La teología de los madrazos entre las sogas ¡Pasión, poesía y sangre!

Las profundas cicatrices en el rostro del Villano III revelan al enigmático personaje que es. Su frente es una cartografía esculpida por reiteradas mordidas, golpes con sillas y otros tantos objetos que tallaron aquellas zanjadas epidérmicas a lo largo de una carrera profesional de 45 años sobre el cuadrilátero. Las facciones de Villano III revelan una condición suprema, el rostro de un luchador fogueado en la piedra de los sacrificios de incontables encuentros. Tras perder la máscara  ante su más encarnizado rival: Atlantis –el ídolo de los niños–, conocimos la identidad de Arturo Díaz Mendoza, el nombre bajo la máscara del Villano III. Arturo Mendoza, tras revelar su incógnita –lo más preciado para un luchador enmascarado– fue apodado como El Rey Arturo, en este mote se halla el más preciado homenaje que le puede rendir el pueblo a sus encapuchados, pues el Rey Arturo posee el carisma, el don de gente, el ángel que convierte a los ídolos en leyendas.

Hace poco tuve la oportunidad de entrevistar a este legendario luchador, con la humildad que todo verdadero ídolo posee, me aseguró: “Yo siempre me entregué a mi público, a mí no me importó nunca si me sangraban o me lastimaban, yo sólo me preocupe por divertir a mi gente”. Su carrera como luchador profesional está fundada en esta entrega y en la pasión con la cual se otorgó a  una afición que siempre reclamaba en cada encuentro llaves y sangre de sus ídolos. El Villano III, como su nombre lo indica, fue un carnicero, pero también fue un ídolo, el luchador más carismático durante varias décadas, pulcramente técnico, una leyenda viviente de los encordados. Las cicatrices en su frente demuestran que la Lucha Libre es mucho más que una simple coreografía.

Monsiváis llamó a este deporte –cuya esencia es también la de ser un espectáculo–,  el ballet mexicano. Porque, según el autor de Los Rituales del Caos, el “patito feo de los deportes” –como se le conoció a la Lucha Libre durante mucho tiempo– tenía que ver más con la danza que con el levantamiento de pesas, y aunque los músculos son necesarios, no son más importantes “que la cabeza en la puntualidad coreográfica”. Juan Villoro asegura que la Lucha Libre sigue códigos equivalente a los del toreo o el teatro kabuki, pues la lucha es un sistema de signos que Roland Barthes describió en su libro Mitologías: “La función del luchador no consiste en ganar sino en realizar exactamente los gestos que se esperan de él. (…) Lo que el público reclama es la imagen de la pasión, no la pasión misma”. El deporte-espectáculo es un teatro de la teología a topes, llaves, candados lances y castigos entre doce cuerdas, es un ritual para exorcizar los demonios colectivos, como lo señala Lourdes Groubet a través de sus fotografías, y como todo rito, también posee un carácter poético. Poesía, misterio y sangre es el mágico mundo de la Lucha Libre.

La sociedad mexicana es experta en poseer demonios colectivos, y la Arena México, así como todas las Arenas independientes de la república mexicana donde se llevan a cabo funciones de lucha libre casi todos los días, son firmes testigos de las blasfemias que profieren los demonios mediante sus cuerpos posesos. Un ejemplo de la pasión que mueve a la lucha libre, es el caso de El Tirantes, uno de los réferis más famosos y quizá el más polémico dentro de la historia de este espectáculo, un réferi corrupto cuya figura es emblemática en el arte de impartir “justicia” en el cuadrilátero. Filósofo y poeta, El Tirantes ha expresado que la Lucha Libre es: “el salvajismo convertido en arte”, a todas luces todo un arte emanado de la violencia. Este personaje siempre hacía que la balanza de la ilegalidad favoreciera a los rudos y por sus vilezas la sociedad mexicana lo castigo un día: iba caminando por la calle y dos aficionados lo reconocieron, al verlo lo insultaron, lo golpearon y uno de ellos le atravesó la nariz con una navaja. Esto lo confesó en una entrevista para un documental, como prueba tiene una cicatriz de más 5 centímetros.  Desde aquel momento me di cuenta que el espectáculo en la lucha libre es una pasión verdadera, y como toda pasión, produce heridas a todo aquel que es tocado por ella. 

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