revolver los sentidos, reventando los cambios del ritmo cardiaco y viendo arder su ermita interior al atardecer, mientras vuelve a casa. Pero uno tiene que pasar por multitud, al margen de los que han triunfado en los negocios, de quienes han roto records deportivos o descubierto nuevas curas a nuevas enfermedades. Uno debe ocultar su cosecha de alegría para no pagar al reino el tributo que exige estar enamorado, sencillamente y sin reparos, de nuestra mujer. Mire, aquí en mi cartera tengo su foto…

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